'Los seres queridos [The loved one]' es un sátira de humor negro con la que Evelyn Waugh ridiculizó algunas costumbres mortuorias. En la imagen, el cómico Liberace enseña unos ataúdes en la versión cinematográfica dirigida en 1965 por Tony Richardson.
Leo en estos días un reportaje
donde se proclama la consolidación de un nuevo «modelo
de familia multiespecie», donde los niños son
sustituidos por mascotas,
muy especialmente por perros. En España, el número de perros (9,3 millones)
supera holgadamente el de niños menores de quince años (apenas 6,7 millones); y
en algunos lugares, como Madrid, los perros triplican a los niños.
Inevitablemente, este ‘modelo de familia
multiespecie’ está favoreciendo fenómenos jurídicos y
sociales que hasta hace poco nos parecerían más bien ocurrencias propias de
un esperpento: las parejas que se divorcian firman convenios de
‘custodia compartida’ sobre sus perros; los testamentos los incluyen en lugar
predominante; y se organizan grotescos velatorios para despedirlos.
Evelyn Waugh escribió
una sátira feroz titulada Los seres queridos, cuyo
protagonista se emplea en una empresa dedicada a brindar servicios funerarios de
primera calidad para mascotas: enterramientos de
canarios, embalsamamiento de perritos, cremación de gatitos cuyas cenizas son
después arrojadas al aire desde una avioneta, etcétera. Y, en los
aniversarios de la muerte de sus mascotas, los clientes reciben en casa una
ridícula tarjeta, muy jubilosamente decorada, en la que pueden leer que su
mascota está feliz en el cielo, meneando la cola. Menos partidario de la sátira
que del exabrupto, Léon Bloy compara las tumbas de un cementerio de
pobres, «incultas, abandonadas por completo, áridas
como la ceniza», con las tumbas de un cementerio de perros que los ricos
han erigido en una isla del Sena, para enterrar allí a sus mascotas domésticas,
con tumbas de mármol, monumentos suntuosos y epitafios ridículos. Y Bloy se
pregunta entonces «si la tontería,
decididamente, no es más odiosa que la misma maldad»; y también si es «el resultado de una idolatría demoníaca o de una
imbecilidad trascendental».
Tal vez sea el resultado de una
combinación de ambas. Puesto a catalogar las diversas expresiones del amor
humano, C. S. Lewis se
detenía a analizar la naturaleza del afecto que a veces profesamos a los
animales, mediante el cual subsanamos «la atrofia
del instinto que nuestra inteligencia impone, nuestra excesiva autoconciencia,
las innumerables complicaciones de nuestra situación, la incapacidad de vivir
en el presente». Pero, con frecuencia, ese afecto encubre otras
intenciones: «Si usted necesita que le necesiten
–prosigue Lewis–, y en su familia, muy justamente, declinan necesitarle a
usted, un animal es obviamente el sucedáneo. Puede usted tenerle toda su vida
necesitado de usted. Puede mantenerle en la infancia permanentemente, reducirlo
a una perpetua invalidez, separarlo de todo lo que un auténtico animal desea y,
en compensación, crearle la necesidad de pequeños caprichos que sólo usted
puede ofrecerle». De este modo, la mascota se
convierte en el sumidero de nuestro egoísmo, en ese simulacro
de hijo que no se queja, que no lanza reproches, que no nos amonesta, que no
nos suelta de vez en cuando una terrible verdad. Lewis no llega a designar la
forma de depravación que anida al fondo de este afecto egoísta a los animales,
aunque se atreve a proponer que «quienes encuentran
en ellos un consuelo frente a las exigencias de las relaciones humanas deberían
examinar sus verdaderas razones».
Mucho menos contemporizador que
C. S. Lewis, Joseph Roth, en La cripta de los capuchinos, se
atreve a lanzar una reflexión incómoda: «Siempre me
ha parecido que los hombres que aman a los animales emplean en ellos una parte
del amor que debieran dar a los seres humanos; y me di cuenta de lo justa que
era esta apreciación cuando comprobé casualmente que los alemanes del Tercer
Reich amaban a los perros lobos, a los pastores alemanes. ¡Pobres ovejas!, me
dije». Una apreciación que hoy se vuelve mucho más nítida y enojosa que
en la época del Tercer Reich. Pues nuestra generación, que encumbra a sus mascotas a la categoría de hijos (unos hijos que no
pueden interpelarnos, que no pueden sacarnos los colores, que no pueden
acusarnos, que no pueden escupirnos en la cara), asume que la vida humana ha
dejado de ser inviolable, asume que no todos los seres humanos son dignos de
protección, ni en todas las etapas de su vida. Como nos recuerda Chesterton, tras el ideal
de tratar a los animales como si fuesen seres humanos, se esconde el secreto
anhelo de tratar a los seres humanos como si fuesen animales.
Es el resultado de una
imbecilidad trascendental, pero también de una idolatría demoníaca. Y es el
emblema de una época sin futuro, condenada al basurero de la Historia; que, por
supuesto, tendrá el atildado aspecto de aquel cementerio de mascotas que sublevaba
a Bloy. Pues la abyección gusta
de expresarse mediante la cursilería.
Publicado en XL Semanal.
Por: Juan Manuel de Prada
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