MISA CON FRANCISCO EN EL SANTUARIO DE SANTA ANA CERCA DE QUEBEC, MUY VISITADO POR LOS FIELES LOCALES.
Hace 100 años, en 1922, un incendio destrozó la hermosa iglesia de Santa Ana de Beaupré, muy cerca de Quebec.
Pero se reconstruyó con gran hermosura y
este jueves ha acogido una gran misa con el Papa Francisco.
El Pontífice puso ese ejemplo
para enseñar la mentalidad cristiana, la de quien una y
otra vez se alza, con realismo y desde su historia concreta, y
sin desanimarse se pone a reconstruir.
El Papa señaló en su homilía
algunos peligros para los cristianos, como es la
tentación del escapismo. Los discípulos de Emaús parecían querer escapar de las
dificultades, pero
Jesús los recupera recordando los hechos de su predicación, cosas concretas.
Otro peligro es el desánimo, que fomenta
"el Enemigo", el demonio.
"No hay nada
peor, ante los reveses de la vida, que huir para no afrontarlos. Es una tentación
del Enemigo, que amenaza nuestro camino espiritual y el camino
de la Iglesia; nos quiere hacer creer que la derrota es definitiva, quiere
paralizarnos con la amargura y la tristeza, convencernos de que no hay nada que
hacer y que por tanto no merece la pena encontrar un camino
para volver a empezar", animó el Pontífice.
EL
SANTUARIO MÁS ANTIGUO DE CANADÁ
Sainte-Anne-de-Beaupré es un
lugar especial. Contaba ya con una capilla en
1658 donde se alojó una
primera imagen de Santa Ana, patrona de Quebec, y por eso a veces se dice que es el "santuario más antiguo de
Norteamérica". Sin embargo, es probable que ese título corresponda más
bien a una iglesia hispana, la capilla de la Virgen de la Leche en San
Agustín, en la Florida, que se construyó en 1620 (aunque
no sea la que se ve hoy) y desde 2019 es santuario nacional en EEUU. Se puede
considerar, probablemente, que el templo de Quebec es el santuario (y basílica)
más antiguo de Canadá.
Está a 30 km de Quebec y tradicionalmente ha recibido multitudes de peregrinos,
hasta medio millón al año, que acuden por la fiesta San Juan Bautista y
también para estas fiestas de Santa Ana. Se le atribuyen también muchos favores
y curaciones.
Fue destruido en al menos dos
ocasiones, y por eso el Papa la presenta como ejemplo de tenacidad y
reconstrucción fecunda.
Aunque la mayoría de la
población en Quebec no es indígena, sí lo eran la mayoría de los asistentes a
la misa porque se les había
reservado hasta un 70% de asientos.
Si bien la provincia francófona
de Quebec es la que tiene más católicos del país, no
se han movilizado en grandes cantidades por el momento en esta visita visita papal.
Como tantos espacios estaban
reservados en la basílica, la organización ofreció a los quebequeses seguir la
misa a distancia, desde las pantallas de unas salas cine, reservando 18 salas en los Cines Guzzo,
pero la idea no atrajo a muchos: al final sólo se
abrió una sala en inglés y otra en francés (los asistentes se levantaban y sentaban según la
liturgia y recibieron la comunión en el cine).
En el interior del santuario,
justo frente al altar y a pocos metros de Francisco al inicio de la misa, unos manifestantes desplegaron una pancarta que decía: “Anulen la
Doctrina”. Se refiere a unos
textos muy concretos: los edictos papales del S.XV y XVI
que justificaban la presencia de potencias europeas en países paganos,
un tema del que se está hablando mucho en prensa y
asociaciones activistas en este viaje. Los manifestantes retiraron la
pancarta con calma poco después.
Tras la misa, el arzobispo de Quebec, cardenal Gérald Cyprien Lacroix, agradeció al
Papa "el caminar con nosotros en el camino de la sanación y la
reconciliación”. Aseguró
que la Iglesia en Canadá trabaja para “extirpar el
mal de raíz” y llevar a las comunidades indígenas “sedientas de justicia, unidad y paz hacia una
recuperación total” .
La visita papal, dijo el
cardenal, es “un necesario impulso en el proceso de
reconciliación tan beneficioso para la paz”, pero con resultados que
necesitan tiempo para germinar y que “requieren tremendas
dosis de resiliencia, sinceros gestos de acogida y empatía”. Y
añadió: "todo proceso de reconciliación
requiere una parte importante de renuncia, una fuerte dosis de humildad,
comprensión y apertura a la vida y cultura de los demás”.
Tras la misa en el
santuario, el Papa se dirigió a la catedral de Notre-Dame de
Quebec, para una alocución especialmente dirigida a
representantes religiosos. El viernes, última etapa de su viaje, hará una
parada de unas horas en Iqaluit (Nunavut), en el archipiélago ártico.
***
Homilía completa de
Francisco en el Santuario Nacional de Santa Ana de Beaupré
El viaje de los discípulos de
Emaús, al final del Evangelio de san Lucas, es una imagen de nuestro camino
personal y del camino de la Iglesia. En el curso de la vida —y de la vida de
fe—, mientras llevamos adelante los sueños, los proyectos, las ilusiones y las
esperanzas que viven en nuestro corazón, enfrentamos también nuestras
fragilidades y debilidades, experimentamos derrotas y desilusiones, y tantas
veces quedamos bloqueados por el sentimiento de fracaso que nos paraliza.
Pero el Evangelio nos anuncia
que, precisamente en ese momento, no estamos
solos, el Señor sale a nuestro encuentro, se pone a nuestro lado, recorre
nuestro mismo camino con
la discreción de un transeúnte amable que nos quiere abrir los ojos y hacer
arder nuestro corazón. Así, cuando las decepciones dejan espacio al encuentro
con el Señor, la vida vuelve a nacer a la esperanza y podemos reconciliarnos,
con nosotros mismos, con los hermanos y con Dios.
Sigamos entonces el itinerario de
este camino que podemos titular: del fracaso a la
esperanza.
En primer lugar, está el
sentimiento de fracaso, que anida en el corazón de estos dos discípulos
después de la muerte de Jesús. Habían perseguido un sueño con entusiasmo.
En Jesús habían puesto todas sus esperanzas y sus deseos. Ahora, después de
la escandalosa muerte en la cruz, le dan la espalda a Jerusalén para volver a
casa, a la vida de antes.
El suyo es un viaje de regreso,
como queriendo olvidar aquella experiencia que ha llenado de amargura sus
corazones, aquel Mesías condenado a muerte como un delincuente en la cruz.
Vuelven a casa abatidos, «con el semblante triste» (Lc
24,17). Las expectativas que se habían creado quedaron en nada, las esperanzas
en las que creyeron se desmoronaron, los sueños que habrían querido realizar
dejaron paso a la desilusión y a la amargura.
Esta experiencia que atañe
también a nuestra vida y, del mismo modo, al camino espiritual, en todas las
ocasiones en las que nos vemos obligados a redimensionar nuestras expectativas
y aprender a convivir con la ambigüedad de la realidad, con las sombras de la
vida y con nuestras debilidades. Es algo que nos sucede cada
vez que nuestros ideales afrontan las decepciones de la vida y nuestros planes
caen en el olvido por culpa de nuestras fragilidades;
cuando empezamos proyectos de bien pero no tenemos capacidad de llevarlos a
cabo (cf. Rm 7,18); cuando en las actividades que nos ocupan o en nuestras
relaciones experimentamos antes o después una derrota, un
error, un revés o una caída.
Esto sucede mientras vemos
derrumbarse aquello en lo que creímos o con lo que nos comprometimos y
también cuando nos sentimos bajo el peso de
nuestro pecado y del sentimiento de culpa.
Esto es lo que les sucedió a Adán y Eva en la primera Lectura, su pecado no solo los alejó de Dios, sino que los
distanció el uno del otro. No hacían más que acusarse mutuamente.
Y lo vemos también en los
discípulos de Emaús, cuyo malestar por haber visto derrumbarse el proyecto de
Jesús solo les dejaba espacio para una discusión estéril. Lo mismo se puede
verificar en la vida de la Iglesia: esa comunidad
de los discípulos del Señor que representan los dos de Emaús.
A pesar de que la Iglesia es la
comunidad del Resucitado, podemos encontrarla vagando perdida y desilusionada
ante el escándalo del mal y de la violencia del Calvario. No le queda entonces
otra opción que tomar en mano el sentimiento de fracaso y preguntarse: ¿qué ha pasado?, ¿por qué́ ha sucedido?, ¿cómo ha
podido ocurrir?
Hermanos y hermanas, son
preguntas que cada uno de nosotros se hace a sí mismo; y son también
cuestiones candentes que resuenan en el corazón de la Iglesia que peregrina en
Canadá, en este arduo camino de sanación y reconciliación que está
realizando. También nosotros, ante el
escándalo del mal y ante el Cuerpo de Cristo herido en la carne de nuestros
hermanos indígenas, nos hemos sumergido en la amargura y sentimos el peso de la caída.
Permítanme que me una
espiritualmente a la multitud de peregrinos que suben la “Scala Santa”, que evoca la subida de Jesús al
pretorio de Pilatos; y acompañarlos como Iglesia en estas preguntas que nacen
del corazón lleno de dolor: ¿Por qué́ sucedió
todo esto? ¿Cómo pudo ocurrir algo así en la comunidad de los seguidores de
Jesús?
En este punto, debemos estar
atentos a la tentación de la huida, que está
presente en los dos discípulos del Evangelio. Deshacer el
camino, escapar del lugar donde ocurrieron los hechos, intentar que
desaparezcan, buscar un “lugar tranquilo” como
Emaús con tal de olvidarlos.
No hay nada peor, ante los
reveses de la vida, que huir para no
afrontarlos. Es una
tentación del enemigo, que amenaza nuestro camino espiritual y
el camino de la Iglesia; nos quiere hacer creer que la derrota es definitiva, quiere paralizarnos con la amargura y la tristeza, convencernos
de que no hay nada que hacer y que por tanto no merece la pena encontrar un
camino para volver a empezar.
Sin embargo, el Evangelio nos
revela que, precisamente en las situaciones de desengaño y de dolor,
justamente cuando experimentamos atónitos la violencia del mal y la vergüenza
de la culpa, cuando el río de nuestra vida se seca a causa del pecado y del
fracaso, cuando desnudos de todo nos parece que ya no nos queda nada,
precisamente allí es cuando el Señor sale a nuestro encuentro y camina con
nosotros.
En el camino de Emaús, Él se
acerca con discreción para acompañar y compartir con esos discípulos
entristecidos sus pasos resignados. Y, ¿qué hace Jesús? No ofrece
palabras genéricas de aliento o de circunstancia, ni tampoco consolaciones fáciles, sino que,
desvelando en las Sagradas Escrituras el misterio de su muerte
y su resurrección, ilumina la historia y
los acontecimientos que han vivido. De ese modo, abre los ojos de ellos para
ver las cosas con una mirada nueva.
También nosotros que compartimos
la Eucaristía en esta Basílica podemos releer muchos acontecimientos de la
historia. En este mismo lugar hubo ya tres templos, pero también hubo personas
que no se echaron atrás ante las dificultades, y fueron capaces de volver a
soñar a pesar de sus errores y de los de los demás.
Así, cuando hace cien años un
incendio devastó el santuario, ellos no se dejaron vencer, construyendo este
templo con valor y creatividad. Y todos los que comparten la Eucaristía desde
las cercanas Llanuras de Abraham, también pueden percibir el ánimo de
aquellos que no se dejaron secuestrar por el odio de la guerra, de la
destrucción y del dolor, sino que supieron proyectar de nuevo una ciudad y un
país.
Finalmente, ante los discípulos
de Emaús, Jesús parte el pan, abriéndoles los ojos y mostrándose una vez
más como Dios de amor que ofrece la vida por sus amigos. De este modo, los
ayuda a retomar el camino con alegría, a recomenzar, a pasar del fracaso a la
esperanza.
Hermanos y hermanas, el Señor
quiere también hacer lo mismo con cada uno de nosotros y con su Iglesia. ¿Cómo pueden abrirse de nuevo nuestros ojos?, ¿cómo
puede nuestro corazón inflamarse por el Evangelio una vez más? ¿Qué hacer
mientras nos afligimos por las distintas pruebas espirituales y materiales,
mientras buscamos el camino hacia una sociedad más justa y fraterna, mientras
deseamos recuperarnos de nuestras decepciones y cansancios, mientras esperamos
sanarnos de las heridas del pasado y reconciliarnos con Dios y entre nosotros?
Solo hay un camino,
una sola vía, es la vía de Jesús, ese camino que es Jesús mismo (cf. Jn
14,6). Creamos que Jesús se une a nuestro camino y dejémosle que nos alcance,
dejemos que sea su Palabra la que interprete la historia que vivimos como
individuos y como comunidad, y la que nos indique el camino para sanar y para
reconciliarnos.
Partamos con fe el Pan
eucarístico, porque alrededor de la mesa podemos redescubrirnos hijos amados
del Padre, llamados a ser todos hermanos. Jesús, partiendo el Pan, confirma el
testimonio de las mujeres, a las que los discípulos no habían dado crédito,
que ¡ha resucitado! En esta Basílica, donde
recordamos a la madre de la Virgen María, y en la que se encuentra también la cripta dedicada a la Inmaculada Concepción, tenemos
que resaltar el papel que Dios ha querido dar a la mujer en su plan de salvación.
Santa Ana, la
Santísima Virgen María, las mujeres de la mañana de Pascua nos
indican un nuevo camino de reconciliación, la ternura materna de tantas
mujeres nos puede acompañar —como Iglesia— hacia tiempos nuevamente fecundos,
en los que dejar atrás tanta esterilidad y tanta muerte, y colocar en el
centro a Jesús, el Crucificado Resucitado.
De hecho, en el centro de
nuestras preguntas, de los trabajos que llevamos dentro, de la misma vida
pastoral, no podemos ponernos a nosotros mismos y nuestras frustraciones,
debemos ponerlo a Él, al Señor Jesús. En el corazón de cada cosa pongamos
su Palabra, que ilumina los eventos y nos restituye ojos para ver la presencia
eficaz del amor de Dios y la posibilidad del bien incluso en las situaciones
aparentemente perdidas. Pongamos, igualmente, el Pan de la Eucaristía, que
Jesús parte todavía para nosotros hoy, para compartir su vida con la nuestra,
abrazar nuestras debilidades, sostener nuestros pasos cansados y sanar nuestro
corazón. Y, reconciliados con Dios, con los otros y con nosotros mismos,
podremos también ser instrumentos de reconciliación y de paz en la sociedad
en la que vivimos.
Señor Jesús, nuestro camino,
nuestra fuerza y consolación, nos dirigimos a ti como los discípulos de
Emaús: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde»
(Lc 24,29). Quédate con nosotros, Señor, cuando declina la esperanza y
cae la noche oscura de la decepción. Quédate con nosotros porque
contigo, Jesús, nuestro camino toma una nueva dirección y desde los callejones sin salida de la
desconfianza renace el asombro de la alegría. Quédate con nosotros, Señor,
porque contigo la noche del dolor se cambia en alba radiante de vida.
Simplemente decimos: quédate con nosotros, Señor, porque si
Tú caminas a nuestro lado el fracaso se abre a la esperanza de
una vida nueva. Amén.
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