La pureza requiere combate, pero no renuncia. Respondemos al Amor, con mayúscula, con una vida limpia; no es simplemente evitar la caída, sino que, al ser una virtud, debe crecer y perfeccionarse. Es una afirmación gozosa.
«Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». En estas palabras recibimos una
de las promesas más bonitas: estamos
llamados a contemplar a Dios. No se refieren solo a la vida futura, sino
también a encontrarle hoy; verle y encontrarle en la vida
ordinaria.
¿QUÉ TIENE QUE VER LA PUREZA CON VER A DIOS?
Cada vez son
más numerosos los que no ven a Dios, los que son incapaces de percibir lo
sobrenatural. Muchos confunden el
amor con el placer y
la amistad con la simple compañía. Quizá por eso hay tantas personas que se
sienten solas. Son los que no saben querer, no saben ni quererse a sí mismos. Y
son incapaces de ver a Dios.
La contemplación se alcanza si
correspondemos buscando el trato con Dios, presente en el alma en gracia. De
este modo, nos vamos purificando. Como dice san Pablo: «vamos
siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra
el Espíritu del Señor».
Para llegar a esta
contemplación de la que estamos hablando, Jesús es muy claro: se exige la limpieza interior. Tenemos que tener la mirada
limpia, porque las ventanas del alma son los ojos, y también purificar el
corazón. Como lo pedía el rey David después de haber pecado, y está
recogido en el Salmo 50: «¡dame, Señor, un corazón puro!».
Sabemos que esta limpieza no
consiste en las purificaciones exteriores, similares a las que realizaban los
escribas y fariseos, sino en la pureza interior. Como dice Jesús en el
Evangelio: del corazón proceden los malos
pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los
falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que hacen al hombre
impuro.
ENTONCES, ¿QUÉ ES Y QUÉ NO ES LA PUREZA?
La pureza abarca multitud de
aspectos: los pensamientos, intenciones y afectos.
Es lo que recoge el Catecismo de la Iglesia: los «corazones limpios» designan
a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la
santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la castidad o
rectitud sexual, el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe. Esto es así
porque existe un vínculo entre la pureza del corazón, del
cuerpo y de la fe.
La santa pureza hace clara y
limpia la mirada del corazón, custodia la visión sobrenatural y nos permite
amar a Dios y a los demás con todo nuestro ser, alma y cuerpo. Así lo explica
san Josemaría:
«Comparo esta
virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de
Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las
alas —también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan
las nubes— pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo»
No
se trata de una actitud negativa que constriñe una necesidad natural, más bien
es una fuerza que nos permite crecer en el verdadero amor, y nos hace posible encontrar
a Dios. Es lo que nos permite crecer y poder llegar a decir con los santos: «que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma».
Pablo VI reflexionaba de esta forma:
«Hoy se habla
mucho de ecología, es decir, de la purificación del ambiente físico donde se
desarrolla la vida del hombre: ¿Por qué no preocuparnos también de una ecología
moral, donde el hombre pueda vivir como hombre y como hijo de Dios?»
¡SE PUEDE CRECER EN ESTA VIRTUD!
Hemos de estar decididos a
poner los medios imprescindibles para salvaguardar la limpieza del corazón: la
guarda atenta de los sentidos y del corazón; la valentía de ser cobarde para
huir de las ocasiones; la mortificación y la penitencia corporal; la frecuencia
de sacramentos, con particular referencia a la confesión sacramental.
Para vivir la
pureza nuestro comportamiento no puede limitarse a esquivar las caídas, estar
huyendo de toda ocasión. No ha de reducirse de ninguna manera a una negación
fría y matemática. San Josemaría nos recuerda:
«¿Te has
convencido de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y
perfeccionarse? No basta, insisto, ser continente, cada uno según su estado:
hemos de vivir castamente, con virtud heroica».
Esta postura comporta un acto
positivo, con el que aceptamos de buena gana el requerimiento divino.
La virtud de la castidad lleva
también a vivir una limpieza de mente y de corazón: a evitar aquellos
pensamientos, afectos y deseos que apartan del amor de Dios, según la propia
vocación. Sin la castidad es imposible el amor humano y el
amor a Dios.
En conclusión…
La pureza no es
un no, es un sí al amor, es lo que le concede sentido, valor a nuestra manera de vivir.
Si la persona renuncia al
empeño por mantener esta limpieza de cuerpo y de alma, se abandona a la tiranía
de los sentidos y se rebaja a un nivel infrahumano: parecería como si el «espíritu» se fuera reduciendo, empequeñeciendo,
hasta quedar en un puntito… Y el cuerpo se agranda, se agiganta, hasta dominar.
Sigamos el consejo de todos
los santos que cuando hay que combatir por la pureza nos animan a acudir a
nuestra Madre, que Inmaculada. Para poder ver a Dios, vayamos a María, ella nos
enseñará a cuidar mejor la santa pureza. Esta meditación nos puede ayudar a conseguirlo.
Escrito por: Padre Juan Carlos Vásconez
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