La amistad verdadera nos lleva a querer lo mejor para el amigo. De entre los 3 tipos de amistad que nos presenta Aristóteles, el tercer tipo nos describe la verdadera amistad; la que encuentra su razón de ser en la virtud y en la bondad del otro.
Por:
Alan Wirfel, LC | Fuente: Gama - Virtudes y Valores
Una de las escenas más hermosas de toda la
Biblia se encuentra al final del Evangelio de san Juan. Es de mañana y el sol
está apenas saliendo. Pedro y los otros cinco apóstoles están cansados de haber
pasado toda la noche intentando pescar sin haber obtenido nada como fruto de
sus esfuerzos. De repente escuchan un grito que viene de la orilla: “Muchachos, ¿han pescado algo?” Nos es familiar lo
que pasará después: la pesca milagrosa. Pero el momento más cautivador lo vemos
en la reacción de Pedro, cuando se lanza de la barca. Juan dice solo tres
palabras, “¡Es el Señor!”, y le bastan a
Pedro para tirarse al agua. Si tuviésemos una foto de aquel momento, de Pedro
en pleno vuelo, nos diría mil palabras; palabras sobre todo de la amistad que
le motivó a lanzarse; de la amistad que comparten Jesucristo y Pedro. Pero, ¿qué es la verdadera amistad, cómo se forma y qué
importancia tiene para mí?
De entre todas las virtudes humanas que hay, pocas nos atraen tanto como la
amistad. Aristóteles distingue tres tipos de amistad en la “Ética Nicomaquea.” La
primera se trata de la amistad de utilidad: es
bueno para mí tener esta relación, me es útil y puedo sacarle provecho.
Esto es lo que esperaríamos de las relaciones entre empresarios; nos asociamos
porque nos ayuda para ganar dinero o una mejor posición social. El segundo tipo tiene como base el placer: me gusta
estar con el otro porque es divertido y me hace sentir bien. El tercero se trata de la verdadera amistad. Esta
amistad encuentra su razón de ser en la virtud y bondad del otro. Como amigos
compartimos el deseo de vivir una vida virtuosa, los altos ideales.
Sin embargo, me atrevo decir que a Aristóteles le falta algo... Es verdad que
las amistades uno y dos no son verdaderas. Una amistad no es una inversión
prudencial: no es que invierto mi tiempo con una
persona porque preveo beneficios futuros, ni tengo un amigo solo porque me hace
sentir feliz. Esto sería usarlo, tratarlo como medio de la propia felicidad y,
a fin de cuentas, sería buscarse uno mismo. C.S. Lewis lo expresa así:
“La amistad no es una recompensa por nuestra capacidad de elegir y por nuestro
buen gusto de encontrarnos unos a otros, es el instrumento mediante el cual
Dios revela a cada uno las bellezas de todos los demás, que no son mayores que
las bellezas de miles de otros hombres; por medio de la amistad Dios nos abre
los ojos ante ellas. Como todas las bellezas, éstas proceden de él, y luego en
una buena amistad, las acrecienta por medio de la amistad misma, de modo que
éste es su instrumento tanto para crear una amistad como para hacer que se
manifieste.”
No le echo la culpa a Aristóteles pues nunca escuchó aquellas palabras
reveladoras de Jesucristo: “Este es el mandamiento
mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor
amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 12-13). Así,
Jesucristo nos revela un aspecto más profundo: la donación de sí, termómetro
fiel de la verdadera amistad. Probablemente no se nos presentará en esta vida
la oportunidad de dar la propia por un amigo, pero la vida cotidiana sí nos
presenta mil oportunidades para darnos a los demás en las cosas pequeñas y
momentos difíciles. Aunque sepamos valorar al amigo, sus cualidades y talentos,
la verdadera amistad nos llevará a valorar también sus luchas y aceptar sus
deficiencias. Por eso, la amistad verdadera es realista y leal. Ser amigo en
los momentos difíciles quiere decir olvidarse y donarse. Esta amistad la
expresó perfectamente J.R. Tolkien cuando nos escribe sobre la amistad
incondicional entre Sam y Frodo:
“Sam lo miraba. Las primeras luces del día se
filtraban apenas a través de las sombras, bajo los árboles, pero Sam veía
claramente el rostro de su amigo, y también las manos en reposo, apoyadas en el
suelo a ambos lados del cuerpo. De pronto le volvió la mente la imagen de
Frodo, acostado y dormido en la casa de Elrond, después de la terrible herida.
En ese entonces, mientras lo velaba, Sam había observado que por momentos una
luz muy tenue perecía iluminarlo interiormente; ahora la luz brillaba, más
clara y más poderosa. El semblante de Frodo era apacible, las huellas de miedo
y la inquietud se habían desvanecido; y sin embargo recordaba el rostro de un
anciano, un rostro viejo y hermoso, como si el cincel de los años revelase
ahora toda una red de finísimas arrugas que antes estuvieran ocultas, aunque
sin alterar la fisonomía. Sam Gamyi, claro está, no expresaba de esa manera sus
pensamientos. Sacudió la cabeza, como si descubriera que las palabras eran
inútiles y luego murmuró: ‘Lo quiero mucho. Él es así, y a veces, por alguna
razón, la luz se transparenta. Pero se transparente o no, yo lo quiero”.
Quizá sólo es en los momentos difíciles que la verdadera amistad se forja y se
aprecia por lo que es: “Un amigo fiel es un escudo
poderoso, el que lo encuentra halla un tesoro. Un amigo fiel no se paga con
nada, no hay precio para él” (Sirácide 6, 14). Y es así, al final,
hallamos lo que motivó a Pedro a lanzarse al mar con el sólo hablar de Cristo.
Qué hombre de avanzada edad hace esto con sólo escuchar a otro si no es porque
le ama, si no es porque es su amigo.
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