Como quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo.
Por: S.S. Papa Francisco | Fuente: Zenit.org
En la catequesis de hoy proseguimos la reflexión
sobre los abuelos, considerando el valor y la importancia de su rol en la
familia. Lo hago identificándome con estas personas, porque también yo
pertenezco a esta franja de edad. Cuando fui a Filipinas, los habitante de
Filipinas me saludaban diciendo ‘Lolo Kiko’,
es decir, ‘Abuelo Francisco’. ‘Lolo Kiko’, decían.
Lo primero que es importante subrayar: es verdad
que la sociedad tiende a descartarnos, pero ciertamente el Señor no. Él nos
llama a seguirlo en cada edad de la vida, y también la ancianidad contiene una
gracia y una misión, una verdadera vocación del Señor. No es aún el momento de “no remar más”. Este periodo de la vida es
distinto a los anteriores, no hay duda; debemos también “inventarlo” un poco, porque nuestras sociedades no están
preparadas, espiritual y moralmente, para darles su pleno valor.
Antes, en efecto, no era tan normal tener tiempo
a disposición; hoy lo es mucho más. Y también la espiritualidad cristiana ha
sido un poco tomada por sorpresa, y se trata de delinear una espiritualidad de
las personas ancianas. ¡Pero gracias a Dios no
faltan los testimonios de santos y santas ancianos!
Me emocionó mucho la “Jornada
por los ancianos” que hicimos aquí en la plaza de san Pedro el año
pasado, la plaza llena. Escuché historias de ancianos que se desviven por los
otros. Y también historias de parejas y matrimonios que vienen y dicen, hoy
hacemos 50 años, 60 años de matrimonio. Y digo, házselo ver a los jóvenes que
se cansan pronto. El testimonio de los ancianos en la fidelidad. En esta plaza
había muchos ese día.
Es una reflexión para continuar, en ámbito tanto
eclesial como civil. El Evangelio viene a nuestro encuentro con una imagen muy
bonita, conmovedora y alentadora. Es la imagen de Simeón y de Ana, de quienes
nos habla el Evangelio de la infancia de Jesús, de san Lucas. Eran realmente
ancianos, el “viejo” Simeón y la “profetisa”
Ana que tenía 84 años. No escondía la edad esta mujer. El Evangelio dice que
esperaban la venida de Dios cada día, con gran fidelidad, desde hacía muchos
años. Querían verlo precisamente ese día, recoger los signos, intuir el inicio.
Quizá estaban también un poco resignados, ya, a morir antes: esa larga espera
continuaba sin embargo ocupando su vida, no tenían compromisos más importantes
que este. Esperar al Señor y rezar. Y así, cuando María y José llegaron al
templo para cumplir la disposición de la Ley, Simeón y Ana se movieron
impulsados, animados por el Espíritu Santo. El peso de la edad y de la espera
desapareció en un momento. Reconocieron al Niño, y descubrieron una nueva
fuerza, para una nueva tarea: dar gracias y dar testimonio por este Signo de
Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo. Ha sido un poeta en ese
momento. Y Ana se convierte en la primera predicadora de Jesús: “hablaba del niño a quienes esperaban la redención de Jerusalén”.
¡Queridos abuelos, queridos
ancianos, pongámonos en la estela de estos ancianos extraordinarios! Nos
convertimos también nosotros un poco en poetas de la oración: tomemos gusto a
buscar palabras nuestras, apropiemonos de esas que nos enseña la Palabra de
Dios. ¡Es un gran don para la Iglesia, la oración
de los abuelos y de los ancianos!
Es un gran don para la Iglesia la oración de los
abuelos y los ancianos. La oración de los abuelos y los ancianos es un gran don
para la Iglesia, un riqueza. Una gran inyección de sabiduría también para toda
la sociedad humana: sobre todo para aquella que
está demasiado ocupada, demasiado distraída. ¡Alguno debe también cantar,
también por ellos, cantar los signos de Dios! Proclamar los signos de
Dios. Rezar por ellos. Miremos a Benedicto XVI, que ha elegido pasar en la
oración y en la escucha de Dios la última etapa de su vida. Es bonito esto. Un
gran creyente del siglo pasado, de tradición ortodoxa, Olivier Clément, decía: “Una civilización donde no se reza más, es una
civilización donde la vejez no tiene ya sentido. Y esto es aterrador,
nosotros necesitamos antes que nada ancianos que recen, porque la vejez nos es
dada para esto. Necesitamos ancianos que recen, porque la vejez es dada para
esto. Es algo bello, algo bello esto, la oración de los ancianos.
Nosotros podemos dar las gracias al Señor por
los beneficios recibidos, y llenar el vacío de la ingratitud que lo rodea.
Podemos interceder por las esperas de las nuevas generaciones y dar dignidad a
la memoria y a los sacrificios de las pasadas. Nosotros, los ancianos, podemos
recordar a los jóvenes ambiciosos que una vida sin amor es árida. Podemos decir
a los jóvenes asustados que la angustia del futuro puede ser vencida. Podemos
enseñar a los jóvenes demasiado enamorados de sí mismos que hay más alegría en
el dar que en el recibir. Los abuelos y las abuelas forman la “coral”
permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el
canto de alabanza sostienen la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la
vida.
La oración, finalmente, purifica incesantemente
el corazón. La alabanza y la súplica a Dios previene el endurecimiento del
corazón en el resentimiento y en el egoísmo. ¡Qué
feo es el cinismo de un anciano que ha perdido el sentido de su testimonio,
desprecia a los jóvenes y no comunica una sabiduría de vida! ¡Sin embargo, qué
bonito es el aliento que el anciano consigue transmitir al joven en búsqueda
del sentido de la fe y de la vida! Es verdaderamente la misión de los
abuelos, la vocación de los ancianos. Las palabras de los abuelos tienen algo
especial para los jóvenes. Y ellos lo saben. Las palabras que mi abuela me dio
por escrito el día de mi ordenación sacerdotal, las llevo aún conmigo siempre
en el breviario. Y las leo a menudo y me hace bien.
Como quisiera una Iglesia
que desafía la cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo
abrazo entre los jóvenes y los ancianos. Y esto es lo que hoy pido al Señor,
este abrazo.
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