Misa multitudinaria
en Bangui, último gran acto papal en África
Más de 30.000 personas han participado con el Papa Francisco en la eucaristía en el estadio Barthelemy Boganda de Bangui, la capital centroafricana, su último gran acto público en un viaje
que le ha mantenido 6 días en tierras africanas.
Nadie celebraba un
gran acto de masas en este estadio desde el golpe de estado de los rebeldes
musulmanes de Seléka en marzo de 2013 (el último fue un mitin del presidente
anterior). Llenarlo de cánticos, alegría y oración ha sido un gesto de esperanza
simbólico y poderoso para la sufrida población de República Centroafricana.
En un país atribulado por la pobreza (desde siempre) y la violencia (desde hace
3 aós) Francisco
ha predicado la salvación en Cristo y ha animado a poner los ojos en "la
otra orilla" que es “la vida eterna, el Cielo que nos espera”. La vida eterna, ha asegurado, no es una ilusión, no es una fuga del
mundo, sino una poderosa realidad que nos llama y compromete a perseverar en la
fe y en el amor.
Una vez más, el catolicismo africano ha desplegado su alegría celebrativa con
bailes y cánticos y banderas, participados con entusiasmo por todos los
asistentes.
Precisamente, el Papa pidió a los cristianos que compartiesen ese entusiasmo
son desfallecer. Así, exhortó a "perseverar con entusiasmo en la misión, una misión que necesita de nuevos
mensajeros, más numerosos todavía, más generosos, más alegres, más santos. Todos y cada uno de
nosotros estamos llamados a ser este mensajero que nuestro hermano, de
cualquier etnia, religión y cultura, espera a menudo sin saberlo".
En TouTube, misa íntegra en el estadio Boganda; la procesión de entrada empieza
en el minuto 14. El vídeo dura 2 horas 22 minutos.
TEXTO ÍNTEGRO DE LA HOMILÍA DEL PAPA EN
LA MISA DE BANGUI
No deja de asombrarnos, al leer la primer lectura, el entusiasmo y el dinamismo
misionero del Apóstol Pablo. «¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la
Buena Noticia del bien!» (Rm 10,15).
Es una invitación a agradecer el don de la fe que estos mensajeros nos han
transmitido. Nos invita también a maravillarnos por la labor misionera que -no
hace mucho tiempo- trajo por primera vez la alegría del Evangelio a esta amada
tierra de Centroáfrica.
Es bueno, sobre todo en tiempos difíciles, cuando abundan las pruebas y los
sufrimientos, cuando el futuro es incierto y nos sentimos cansados, con miedo
de no poder más, reunirse alrededor del Señor, como hacemos hoy, para gozar de
su presencia, de su vida nueva y de la salvación que nos propone, como esa otra
orilla hacia la que debemos dirigirnos.
La otra orilla es, sin duda, la vida
eterna, el Cielo que nos espera. Esta mirada tendida hacia el mundo
futuro ha fortalecido siempre el ánimo de los cristianos, de los más pobres, de
los más pequeños, en su peregrinación terrena. La vida eterna no es una
ilusión, no es una fuga del mundo, sino una poderosa realidad que nos llama y
compromete a perseverar en la fe y en el amor.
Pero esa otra orilla más inmediata que buscamos alcanzar, la salvación que la
fe nos obtiene y de la que nos habla san Pablo, es una realidad que transforma
ya desde ahora nuestra vida presente y el mundo en que vivimos: «El que cree con el corazón
alcanza la justicia» (cf. Rm 10,10). Recibe la misma vida de Cristo que lo hace capaz de amar
a Dios y a los hermanos de un modo nuevo, hasta el punto de dar a luz un mundo
renovado por el amor.
Demos gracias al Señor por su presencia y por la fuerza que nos comunica en
nuestra vida diaria, cuando experimentamos el sufrimiento físico o moral, la
pena, el luto; por los gestos de solidaridad y de generosidad que nos ayuda a
realizar; por las alegrías y el amor que hace resplandecer en nuestras
familias, en nuestras comunidades, a pesar de la miseria, la violencia que, a
veces, nos rodea o del miedo al futuro; por el deseo que pone en nuestras almas
de querer tejer lazos de amistad, de dialogar con el que es diferente, de
perdonar al que nos ha hecho daño, de comprometernos a construir una sociedad
más justa y fraterna en la que ninguno se sienta abandonado.
En todo esto, Cristo resucitado nos toma de la mano y nos lleva a seguirlo. Quiero
agradecer con ustedes al Señor de la misericordia todo lo que de hermoso,
generoso y valeroso les ha permitido realizar en sus familias y comunidades,
durante las vicisitudes que su país ha sufrido desde hace muchos años.
Es verdad, sin embargo, que todavía no hemos llegado a la meta, estamos como a mitad del río y, con
renovado empeño misionero, tenemos que decidirnos a pasar a la otra orilla.
Todo bautizado ha de romper continuamente con lo que aún tiene del hombre
viejo, del hombre pecador, siempre inclinado a ceder a la tentación del demonio
-y cuánto actúa en nuestro mundo y en estos momentos de conflicto, de odio y de
guerra-, que lo lleva al egoísmo, a encerrarse en sí mismo y a la desconfianza,
a la violencia y al instinto de destrucción, a la venganza, al abandono y a la
explotación de los más débiles...
Sabemos también que a nuestras comunidades cristianas, llamadas a la santidad,
les queda todavía un largo camino por recorrer. Es evidente que todos tenemos
que pedir perdón al Señor por nuestras excesivas resistencias y demoras en dar
testimonio del Evangelio. Ojalá que el Año Jubilar de la Misericordia, que
acabamos de empezar en su País, nos ayude a ello. Ustedes, queridos
centroafricanos, deben mirar sobre todo al futuro y, apoyándose en el camino ya
recorrido, decidirse con determinación a abrir una nueva etapa en la historia
cristiana de su País, a lanzarse hacia nuevos horizontes, a ir mar adentro, a
aguas profundas.
El Apóstol Andrés, con su hermano Pedro, al llamado de Jesús, no dudaron ni un
instante en dejarlo todo y seguirlo: «Inmediatamente dejaron las redes y lo
siguieron» (Mt 4,20). También aquí nos asombra el entusiasmo de los Apóstoles
que, atraídos de tal manera por Cristo, se sienten capaces de emprender
cualquier cosa y de atreverse, con Él, a todo.
Cada uno en su corazón puede preguntarse sobre su relación personal con Jesús,
y examinar lo que ya ha aceptado -o tal vez rechazado- para poder responder a
su llamado a seguirlo más de cerca. El grito de los mensajeros resuena hoy más
que nunca en nuestros oídos, sobre todo en tiempos difíciles; aquel grito que
resuena por «toda la tierra [...] y hasta los confines del orbe» (cf. Rm 10,18;
Sal 18,5).
Y resuena también hoy aquí, en esta tierra de Centroáfrica; resuena en nuestros
corazones, en nuestras familias, en nuestras parroquias, allá donde quiera que
vivamos, y nos invita a perseverar con entusiasmo en la misión, una misión que
necesita de nuevos mensajeros, más numerosos todavía, más generosos, más
alegres, más santos. Todos y cada uno de nosotros estamos llamados a ser este
mensajero que nuestro hermano, de cualquier etnia, religión y cultura, espera a
menudo sin saberlo. En efecto, ¿cómo podrá este hermano -se pregunta san Pablo-
creer en Cristo si no oye ni se le anuncia la Palabra?
A ejemplo del Apóstol, también nosotros tenemos que estar llenos de esperanza y
de entusiasmo ante el futuro. La otra orilla está al alcance de la mano, y
Jesús atraviesa el río con nosotros. Él ha resucitado de entre los muertos;
desde entonces, las dificultades y sufrimientos que padecemos son ocasiones que
nos abren a un futuro nuevo, si nos adherimos a su Persona. Cristianos de Centroáfrica, cada uno de
ustedes está llamado a ser, con la perseverancia de su fe y de su compromiso
misionero, artífice de la renovación humana y espiritual de su País.
Que la Virgen María, quien después de haber compartido el sufrimiento de la
pasión comparte ahora la alegría perfecta con su Hijo, los proteja y los
fortalezca en este camino de esperanza. Amén.