Por dos motivos; porque nos ha hecho libres, y porque la cruz es el instrumento de la Redención.
Nos ha hecho libres. Pudo no darnos libertad, en
cuyo caso nadie pecaría, nadie se condenaría. Pero tampoco podríamos decir que
nos salvaríamos: convertidos en muñecos incapaces de merecer, la salvación para
esos seres-robots no tendría ningún significado. El robot no ama, no espera, no
cree. ¿Qué supone la salvación para quien no ama
libremente a Dios? ¿Qué felicidad cabe esperar de una situación de amor
impuesto a la fuerza? Una felicidad pasiva, estúpida, mecánica. ¿Para rodearse de este tipo de seres creó Dios al hombre?
¿Pueden estos robots ser imagen y semejanza de Dios?
Y si nos ha hecho libres, nos tiene que dejar que, si queremos, usemos
mal de nuestra libertad. Y de ese mal uso nace el mal material, pues somos los
hombres los que creamos un mal que Dios ha de respetar como producto de las
decisiones libres de seres libres.
Pero es que, además, la cruz es redentora.
Dios permite el mal –permite la libertad que lo genera–, pero lo vuelve en
nuestro beneficio. Nos invita a que carguemos con el mal que nosotros mismos causamos,
con la cruz que la vida pone sobre nuestros hombros, para que así no sólo
recibamos los méritos redentores de la cruz de Cristo, sino que comuniquemos
–se llama comunión de los santos– a los demás ese torrente de salvación. Él
mismo, hecho hombre, recorrió su Calvario –fruto del mal uso de la libertad de
sus verdugos–, en lugar de evitar ese mal. «Si eres
Dios, legiones de ángeles vendrán a salvarte». Hubiesen venido si las
hubieses llamado, pero no lo hizo; respetó la libertad de quienes le condenaban,
y transformó Su dolor en salvación para todos.
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