PECADO VENIAL
Venial viene
de la palabra venia, que significa perdón, y alude al más fácil perdón de este
tipo de faltas: se remiten no exclusivamente en el fuero sacramental sino
también por otros medios.
El pecado
venial difiere sustancialmente del mortal, ya que no implica el elemento
esencial del pecado mortal que es, como quedó explicado (cfr. 5.3.1), la
aversión a Dios. En el pecado venial se da sólo el segundo elemento, una cierta
conversión a las criaturas compatible con la amistad divina.
De acuerdo a
la enseñanza de Santo Tomás, el pecado venial es un desorden en las cosas, un
mal empleo de las fuerzas para caminar hacia Dios, pero en el que se conserva
la ordenación fundamental al último fin: los pecados que incurren en desorden
respecto a las cosas que orientan al fin, pero que conservan su orden al fin
último, son m s reparables y se llaman veniales (S. Th., I-II, q. 88, a. 1).
El Papa Juan
Pablo II explica: "…cada vez que la acción desordenada permanece en los
límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial. Por esta razón,
el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de
la caridad, ni por lo tanto, de la bienaventuranza eterna" (Exhort. Apost.
Reconciliación y Penitencia, n. 17, 2-XII-1984).
Para
clarificar estos conceptos suele ponerse el ejemplo del que emprende un viaje con
el objeto de llegar a un determinado lugar. El pecado mortal equivaldría al
hecho de que ese viajero de pronto se pusiera de espaldas y comenzara a caminar
en sentido contrario, alejándose así cada vez más de la meta buscada. En
cambio, quien comete un pecado venial es como el viajero que simplemente hace
una desviación, un pequeño rodeo, pero sin perder la orientación fundamental
hacia el punto donde se dirige.
CONDICIONES PARA QUE HAYA PECADO
VENIAL
UN PECADO PUEDE SER VENIAL POR DOS
RAZONES:
1) porque la
materia es leve (p. ej., una mentira jocosa, falta de aprovechamiento del
tiempo en los estudios -que no tienen consecuencias graves en los exámenes-,
una pequeña desobediencia a los padres, etc.);
2) porque
siendo la materia grave, la advertencia o el consentimiento no han sido
perfectos (p. ej., los pensamientos impuros semi-consentidos, una ofensa en un
partido de futbol por apasionamiento, etc.).
CONVIENE TENER EN CUENTA TAMBIÉN QUE
EL PECADO VENIAL OBJETIVAMENTE CONSIDERADO PUEDE HACERSE SUBJETIVAMENTE MORTAL
POR LAS SIGUIENTES CAUSAS:
1) por
conciencia errónea (p. ej., si se cree que una mentira leve es pecado grave, y
se dice, se peca gravemente);
2) por un fin
gravemente malo (p. ej., si se dice una pequeña mentira deseando cometer,
gracias a ella, un hurto grave);
3) por
acumulación de materia (p. ej., cuando se roba 10 más 10 más 10…);
4) por el grave
detrimento que se siga del pecado venial:
a) de daños
materiales (p. ej., el médico que por un descuido leve ocasiona la muerte del
paciente);
b) de peligro
de pecado mortal (p. ej., el que por curiosidad acude a un espectáculo
sospechando que ser para él ocasión de pecado);
c) por peligro
de escándalo (p. ej., el que inventa aventuras que llevan a otros a cometer
pecados).
EFECTOS DEL PECADO VENIAL
EL PECADO VENIAL
- debilita
la caridad,
- entraña un
afecto desordenado a bienes creados,
- impide el
progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral,
- merece
penas temporales,
- el pecado
venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco
a cometer el pecado mortal.
No obstante,
el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no
rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. No
priva de la gracia santificante, de la amistad de Dios, de la caridad, ni, por
tanto, de la bienaventuranza eterna" (Catecismo, n. 1863).
PECADO MORTAL
El pecado mortal implica la muerte del alma, porque destruye la caridad en
el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios.
“Es la
transgresión deliberada y voluntaria de la ley moral en materia grave”.
El pecado
mortal implica la muerte del alma porque destruye la caridad en el corazón del
hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios,
que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
Para vivir
espiritualmente, el hombre debe permanecer en comunión con el supremo principio
de vida, que es Dios, en cuanto es el último fin de todo su ser y obrar. Ahora
bien, el pecado es un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio
vital. Y cuando por medio del pecado el alma comete una acción desordenada que
llega hasta la separación del fin último Dios al que esta unida por la caridad,
entonces se da el pecado mortal (Exh. Ap. “Reconciliación y Penitencia”, n. 17,
del 2-XII-84).
EL PECADO MORTAL EN RELACIÓN A DIOS
Y EN RELACIÓN AL HOMBRE
EN RELACIÓN
A DIOS EL PECADO MORTAL SUPONE:
a) gravísima
injusticia contra su supremo dominio al sustraerse de su ley;
b) desprecio de
la amistad divina, manifestando enorme ingratitud para quien nos ha colmado de
tantos y tan excelentes beneficios;
c) renovación
de la causa de la muerte de Cristo;
d) violación
del cuerpo del cristiano como templo del Espíritu Santo.
Por todo
ello, teniendo en cuenta la distancia infinita entre el Creador y la criatura,
el pecado mortal encierra una maldad en cierto modo infinita. Además, como el
orden moral tiene carácter eterno ley eterna, destino eterno del hombre, su
negación consciente rebasa el tiempo y llega hasta la eternidad.
EN RELACIÓN AL HOMBRE
El pecado
mortal supone la negación del primer y más fundamental valor ontológico: la
dependencia de Dios. La consecuencia primera ser la aversión habitual de Dios,
de la que se siguen:
a) La pérdida
de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de
gracia. Con ello se pierden las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo
y la presencia de inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma.
b) La pérdida
de los méritos adquiridos durante la vida.
c) El
oscurecimiento de la inteligencia que la misma ceguedad de la culpa lleva
consigo.
d) La pérdida
del derecho a la gloria eterna. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el
perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del
infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para
siempre, sin retorno (Catecismo, n. 1861).
e) El pecado
atenta también contra la solidaridad humana, ya que el pecador no sólo se
perjudica a sí mismo sino que, en virtud del dogma de la Comunión de los
Santos, daña además a la Iglesia y aun a la totalidad de los hombres.
f) El reato de
pena y esclavitud de Satanás; de hijo de Dios el hombre pasa a ser enemigo de
Dios. El concilio de Trento (ses. 14, cap. 5) señala que “todos los pecados
mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de la ira y
enemigos de Dios”.
Aunque el
pecador no quiera el alejamiento de Dios, sabe muy bien que independientemente
de sus deseos subjetivos, el orden moral objetivo establecido por Dios prohíbe
o manda esta acción, castigando con la pena eterna el hacerla u omitirla y, a
pesar de saber todo eso, la realiza o la omite. Por un instante de gozo, fugaz
y pasajero, acepta quedarse sin su fin sobrenatural eterno.
CONDICIONES PARA QUE HAYA PECADO
MORTAL
Para que
haya pecado mortal se requiere que la acción reúna tres condiciones: materia
grave, plena advertencia y perfecto consentimiento.
MATERIA GRAVE
No todos los
pecados son igualmente graves, puesto que caben distintos grados de desorden
objetivo en los actos malos, así como distintos grados de maldad subjetiva al
cometerlos. Para que se de el pecado mortal se requiere materia grave, en sí
misma (porque el objeto de aquel acto es en sí mismo grave, p. ej., el aborto)
o en sus circunstancias (p. ej., por el escándalo que puede causar).
a) Para
reconocer si la materia es grave, habrá que decir que todo aquello que sea
incompatible con el amor a Dios supone materia grave (es claro, por ejemplo,
que la blasfemia o la idolatría no admiten consorcio alguno con el amor a
Dios).
b) Los que
no siempre son mortales (llamados pecados graves, ex genere suo), ya que aunque
se refieran a materia gravemente prohibida (p. ej., el hurto), admiten parvedad
de materia, de modo que si sólo hay materia leve no pasan de pecado venial (p.
ej., robar una cosa insignificante).
PLENA ADVERTENCIA
EN PRIMER
LUGAR LA ADVERTENCIA SE REFIERE A DOS COSAS:
1) advertencia
del acto mismo: es necesario darse cuenta de lo que se esté haciendo (p. ej.,
no advierte totalmente la acción el que está semidormido);
2) advertencia
de la malicia del acto: es necesario advertir aunque sea confusamente que se
está haciendo un pecado, un acto malo (p. ej., el que come carne en vigilia,
pero ignora absolutamente que lo es, advierte la acción comer carne, pero no su
ilicitud).
Cabe también
decir que la advertencia moral no comienza sino cuando el hombre se da cuenta
de la malicia del acto: mientras no se advierta esta malicia no hay pecado.
Sin embargo,
también es preciso señalar que para que haya pecado no es necesario advertir
que se esta ofendiendo a Dios; basta darse cuenta aunque sea confusamente que
se realiza un acto malo.
PERFECTO CONSENTIMIENTO
Como el
consentimiento sigue naturalmente a la advertencia, resulta claro que sólo es
posible hablar de consentimiento pleno cuando ha habido plena advertencia del
acto.
Si no hubo
advertencia plena del acto o de su malicia, puede también decirse que falla el
perfecto consentimiento para la realización de ese acto o para su imputabilidad
moral.
Es
importante distinguir entre `sentir” una tentación y `consentirla”. En el
primer caso se trata de un fenómeno puramente sensitivo de la parte animal del
hombre, mientras en el segundo es ya un acto plenamente humano, pues supone la
intervención positiva de la voluntad.
No es
siempre fácil saber si hubo consentimiento pleno. En el caso de duda sirve
fijarse en lo que pasa ordinariamente: quien ordinariamente consiente debe
juzgar que consintió, y al contrario. Igualmente es importante recordar que es
ilícito proceder con duda: debe salirse de ella antes de actuar.
No debe
confundirse el consentimiento semi-pleno o la falta de consentimiento con una
acción voluntaria que alguien realiza bajo coacción física o moral superable.
Por ejemplo,
aquel que, amenazado de muerte, inciensa un ídolo, hace un acto perfectamente
consentido: ha aceptado positivamente en su voluntad el ser idólatra, aunque lo
hiciera bajo coacción.
PECADOS ESPECIALES
Existen algunos pecados que son especialmente graves y que debemos conocer.
"El que
blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo
de pecado eterno" (Mc. 3, 29; cfr. Mt. 12, 32; Lc. 12, 10). No hay límites
a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la
misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus
pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento
puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna (Catecismo, n.
1864). Entre estos pecados se incluyen la presunción de salvarse sin méritos,
la desesperación, la impugnación de la verdad cristiana conocida, la
obstinación en el pecado y la impenitencia final.
PECADOS QUE CLAMAN AL CIELO
Porque su
influencia nefanda en el orden social pide venganza de lo alto. Suelen recibir
esta denominación el homicidio, la homosexualidad, la opresión de los débiles,
la retención de salario a los obreros.
PECADOS CAPITALES
Llamados así
porque los demás suelen proceder de ellos como de su cabeza u origen.
Clásicamente se citan la soberbia o vanagloria, la envidia, la avaricia, la
ira, la lujuria, la gula y la pereza.
EL SENTIDO DEL PECADO EN LA
SOCIEDAD ACTUAL
Desde
filósofos hasta la gente que camina en la calle han influido en que nuestra
sociedad tenga un percepción sobre qué es el pecado.
La
civilización dominante ha intentado negar el pecado en todas sus dimensiones y
suprimir el sentido de la muerte. Sin embargo, no ha conseguido evitar la
angustia del hombre que se advierte limitado y no encuentra en la sociedad los
medios suficientes para salir de esta situación. El profesor Cofta, profesor
ordinario de Filosofía del Derecho en la Universidad de Roma, analiza las
raíces filosóficas que están en la base de la pérdida del sentido del pecado en
la sociedad contemporánea.
1. LOS FILÓSOFOS DE LA INOCENCIA
La cultura
moderna, en sus aspectos más visibles y ostentosos, denuncia una voluntad
decidida de anular el sentido del pecado. (Que esa imposición se haga
precisamente para oscurecer una angustiosa presencia del pecado, es otra
cuestión.) Por ello, el filósofo cristiano, sin necesidad de convertirse en
teólogo, puede preguntarse cuáles son el significado y las consecuencias de
este vacío.
La
antropología cristiana reconoce que el hombre está en una situación de pecado.
Es interesante notar cómo dos grandes filósofos cristianos, Pascal y
Kierkegaard, han insistido en este punto. Según Pascal, el pecado original es
un misterio, pero sin él no se puede comprender nada de la historia humana y
del hombre en general. Sin este misterio, todo es misterioso, no se comprende
nada del hombre.
Igualmente,
Kierkegaard insiste en que el pecado original es esencial para la comprensión
total del hombre y, por tanto, de la presencia continua del pecado.
PECADO CONTRA CIVILIZACIÓN
La cultura
moderna está convencida exactamente de lo contrario: piensa que el misterio que
ilumina - por seguir la idea de Pascal - el misterio de la vida es sólo un mito
que impide el conocimiento de la realidad; es la mayor tiniebla que oculta las
luces de la civilización. Aquí resulta oportuno recordar una frase de Lutero,
que cito de memoria: la expresión más profunda del pecado está en no
reconocernos pecadores.
Precisamente
la cultura moderna que quiere anular el sentido del pecado, ha advertido y
afrontado el problema a través de sus grandes filósofos, es decir, ha observado
que la idea del pecado era el escollo que se debía eliminar, la piedra que
cerraba el paso a un cierto tipo de concepción del hombre. Y lo ha afrontado de
un modo a veces directo y explícito, y otras, en cambio, indirecto.
Dos de los
más grandes filósofos que nos ha dado la cultura contemporánea lo han afrontado
explícitamente: Rousseau y Hegel. Otros dos filósofos, por lo menos, que nos
interesan aquí para dibujar el mapa de las más típicas negaciones del pecado,
se han planteado el problema de modo más implícito: Saint-Simon y Marx.
ROUSSEAU: LA INOCENCIA ORIGINAL
Rousseau y
Hegel constituyen casos verdaderamente únicos, porque son filósofos que han
secularizado la teología. En Rousseau toda la aventura humana está representada
en los mismos términos que en la Escritura: desde el estado de inocencia
original hasta la caída y la redención. Pero este ritmo tríadico de inocencia, caída
y redención se resuelve en términos puramente humanos. El pecado es rechazado,
porque al principio el hombre era absolutamente inocente (se podría decir:
Rousseau o la inocencia original, en vez del pecado original). Pero el
ginebrino afirma también la involuntariedad de la caída, que es quizá la
negación más absoluta del pecado.
En el
principio sitúa un hombre absolutamente inocente, que vive en armonía con la
naturaleza, pero que sale de ella por un suceso misterioso que no les es
imputable. Apartado sin culpa de la originaría condición de felicidad perfecta,
de quietud, de absoluta tranquilidad, el hombre «cae». ¿De quién es la culpa?
Rousseau es categórico: de la sociedad; la entrada en ella es el equivalente de
la caída de Adán. Entrar en la sociedad significa hacer triunfar lo exterior
sobre lo interior, la apariencia sobre el ser, la lucha sobre la tranquilidad.
¿Cómo se sale de esta condición de decencia en la que cada uno trata de
aprovecharse del otro y de dominar a los demás? La solución es doble: en un
primer momento, para Rousseau se sale de la caída en lo social mediante la
constitución de una «sociedad perfecta», en la que el individuo se consagra
plenamente al "todo» social, renunciando por completo a su individualidad
que ha sido corrompida en el proceso social anterior.
Esta primera
solución roussoniana, la más conocida, hace de la sociedad política el todo
perfecto y perfeccionado. La segunda solución es la última en la aventura
existencial de Rousseau. Advirtiendo el fracaso de sus ideas, propuso
indirectamente, y con el ejemplo de su vida, el retorno del individuo a la
naturaleza y a la soledad en ella.
Por tanto,
el pecado no es nunca del individuo (porque el individuo era originalmente
bueno), sino que deriva de la relación social: la sociedad es culpable, y sólo
la sociedad perfecta puede redimir. Y si ésta no lo consigue, la naturaleza.
HEGEL: EL ESTADO SALVA
La solución
de Hegel es distinta. Podría definirse como una solución realista, porque para
Hegel el pecado original señala el nacimiento del hombre. No es una caída, sino
el despertar, la toma de conciencia del hecho de ser hombre y, por tanto, la
renuncia a la ilusión de ser Dios. El pecado original es el primer signo de lo
más típico del hombre: la actividad, el hacer. Pero también para Hegel hay una caída,
cuando el individuo advierte la ruptura entre su propia conciencia, portadora
de universalidad, y el empirismo de la realidad y de los demás. Para superar
esta escisión, el individuo se reabsorbe en la sociedad política, en el Estado:
encontraba así en la sociedad su dimensión real de ser limitado, y se
complementará en un todo humano, social, que le dará su perfección histórica.
También en
el caso de Hegel el individuo, al principio, carece de culpa, pero no se basta
a si mismo, y para salir verdaderamente de su condición limitada debe ser
absorbido en la sociedad ético-política: el Estado.
SAINT-SIMON: DORMIR LA NATURALEZA
Para
Saint-Simon, pensador de los orígenes del positivismo, el mal consiste en el
poder del hombre sobre el hombre, que es la consecuencia de un hecho externo:
la escasez o la ausencia de bienes que obliga a los hombres a luchar entre
ellos. Este mal desaparecerá cuando, a través de la organización científica de
la sociedad, el hombre - en vez de
tratar de dominar a los demás hombres - se dedique a dominar la naturaleza.
Aquí se abre otra dimensión, desconocida hasta entonces por el pensamiento
moderno: la regeneración del hombre mediante el dominio social de la
naturaleza.
Una vez más,
no es el individuo en si mismo la fuente del mal, sino que ésta es algo
externo; no es ya la sociedad corrompida de Rousseau o la conciencia dividida
entre individualidad y sociabilidad de Hegel, sino el ambiente exterior, la
condición de vida en la que se encuentra el hombre: la pobreza.
MARX: LA PROPIEDAD CORROMPE
Tampoco para
Marx el individuo es en si mismo pecador o culpable; quien puede hacer el mal o
decide hacerlo es la organización social. Un cierto tipo de organización - la
que se funda sobre la propiedad privada de los medios de producción - hace presente al mal entre los hombres y les
obliga a cometerlo. La revolución, el cambio de la relación de producción,
llevará a una sociedad perfecta y, por tanto, a la liberación total del hombre.
En todas
estas posturas filosóficas se afirma, directa o indirectamente, que no es el
individuo singular quien peca, sino la condición infeliz de cada uno, que debe
ser superada, o la organización social que está equivocada. Temáticamente,
estas cuatro grandes posturas son las que dominan la cultura moderna directa o
indirectamente. Sus huellas pueden encontrarse en los periódicos, si alguien
tuviese la paciencia de analizarlos. El hecho es que estas cuatro son las
principales directrices del pensamiento y los cuatro sentidos en los que se
niega la idea del pecado; dominan toda la cultura (por lo menos la externa) y
la llamada «civilización» de nuestro tiempo.
Esquematizando
sus planes operativos, pueden dividirse en dos grandes líneas. En la primera,
el individuo solo no se basta para salvarse del mal, del pecado, misión que
corresponde a la sociedad bien organizada, a la sociedad perfecta o al menos
reformable. En la segunda (representada por el Rousseau de la segunda época) el
pecado está, en cambio, en la sociedad in se y per se, y es necesario huir de
ella.
Son dos
soluciones radicales: no hay término medio entre ellas y ninguna admite la
presencia de un principio distinto. O el individuo es completamente bueno, y
entonces es preciso huir de la sociedad, o el individuo es completamente
insuficiente y por tanto necesita recurrir a la sociedad. En ambos casos se
indican vías de salvación uniformes que no admiten complejidad dialéctica.
II. VITALISMO QUE ENMASCARA LA
ANGUSTIA
EL HOMBRE MONOLÍTICO
Aunque pueda
parecer extraño, la primera consecuencia de la negación de la idea del pecado
es que se puede construir una interpretación subjetiva del mundo. Se podrá
objetar: si el individuo es superado por la sociedad, según mantiene la mayor
parte de estas tendencias, ¿cómo se puede hablar de subjetivismo? Pero, la
realidad es que toda la filosofía moderna puede clasificarse como metafísica de
la subjetividad. Su fundamento es el sujeto, único punto válido de partida y de
referencia del conocimiento, de la historia, de la moral; compacto, uniforme,
monolítico, no está dividido en si mismo, como implica el pecado.
El
subjetivismo comporta una construcción totalmente antropocéntrica. Precisamente
porque el hombre es monolítico - sea bueno o malo - sólo se puede y se debe
construir partiendo de él. Es justamente lo contrario al dualismo antológico,
según el cual nosotros somos, como decía Kierkegaard, síntesis de eterno y de
contingente, de limitado e ilimitado. Al no darse ese dualismo, que constituye
la explicación del pecado, no se puede partir más que del sujeto, y lo eterno
será considerado como una ilusión del hombre. Desaparece así el estimulo critico
que sólo la presencia inquietante del infinito puede suscitar en él.
LA COLECTIVIDAD COMO REFUGIO
La
consecuencia fundamental de la pérdida de la idea del pecado es la posibilidad
de una construcción del mundo exclusivamente antropocéntrica sobre la base de
un hombre que es solamente hombre, es decir, solamente limitado, contingente y
relativo. La concepción según la cual la limitación del hombre está ligada a su
aislamiento, al que sólo puede poner remedio la sociedad, pasa históricamente
por tres fases, muy cercanas a nosotros (desde el siglo XIX hasta ahora). En la
primera fase se confía en la capacidad socialmente creadora y positiva del
individuo; se piensa que sólo en la sociedad el hombre consigue superar la
infelicidad que el pecado representaba. En esta primera fase, que corresponde a
un cierto desarrollo cultural e industrial, se puede decir que el triunfo de lo
humano se confía a las capacidades del individuo que se consideran ilimitadas.
Cuanto más actúa el individuo, tanto más actúa el bien de todos.
Esta es la
fase más criticada, sobre todo en nuestros días, porque el caótico obrar de los
individuos no ha sido tan armonioso como se pensaba. Por el contrario, ha
permitido que los más fuertes aplasten al resto.
En la
segunda fase, la confianza en el individuo se transfiere a la confianza en la
colectividad. Antes se tendía al bien mediante la sociedad, pero se consideraba
que el equilibrio social provenía del despliegue de las fuerzas individuales.
Ahora, en cambio, la esperanza de progreso está en la colectividad; podrá ser
la patria o la clase, pero lo importante es que dé un sentido de integración y
de plenitud, ofreciendo así al individuo la posibilidad de superar su angustia
existencial y su insuficiencia. Por eso esta sociedad debe ser organizada
perfectamente, de modo que supla las deficiencias del individuo.
En la
tercera fase, que se entrelaza con la segunda y es la que estamos viviendo,
esta confianza en la sociedad va unida y se basa en la confianza en el dominio
social sobre la naturaleza.
LA REDENCIÓN TOTALITARIA
Del primado
de la colectividad se tienen dos versiones: una absoluta y otra moderada. La
primera se actúa en el totalitarismo. En ella se da la negación más radical del
pecado, porque la sociedad está más allá del bien y del mal, por no decir que
es el bien absoluto. Al totalitarismo se aplica plenamente una conocida
expresión, repetida en varios idiomas: right or wrong my country: justa o
injusta, es mi patria. La liberación total del pecado se consigue solamente en
esta colectividad totalitaria y redentora, que está fuera de todo posible
juicio.
La
explicación metafísica de las ideas totalitarias es ésta: si se atribuye a la
sociedad el poder de salvar al individuo, falible e incapaz, está claro que la
integración deberá ser lo más total posible para que la salvación pueda ser
radical. Asi se llega a la supresión de todo individualismo y a la deificación
de la sociedad. Sólo una posibilidad le queda al individuo: la de creer
fanáticamente en la sociedad, si es que se puede hablar de individualidad donde
hay fanatismo. La deificación de la sociedad supone que respecto a ella sólo
hay deberes, pero no derechos. Adviértase que precisamente en estos términos
situaba Kant las relaciones entre el hombre y Dios. Para Kant la relación entre
un hombre y otro implica recíprocamente derechos y deberes; la relación entre
el hombre y las cosas es aquella en la que el hombre sólo tiene derechos; y
entre el hombre y Dios, el hombre sólo tiene deberes. Ahora Dios es sustituido
por la sociedad. Por tanto, ésta no se equivoca nunca, y si algo no funciona,
la culpa es siempre del individuo, acusado de egoísmo, indisciplina y sabotaje,
y sometido a una implacable y continua vigilancia. Si la sociedad es la
perfección, el individuo será mirado siempre como sospechoso pon que, haga lo
que haga por si o para si, se separa del todo y no sólo recae en la condición
de «pecado», sino que impide que se salven los demás, puesto que la salvación
depende del hecho de que todos sean absorbidos por el todo. Se carga al
individuo con infinitos deberes y responsabilidades, sin ser nunca responsable
ante si mismo, sino ante la sociedad. Esta es la razón por la que el individuo
es manipulado cada vez más por la propaganda y la presión psicológica.
Atribuir a
la sociedad la capacidad de salvación tiene otra consecuencia. A pesar de todo,
ninguna sociedad real {modelada según criterios de perfección que deberían ser
seguros, por ejemplo, según las leyes materialistas de la historia) ha
conseguido construir el inmenso hormiguero en el que uno se sienta satisfecho
de servir al todo. Por eso, a la constante insatisfacción personal por los
resultados sociales, se responde con la proyección en el futuro: la felicidad
no es para hoy, sino mañana, la tendrán las generaciones futuras. La esperanza
en el futuro se convierte en el instrumento último para convencer al individuo
de que se haga parte del todo, de esa sociedad perfecta.
La
proyección en el futuro es una «fuga» para esconder la dura realidad del hoy.
EL MODELO ESCANDINAVO
Consideremos
la otra versión: aquella en la que el primado de la sociedad se toma en sentido
moderado, y no se piensa en una verdadera y propia deificación de la sociedad
ni en ahogar las individualidades. Es una concepción que puede calificarse de
social-demócrata, «escandinava»; en ella no hay ninguna de las esperanzas que
he descrito, pero sigue firme el principio de que sólo nos salvamos en la
sociedad y a través del vivir social.
El efecto es
completamente opuesto: mientras que en el primer sentido de la sociedad
redentora el individuo tenia sólo deberes, aquí, en cambio, sólo tiene
derechos. Consciente de su propia incapacidad y debilidad, ei individuo exige a
la sociedad todo lo que le falta: debe asistirle, curarle, educarle, y
satisfacer todas las exigencias individuales. El Estado debe proveer a todo,
porque es el administrador-suministrador. El individuo se convierte en el
eterno pedigüeño de la sociedad. Tampoco ahora es responsable nunca: si se ha
equivocado y no ha triunfado en la vida es porque la sociedad le ha educado mal
si está enfermo es porque la sociedad no le ha dado los medios pará curarse,
etc. En resumen, el individuo es limitado, pero carece de culpa; por eso, quien
debe completar su limitación y satisfacer todos sus deseos es ia sociedad, que
se presenta con un aspecto benigno y paternalista.
PRIMACÍA DEL BIENESTAR
Privado del
sentido de su propia culpa y debilidad, el individuo sólo piensa en «poseer»:
si se equivoca o no es feliz, la culpa no depende nunca de una respuesta
inadecuada a la dialéctica interna que deriva del dualismo antológico, sino
siempre y sólo de una falta de medios, de instrumentos o de bienes. Asi se
llega a la primacía del tener sobre el ser: y por eso es necesario que la
sociedad dé «cosas» para colmar la deficiencia del individuo. Se traslada el
problema de la salvación al problema del bienestar. Lo hacia notar un pensador
que militó en las filas del marxismo, Horkheimer, para quien, en la sociedad
actual, el bienestar material ha sustituido a la salvación del alma como fin
del hombre, precisamente por haber negado el pecado. Lo exterior prevalece
sobre lo interior, y el individuo se despersonaliza.
Tanto en la
solución radical como en la moderada, la sociedad es todo y debe hacer todo,
anulando cualquier iniciativa personal o satisfaciendo todos los deseos del
individuo.
Con esta
clave se pueden explicar algunas posturas típicas de nuestra cultura laica. Me
he referido ya a la proyección en el futuro (válida también para la versión
moderada), y a la primacía del «tener» sobre el «ser»; pero es preciso recordar
también cómo todo se resuelve en política. La hegemonía actual de la política
se deriva de haber atribuido a la sociedad un poder salvífico. Pero donde todo
es política, cualquier acto humano tiene sólo valor político: cualquier gesto de
simpatía, de humanidad, de compasión, o de solidaridad, no es juzgado por su
significado humano, sino exclusivamente por su significado político: ¿es útil o
no es útil?
EL SENTIDO DE LA MUERTE
Estas son,
en el plano socio-cultural, las principales consecuencias de la pérdida del
sentido del pecado. Además, hay otras en el plano personal. Para el
cristianismo «el estipendio del pecado es la muerte»: la muerte adquiere
sentido por su relación con el pecado. Pero, siendo consecuentes, la pérdida
del sentido del pecado implica también la pérdida del sentido de la muerte, y
esto se produce indefectiblemente: la muerte es un acontecimiento sin sentido
para el hombre moderno, un hecho incomprensible, puramente material.
Y,
naturalmente, si la muerte no tiene sentido, lo que adquiere un significado
total (y no ya correlativo) es el vitalismo. Hoy el vitalismo se impone como
valor supremo. En primer lugar, en su forma más evidente: el vitalismo como
juventud. Basta pensar en el furor de lo joven (y no me refiero a los
movimientos juveniles, sino a las modas de los adultos); la desenfrenada
carrera por querer ser o parecer joven a toda costa, por valorar sólo a quien
es joven, es la consecuencia de haber perdido el sentido de la muerte.
EL CULTO AL CUERPO
Pero aún hay
más: si el vitalismo tiene su expresión más evidente en la juventud, su
realidad más concreta es el cuerpo. El culto a la vitalidad comporta la
adoración al cuerpo: podría decirse que vivimos en el marco de una filosofía,
de una cultura del cuerpo. Es un fenómeno extraordinariamente significativo,
que hace pensar en el ideal griego de la belleza física: en realidad, es algo
completamente distinto. Sobre el ideal griego de la belleza física gravitaba
siempre la tristeza de la muerte que domina toda esa civilización; en segundo
lugar, el cuerpo era exaltado como forma, por su perfección: ideal que vuelve
con los grandes pintores y artistas del Renacimiento. La belleza física era un
paso previo a la belleza espiritual, mientras que hoy lo que vale es el cuerpo
en su vitalidad, en su «corporeidad», en sus instintos más radicales: lo bello
o lo feo no importan con tal de que sean vida, impulso que mantenga alejada la
idea de la muerte. De ahí que prevalezca el naturalismo sobre el significado
que, para el hombre, tiene o debería tener la muerte.
Es este un
significado decisivo para una correcta antropología, a cuya luz el hombre
aparece como el ser que sabe que debe morir. Rechazar ese saber implica la
exaltación naturalista de todo lo que, por el contrario, es fuerza vital y
expansiva. Lo curioso es que, anulado el sentido de la muerte para exaltar sólo
el sentido de la libertad vital, se oscurece también el sentido de la vida. La
vida no es jamás mera ausencia de muerte. Recuerdo la magnifica frase de San
Agustín: «Todas las cosas nacen y crecen, y cuanto más crecen para su ser,
tanto más crecen para no ser». San Agustín subraya así el crecimiento paralelo
de la muerte y de la vida, confirmado en nuestros días por la tesis de
Heidegger sobre el hombre como «ser para la muerte». Todo eso es negado por el
naturalismo vitalista. Pero entonces, perdido el sentido de la muerte, también
la vida pierde sentido y se convierte en simple ausencia de muerte; no requiere
más profundización ni tensión, sino solamente la voluntad de vivir donde sea y
como sea. Se da una total despersonalización del individuo que, privado de
cualquier problema interior respecto al trágico hecho de la muerte, sólo trata
de vivir: ¡su última esperanza es la mítica hibernación! ¡En qué espantosa amenaza
para los vivos podría convertirse esa esperanza! Únicamente el loco optimismo
positivista de algunos científicos puede alimentarla. Piénsese en una tierra
poblada de cuerpos hibernados que esperan despertar para arrebatar a los demás
los bienes disponibles, en una lucha desesperada para poseer, para tener, para
dormir…
EL VÉRTIGO DEL INSTINTO
La total
falta de responsabilidad del individuo que ha perdido el sentido de la muerte
provoca, por tanto, una absolutización de los instintos naturales. Perdida la
conciencia del pecado, el individuo llega a la negación de la muerte como
criterio de juicio para su propia vida, y por eso se entrega a los impulsos
vitales que le urgen desde dentro y se traducen en una voluntad de poder y de
dominio.
Es casi
inútil decir que de este modo se pierde cualquier sentido cristiano de la vida
y de la muerte, es decir, de la muerte como tránsito y como hecho redentor para
si y para los demás, que debe afrontarse con Cristo a la luz de Su muerte.
La
civilización hoy dominante se ha construido y se explica precisamente con la
negación del pecado en todas sus dimensiones personales y sociales y con la
supresión del sentido de la muerte. Y, sin embargo, esta civilización no ha
suprimido la angustia que el hombre experimenta cuando advierte que es
limitado, necesitado de una ayuda que nunca encuentra de modo suficiente en la
sociedad. Nuestra civilización se ve obligada a poner el fin de esa angustia en
un futuro terreno, si, pero indefinido y mítico. Muchas son las voces que indican
cuál es la lección que hemos de sacar de todo esto. He recordado poco antes a
Heidegger a propósito de la recuperación del sentido de la muerte como premisa
para rencontrar el ser. Recuerdo una vez más a Horkhelmer, para quien la
ciencia y el bienestar llevan a un mundo burocratizado y manipulado, del que
únicamente podrá salvarnos el reflexionar sobre el «hecho de que el hombre debe
morir», que suscita «la nostalgia del totalmente Otro».
Por tanto,
no son sólo los cristianos quienes advierten lo ilusorio y lo peligroso del
vértigo de poder, individual o social, en el que el hombre contemporáneo está
metido al perder el sentido de la muerte y del pecado. El final de esa
vorágine, como hemos visto, no es la liberación, sino la servidumbre. La
esperanza en un bienestar mundano sustitutivo de la salvación se revela como
mistificador y despersonalizador, mientras que el estimulo de la conciencia del
pecado lleva al individuo a hacerse cargo de su propio destino y del de sus
hermanos en un consciente y responsable uso de la libertad.
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