En su segundo día en Canadá, el Papa Francisco sostuvo un encuentro con los pueblos indígenas de las Primeras Naciones, métis e inuit, con quienes comenzó la “peregrinación penitencial” para pedir perdón por lo sucedido con los niños nativos en las escuelas residenciales.
A continuación el discurso completo del Santo
Padre:
Señora gobernadora general, señor primer ministro, queridos pueblos
indígenas de Maskwacis y de esta tierra canadiense, queridos hermanos y
hermanas:
Esperaba que llegara este momento para estar entre ustedes. Desde aquí,
desde este lugar tristemente evocativo, quisiera comenzar lo que deseo en mi
interior: una peregrinación penitencial.
Llego hasta sus tierras nativas para decirles personalmente que estoy
dolido, para implorar a Dios el perdón, la sanación y la reconciliación, para
manifestarles mi cercanía, para rezar con ustedes y por ustedes.
Recuerdo los encuentros que tuvimos en Roma hace cuatro meses. En ese
momento me entregaron en prenda dos pares de mocasines, signo del sufrimiento
padecido por los niños indígenas, en particular de los que lamentablemente no
volvieron más a casa de las escuelas residenciales. Me pidieron que devolviera
los mocasines cuando llegara a Canadá; lo haré al terminar estas palabras, y
quisiera inspirarme precisamente en este símbolo que, en los meses pasados,
reavivó en mí el dolor, la indignación y la vergüenza. El recuerdo de esos
niños provoca aflicción y exhorta a actuar para que todos los niños sean
tratados con amor, honor y respeto. Pero esos mocasines también nos hablan de
un camino, de un recorrido que deseamos hacer juntos. Caminar juntos, rezar
juntos, trabajar juntos, para que los sufrimientos del pasado dejen el lugar a
un futuro de justicia, de sanación y de reconciliación.
Este es el motivo por el que la primera etapa de mi peregrinación entre
ustedes se lleva a cabo en esta región que ha visto, desde tiempos
inmemoriales, la presencia de los pueblos indígenas. Es un territorio que nos
habla, que nos permite hacer memoria.
Hacer memoria. Hermanos y hermanas, ustedes han vivido en esta tierra
durante miles de años con estilos de vida que respetaban la misma tierra,
heredada de las generaciones pasadas y protegida para las futuras. La trataron
como un don del Creador para compartir con los demás y amar en armonía con todo
lo que existe, en una viva interconexión entre todos los seres vivos. Así
aprendieron a nutrir un sentido de familia y de comunidad, y desarrollaron
vínculos fuertes entre las generaciones, honrando a los ancianos y cuidando de
los pequeños. ¡Cuántas buenas tradiciones y
enseñanzas basadas en la atención a los otros y al amor por la verdad, en la
valentía y el respeto, en la humildad, en la honestidad y en la sabiduría de
vida!
Pero, si estos fueron los primeros pasos dados en estos territorios, la
memoria nos lleva tristemente a los sucesivos. El lugar en el que nos
encontramos hace resonar en mí un grito de dolor, un clamor sofocado que me
acompañó durante estos meses. Pienso en el drama sufrido por tantos de ustedes,
por sus familias, por sus comunidades, en lo que ustedes compartieron conmigo
sobre los sufrimientos padecidos en las escuelas residenciales. Son traumas
que, en cierto modo, reviven cada vez que se recuerdan y soy consciente de que
también nuestro encuentro de hoy puede despertar recuerdos y heridas, y que
muchos de ustedes podrían sentirse mal mientras hablo. Pero es justo hacer
memoria, porque el olvido lleva a la indiferencia y, como se ha dicho, «lo opuesto al amor no es tanto el odio, es la
indiferencia… lo opuesto a la vida no es la muerte, es la indiferencia a la
vida o a la muerte» (E. Wiesel). Hacer memoria de las devastadoras
experiencias que ocurrieron en las escuelas residenciales nos golpea, nos
indigna, nos entristece, pero es necesario.
Es necesario recordar cómo las políticas de asimilación y
desvinculación, que también incluían el sistema de las escuelas residenciales,
fueron nefastas para la gente de estas tierras. Cuando los colonos europeos
llegaron aquí por primera vez, hubo una gran oportunidad de desarrollar un
encuentro fecundo entre las culturas, las tradiciones y la espiritualidad. Pero
en gran parte esto no sucedió. Y me vuelve a la mente lo que ustedes me
contaron, de cómo las políticas de asimilación terminaron por marginar
sistemáticamente a los pueblos indígenas; de cómo, también por medio del
sistema de escuelas residenciales, sus lenguas y culturas fueron denigradas y
suprimidas; de cómo los niños sufrieron abusos físicos y verbales, psicológicos
y espirituales; de cómo se los llevaron de sus casas cuando eran chiquitos y de
cómo esto marcó de manera indeleble la relación entre padres e hijos, entre
abuelos y nietos.
Les agradezco por haber hecho que todo esto entrara en mi corazón, por
haber expresado el peso que llevaban dentro, por haber compartido conmigo esta
memoria sangrante. Hoy estoy aquí, en esta tierra que, junto a una memoria
antigua, custodia las cicatrices de heridas todavía abiertas. Me encuentro
entre ustedes porque el primer paso de esta peregrinación penitencial es el de
renovar mi pedido de perdón y decirles, de todo corazón, que estoy
profundamente dolido: pido perdón por la manera en la
que, lamentablemente, muchos cristianos adoptaron la mentalidad colonialista de
las potencias que oprimieron a los pueblos indígenas. Estoy dolido. Pido
perdón, en particular, por el modo en el que muchos miembros de la Iglesia y de
las comunidades religiosas cooperaron, también por medio de la indiferencia, en
esos proyectos de destrucción cultural y asimilación forzada de los gobiernos
de la época, que finalizaron en el sistema de las escuelas residenciales.
Aunque la caridad cristiana haya estado presente y existan no pocos
casos ejemplares de entrega por los niños, las consecuencias globales de las
políticas ligadas a las escuelas residenciales han sido catastróficas. Lo que
la fe cristiana nos dice es que fue un error devastador, incompatible con el
Evangelio de Jesucristo. Duele saber que ese terreno compacto de valores,
lengua y cultura, que confirió a sus pueblos un genuino sentido de identidad,
ha sido erosionado, y que ustedes siguen pagando los efectos. Frente a este mal
que indigna, la Iglesia se arrodilla ante Dios y le implora perdón por los
pecados de sus hijos (cf. S. Juan Pablo II, Bula Incarnationis
mysterium [29 noviembre 1998],
11: AAS 91 [1999], 140). Quisiera repetir con vergüenza y claridad: pido perdón
humildemente por el mal que tantos cristianos cometieron contra los pueblos
indígenas.
Queridos hermanos y hermanas, muchos de ustedes y de sus representantes
han afirmado que las disculpas no son un punto de llegada. Concuerdo
plenamente. Constituyen sólo el primer paso, el punto de partida. También soy
consciente de que «mirando hacia el pasado nunca
será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño
causado» y «mirando hacia el futuro nunca
será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que
estas situaciones no sólo no se repitan, sino que no encuentren espacios» (Carta
al Pueblo de Dios, 20 agosto 2018). Una parte importante de este proceso es
hacer una seria búsqueda de la verdad acerca del pasado y ayudar a los
supervivientes de las escuelas residenciales a realizar procesos de sanación de
los traumas sufridos.
Rezo y espero que los cristianos y la sociedad de esta tierra crezcan en
la capacidad de acoger y respetar la identidad y la experiencia de los pueblos
indígenas. Espero que se encuentren caminos concretos para conocerlos y
valorarlos, aprendiendo a caminar todos juntos. Por mi parte, seguiré animando
el compromiso de todos los católicos respecto a los pueblos indígenas. Lo hice
en más ocasiones y en varios lugares, a través de encuentros y llamamientos, y
también por medio de una exhortación apostólica. Sé que todo esto requiere
tiempo y paciencia, se trata de procesos que tienen que entrar en los
corazones, y mi presencia aquí y el compromiso de los obispos canadienses son testimonio
de la voluntad de avanzar en este camino.
Queridos amigos, esta peregrinación se extiende durante algunos días y
llegará a lugares distantes entre sí, sin embargo, no me permitirá responder a
muchas invitaciones y visitar centros como Kamloops, Winnipeg, varios lugares
en Saskatchewan, en Yukón y en los Territorios del Noroeste. Aunque eso no sea
posible, sepan que están todos en mi recuerdo y en mi oración. Sepan que
conozco el sufrimiento, los traumas y los desafíos de los pueblos indígenas en todas
las regiones de este país. Las palabras que pronunciaré a lo largo de este
camino penitencial están dirigidas a todas las comunidades y a los indígenas,
que abrazo de corazón.
En esta primera etapa quise hacer espacio a la memoria. Hoy estoy aquí
para recordar el pasado, para llorar con ustedes, para mirar la tierra en
silencio, para rezar junto a las tumbas. Dejemos que el silencio nos ayude a
todos a interiorizar el dolor. Silencio y oración. Ante el mal recemos al Señor
del bien; ante la muerte recemos al Dios de la vida. Nuestro Señor Jesucristo
hizo de un sepulcro —la última estación de la esperanza ante la cual se habían
desvanecido todos los sueños y solo quedaban el llanto, el dolor y la
resignación— el lugar del renacimiento, de la resurrección, donde comenzó una
historia de vida nueva y de reconciliación universal. No bastan nuestros
esfuerzos para sanar y reconciliar, es necesaria su gracia, es necesaria la
sabiduría afable y fuerte del Espíritu, la ternura del Consolador. Que Él colme
las esperanzas de los corazones. Que Él nos tome de la mano. Que Él nos haga
caminar juntos.
Redacción ACI Prensa
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