La experiencia
mística de Fabrizio Ballanti, hoy sacerdote.
El padre
Fabrizio Ballanti, responsable actual de la Koinonía Juan Bautista en España,
tiene una historia de conversión que muestra el poder de Dios de forma poco
común.
El
sacerdote italiano Fabrizio Ballanti, el actual responsable en España de las
comunidades de Koinonía Juan Bautista (www.koinoniagb.org/es/), tiene
pasión por llevar el Evangelio a quienes no conocen el amor de Dios. Él sabe bien lo que es vivir sin esperanza y
sin fe, porque hasta los 20 años vivió desolado, atrapado entre las
drogas, el sinsentido y las tendencias suicidas. Pero todo cambió un día
asombroso... cuando iba en el autobús.
UNA INFANCIA DE SOLEDAD Y DUREZA
“Nací en 1966 en Ancona, junto al Mar Adriático”, explica Fabrizio Ballanti a ReligionEnLibertad.com. “De bebé me bautizaron de urgencia en el hospital, pero nunca recibí una formación religiosa. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 5 años. Prácticamente crecí en un orfanato. Era un orfanato duro y los compañeros y los formadores me trataban mal”.
A los 14 años salió del orfanato. No quería estar con su padre, no sabía ni donde estaba su madre y dormía en casa de su abuela. Como aprendiz trabajaba en un bar por las tardes. Por la mañana iba a la escuela. Y se sentía solo y vacío.
ARTES MARCIALES Y MEDITACIÓN ZEN
A esa edad, a los 14 años, empezó a practicar artes marciales, más en concreto aikido, un estilo de lucha basado en neutralizar los ataques con la mínima violencia y agresividad. “Yo estaba anímicamente quebrantado. Mi maestro de aikido estaba empapado de cultura budista y shintoista. Con él hacía meditaciones zen, meditaba con mantras y y yo así encontraba algo de paz mental. Yo solo estaba bien en el dojo (gimnasio), cuando meditaba tranquilo”.
UN AGUJERO INCAPAZ DE LLENARSE
Fabrizio llevaba una doble vida. Mientras en las artes marciales y la meditación zen buscaba control y equilibrio, el resto de su vida era un caos a la búsqueda de placeres y olvido. “Mi corazón tenía como un agujero negro que tragaba de todo. Nada me llenaba. Exploré los ambientes de drogas, abusé del alcohol, chicas… todo me dejaba vacío. Yo quería el bien, pero no practicaba el bien. Mi vida era un sinsentido”.
Él no sabía casi nada de la fe cristiana, apenas las nociones básicas que puede saber cualquier italiano sin interés ni formación. “A veces un Testigo de Jehová aparecía y me hablaba de Dios y eso me daba náuseas. Yo había decidido no creer en el Dios de los cristianos. Si Dios existe, no es bueno, pensé. Es más lógico que no exista, es mejor el zen, donde no interviene Dios…”
DOS INTENTOS DE SUICIDIO
A los 18 tuvo su primer intento de suicidio. “Primero lo pensé, luego lo intenté. Pensaba que mi vida no tenía sentido, que todo era deprimente y que la única salida era acabar con todo, con mi vida. Y lo volví a intentar a los 20 años. En ambos casos intenté matarme con pastillas. Pero en ambas tuve la suerte de que alguien se dio cuenta, me encontró y me llevó rápido al hospital”.
Todo cambió con la experiencia especialísima que vivió el 15 de marzo de 1986, un tiempo después de su segundo intento de suicidio. Recuerda que estaba perfectamente lúcido. No había tomado ninguna sustancia.
EN EL AUTOBÚS, A LAS CINCO... UNA VOZ
“Sé que eran las cinco de la tarde porque acababa de salir del trabajo y me iba a casa. Yo estaba al fondo del autobús. Entonces oí una voz poderosa y con autoridad, pero dulce y seductora. ‘Fabrizio, scendi’, dijo en italiano. Es decir, “baja, Fabrizio”. Lo sentí como si fuera un sueño. La realidad a mi alrededor se había esfumado. Existía sólo esa Voz, que era una Presencia, y yo. Lo demás no lo veía, no me importaba”.
“Como esa voz tenía tanta autoridad hice lo que decía: bajé del autobús aunque no era mi parada. Y allí en la calle volví a oír la voz: “Vieni”, ven. Y cerré los ojos, como por instinto. Con los ojos cerrados percibía delante de mí una Persona, que empezó a moverse. Y la seguí. Sí, yo caminaba con los ojos cerrados, no venía ni coches ni peatones… a lo mejor hasta pisé a alguien, no lo sé, ni me di cuenta”.
“Sentí que yo subía unas escaleras. Y de repente se esfumó esa presencia. Abrí los ojos. Vi que estaba ante la puerta de una iglesia. Mi corazón me decía que esa Persona, esta Presencia, estaba en el interior. Entré. El templo estaba vacío. Inmediatamente mi mirada se fijó en el crucifijo del altar, muy grande. Me capturó la mirada de Jesús en el crucifijo. Sentí que esa mirada me traspasaba, que entraba en mi corazón y alma. Sentí dolor. Vi toda mi vida, mis pecados y suciedades, y me dolió”.
SE ROMPE EL DIQUE DE LAS LÁGRIMAS
“Yo no lloraba nunca: desde los 5 años me había cerrado a llorar. Y las artes marciales me habían enseñado a tener control, a bloquear el llanto. Pero el dique se rompió y empecé a llorar mucho. Sentí que esa Persona estaba en la cruz por mí. Sentí cuánto me amaba. Me di cuenta de que estaba de rodillas en un mar de lágrimas”.
“Y percibí como dos brazos que me abrazaban y me levantaban: me sentí levantar. Ese abrazo no era humano, no era algo físico en el cuerpo, sino un abrazo que me envolvía desde la cabeza a los pies y en cuerpo, mente y alma, que me llenaba. Era como estar bajo una cascada de agua cristalina y sentía esa cascada luminosa que bajaba sobre mí con fuerza. Más adelante aprendería que eso era una efusión del Espíritu. Esa cascada me inundaba y era como si esa cantidad de agua entrase en mi hoyo oscuro y profundo. Y entraba y entraba y entraba y entraba. Y me sentí liberado y amado”.
Lo que Fabrizio había experimentado no era fácil de explicar.
“Fui a casa de mi padre y se lo conté. Mi padre pensó que yo estaba mal de la cabeza. Incluso se enojó: ¡en mi casa no se hablaba nada de Dios, era un tema tabú!”, recuerda.
EL PÁRROCO LE ABRAZÓ
“Volví a la iglesia inmediatamente, esa misma tarde. Y al día siguiente. Yo allí lloraba. Salió el párroco y me vio llorando otra vez. Yo cada vez que iba al templo sentía la presencia de Dios. El párroco, que no me conocía, dijo: ‘oh, la oveja perdida ha regresado al rebaño’. Me abrazó y yo seguía llorando. Eran las palabras justas. Ese fue el momento en que entré en la Iglesia y me sentí dichoso y afortunado. Unos días después de esto, me confesé con este párroco. Él me guió. Fue muy liberador, y volví a sentir esa presencia y amor de Dios”.
Era un mundo nuevo para Fabrizio. “Yo no tenía casi nadie a quien decírselo. Lo intenté con mis amigos, pero me faltaba el lenguaje y mis amigos no entendían nada”.
A Fabrizio le faltaban palabras a los 20 años para expresar su experiencia mística; hoy, en cambio es un predicador popular con facilidad de expresión para hablar de las cosas de Dios
ENTREGAR LA VIDA A DIOS
A raíz de esta experiencia, Fabrizio entendió que su vida era de Dios y decidió consagrarla a Él. Tenía 20 años y había nacido de nuevo.
“Estuve un tiempo con los franciscanos capuchinos, retirado como ermitaño franciscano. Era una pequeña comunidad que vivían en soledad, porque Ancona fue el origen de una reforma capuchina y allí es fuerte y fresca esa espiritualidad. Esos días me reconectaron con la realidad. Después hice el servicio militar. Y más adelante conocí la comunidad Juan Bautista, en la que entré y me consagré. Primero estuve en Camparmó, la casa madre de la comunidad. Allí me ponían a cuidar a los animales. Luego estuve en otros países de Europa, y once años en México y ahora en España. A veces hago bromas y digo que prefería los animales”, se ríe. El Fabrizio que evangeliza es un Fabrizio que ríe mucho.
UNA INFANCIA DE SOLEDAD Y DUREZA
“Nací en 1966 en Ancona, junto al Mar Adriático”, explica Fabrizio Ballanti a ReligionEnLibertad.com. “De bebé me bautizaron de urgencia en el hospital, pero nunca recibí una formación religiosa. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 5 años. Prácticamente crecí en un orfanato. Era un orfanato duro y los compañeros y los formadores me trataban mal”.
A los 14 años salió del orfanato. No quería estar con su padre, no sabía ni donde estaba su madre y dormía en casa de su abuela. Como aprendiz trabajaba en un bar por las tardes. Por la mañana iba a la escuela. Y se sentía solo y vacío.
ARTES MARCIALES Y MEDITACIÓN ZEN
A esa edad, a los 14 años, empezó a practicar artes marciales, más en concreto aikido, un estilo de lucha basado en neutralizar los ataques con la mínima violencia y agresividad. “Yo estaba anímicamente quebrantado. Mi maestro de aikido estaba empapado de cultura budista y shintoista. Con él hacía meditaciones zen, meditaba con mantras y y yo así encontraba algo de paz mental. Yo solo estaba bien en el dojo (gimnasio), cuando meditaba tranquilo”.
UN AGUJERO INCAPAZ DE LLENARSE
Fabrizio llevaba una doble vida. Mientras en las artes marciales y la meditación zen buscaba control y equilibrio, el resto de su vida era un caos a la búsqueda de placeres y olvido. “Mi corazón tenía como un agujero negro que tragaba de todo. Nada me llenaba. Exploré los ambientes de drogas, abusé del alcohol, chicas… todo me dejaba vacío. Yo quería el bien, pero no practicaba el bien. Mi vida era un sinsentido”.
Él no sabía casi nada de la fe cristiana, apenas las nociones básicas que puede saber cualquier italiano sin interés ni formación. “A veces un Testigo de Jehová aparecía y me hablaba de Dios y eso me daba náuseas. Yo había decidido no creer en el Dios de los cristianos. Si Dios existe, no es bueno, pensé. Es más lógico que no exista, es mejor el zen, donde no interviene Dios…”
DOS INTENTOS DE SUICIDIO
A los 18 tuvo su primer intento de suicidio. “Primero lo pensé, luego lo intenté. Pensaba que mi vida no tenía sentido, que todo era deprimente y que la única salida era acabar con todo, con mi vida. Y lo volví a intentar a los 20 años. En ambos casos intenté matarme con pastillas. Pero en ambas tuve la suerte de que alguien se dio cuenta, me encontró y me llevó rápido al hospital”.
Todo cambió con la experiencia especialísima que vivió el 15 de marzo de 1986, un tiempo después de su segundo intento de suicidio. Recuerda que estaba perfectamente lúcido. No había tomado ninguna sustancia.
EN EL AUTOBÚS, A LAS CINCO... UNA VOZ
“Sé que eran las cinco de la tarde porque acababa de salir del trabajo y me iba a casa. Yo estaba al fondo del autobús. Entonces oí una voz poderosa y con autoridad, pero dulce y seductora. ‘Fabrizio, scendi’, dijo en italiano. Es decir, “baja, Fabrizio”. Lo sentí como si fuera un sueño. La realidad a mi alrededor se había esfumado. Existía sólo esa Voz, que era una Presencia, y yo. Lo demás no lo veía, no me importaba”.
“Como esa voz tenía tanta autoridad hice lo que decía: bajé del autobús aunque no era mi parada. Y allí en la calle volví a oír la voz: “Vieni”, ven. Y cerré los ojos, como por instinto. Con los ojos cerrados percibía delante de mí una Persona, que empezó a moverse. Y la seguí. Sí, yo caminaba con los ojos cerrados, no venía ni coches ni peatones… a lo mejor hasta pisé a alguien, no lo sé, ni me di cuenta”.
“Sentí que yo subía unas escaleras. Y de repente se esfumó esa presencia. Abrí los ojos. Vi que estaba ante la puerta de una iglesia. Mi corazón me decía que esa Persona, esta Presencia, estaba en el interior. Entré. El templo estaba vacío. Inmediatamente mi mirada se fijó en el crucifijo del altar, muy grande. Me capturó la mirada de Jesús en el crucifijo. Sentí que esa mirada me traspasaba, que entraba en mi corazón y alma. Sentí dolor. Vi toda mi vida, mis pecados y suciedades, y me dolió”.
SE ROMPE EL DIQUE DE LAS LÁGRIMAS
“Yo no lloraba nunca: desde los 5 años me había cerrado a llorar. Y las artes marciales me habían enseñado a tener control, a bloquear el llanto. Pero el dique se rompió y empecé a llorar mucho. Sentí que esa Persona estaba en la cruz por mí. Sentí cuánto me amaba. Me di cuenta de que estaba de rodillas en un mar de lágrimas”.
“Y percibí como dos brazos que me abrazaban y me levantaban: me sentí levantar. Ese abrazo no era humano, no era algo físico en el cuerpo, sino un abrazo que me envolvía desde la cabeza a los pies y en cuerpo, mente y alma, que me llenaba. Era como estar bajo una cascada de agua cristalina y sentía esa cascada luminosa que bajaba sobre mí con fuerza. Más adelante aprendería que eso era una efusión del Espíritu. Esa cascada me inundaba y era como si esa cantidad de agua entrase en mi hoyo oscuro y profundo. Y entraba y entraba y entraba y entraba. Y me sentí liberado y amado”.
Lo que Fabrizio había experimentado no era fácil de explicar.
“Fui a casa de mi padre y se lo conté. Mi padre pensó que yo estaba mal de la cabeza. Incluso se enojó: ¡en mi casa no se hablaba nada de Dios, era un tema tabú!”, recuerda.
EL PÁRROCO LE ABRAZÓ
“Volví a la iglesia inmediatamente, esa misma tarde. Y al día siguiente. Yo allí lloraba. Salió el párroco y me vio llorando otra vez. Yo cada vez que iba al templo sentía la presencia de Dios. El párroco, que no me conocía, dijo: ‘oh, la oveja perdida ha regresado al rebaño’. Me abrazó y yo seguía llorando. Eran las palabras justas. Ese fue el momento en que entré en la Iglesia y me sentí dichoso y afortunado. Unos días después de esto, me confesé con este párroco. Él me guió. Fue muy liberador, y volví a sentir esa presencia y amor de Dios”.
Era un mundo nuevo para Fabrizio. “Yo no tenía casi nadie a quien decírselo. Lo intenté con mis amigos, pero me faltaba el lenguaje y mis amigos no entendían nada”.
A Fabrizio le faltaban palabras a los 20 años para expresar su experiencia mística; hoy, en cambio es un predicador popular con facilidad de expresión para hablar de las cosas de Dios
ENTREGAR LA VIDA A DIOS
A raíz de esta experiencia, Fabrizio entendió que su vida era de Dios y decidió consagrarla a Él. Tenía 20 años y había nacido de nuevo.
“Estuve un tiempo con los franciscanos capuchinos, retirado como ermitaño franciscano. Era una pequeña comunidad que vivían en soledad, porque Ancona fue el origen de una reforma capuchina y allí es fuerte y fresca esa espiritualidad. Esos días me reconectaron con la realidad. Después hice el servicio militar. Y más adelante conocí la comunidad Juan Bautista, en la que entré y me consagré. Primero estuve en Camparmó, la casa madre de la comunidad. Allí me ponían a cuidar a los animales. Luego estuve en otros países de Europa, y once años en México y ahora en España. A veces hago bromas y digo que prefería los animales”, se ríe. El Fabrizio que evangeliza es un Fabrizio que ríe mucho.
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