¿Qué decía Jesús a los enfermos? ¿Cómo les daba esperanza? ¿Por qué curaba a algunos?
Por: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: Libro
Jesucristo.
Si uno lee con detención los Santos Evangelios
descubre todo un mundo, un océano de dolor que parece rodear a Jesús. Parece un
imán que atrae a cuanto enfermo encuentra en su paso por la vida. Él mismo se
dijo Médico que vino a sanar a los que estaban enfermos. No puede decir "no" cuando clama el dolor. El amor de
Jesús a los hombres es, en su última esencia, amor a los que sufren, a los
oprimidos. El prójimo para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento
(cf. Lc 10, 29 ss). La buena nueva que vino a predicar alcanzaba sobre todo a
los enfermos.
El dolor y el sufrimiento no son una maldición, sino que tienen su sentido
hondo. El sufrimiento humano suscita compasión, respeto; pero también
atemoriza. El sufrimiento físico se da cuando duele el cuerpo, mientras que el
sufrimiento moral es dolor del alma. Para poder vislumbrar un poco el sentido
del dolor tenemos que asomarnos a la Sagrada Escritura que es un gran libro
sobre el sufrimiento. El sufrimiento es un misterio que el hombre no puede
comprender a fondo con su inteligencia. Sólo a la luz de Cristo se ilumina este
misterio. Desde que Cristo asumió el dolor en todas sus facetas, el sufrimiento
tiene valor salvífico y redentor, si se ofrece con amor. Además, todo
sufrimiento madura humanamente, expía nuestros pecados y nos une al sacrificio
redentor de Cristo.
LA ENFERMEDAD EN TIEMPOS DE
JESÚS.
El estado sanitario del pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable.
Todas las enfermedades orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de
tres fuentes principales: la pésima alimentación,
el clima y la falta de higiene.
La alimentación era verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida
de los contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanto frecuencia enfermos y
muertos jóvenes en la narración evangélica. Pero era el clima el causante de la
mayor parte de las dolencias. En el clima de Palestina se dan con frecuencia
bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas
relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los "días Hamsin" (días del viento sur del
desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun en esos mismos días,
la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura que, en casas húmedas y
mal construidas como las de la época, tenían que producir fáciles
enfriamientos, y por lo mismo, continuas fiebres. Y con el clima, la falta de
higiene.
De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se
presentaba en sus dos formas: hinchazones en las
articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. La lepra era una
terrible enfermedad, que no sólo afectaba al plano físico y corporal, sino
sobre todo al plano psicológico y afectivo. El leproso se siente discriminado,
apartado de la sociedad. Ya no cuenta. Vive aislado. Al leproso se le motejaba
de impuro. Se creía que Dios estaba detrás con su látigo de justicia, vengando
sus pecados o los de sus progenitores. Basta leer el capítulo trece del
Levítico para que nos demos cuenta de todo lo que se reglamentaba para el
leproso. ¡La lepra iba comiendo sus carnes y la
soledad del corazón! Todos se mantenían lejos de los leprosos. E incluso
les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia.
¿Cuál era la postura de los judíos frente a la
enfermedad? Al igual que los demás pueblos del antiguo Oriente, los
judíos creían que la enfermedad se debía a la intervención de agentes
sobrenaturales. La enfermedad era un pecado que tomaba carne. Es decir,
pensaban que era consecuencia de algún pecado cometido contra Dios. El Dios
ofendido se vengaba en la carne del ofensor. Por eso, el curar las enfermedades
era tarea casi exclusivamente de sacerdotes y magos, a los que se recurría para
que, a base de ritos, exorcismos y fórmulas mágicas, oraciones, amuletos y
misteriosas recetas, obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo de
ese enfermo. Para los judíos era Yavé el curador por excelencia (cf. Ex 15,
26).
Más tarde, vino la fe en la medicina (cf. Eclesiástico 38, 1-8). No obstante,
la medicina estaba poco difundida y no pasaba de elemental. Por eso, la salud
se ponía más en las manos de Dios que en las manos de los médicos.
JESÚS ANTE EL DOLOR, LA
ENFERMEDAD Y EL ENFERMO
Y, ¿qué pensaba Jesús de la enfermedad?
Jesús dice muy poco sobre la enfermedad. La cura. Tiene compasión de la persona
enferma. La curación del cuerpo estaba unida a la salvación del alma. Jesús
participa de la mentalidad de la primera comunidad cristiana que vivió la
enfermedad como consecuencia del pecado (cf. Jn 9, 3; Lc 7, 21). Por tanto,
Jesús vive esa identificación según la cual su tarea de médico de los cuerpos
es parte y símbolo de la función de redentor de almas. La curación física es
siempre símbolo de una nueva vida interior.
Jesús ve el dolor con realismo. Sabe que no puede acabar con todo el dolor del
mundo. Él no tiene la finalidad de suprimirlo de la faz de la tierra. Sabe que
es una herida dolorosa que debe atenderse, desde muchos ángulos: espiritual,
médico, afectivo, etc.
¿Y ante el enfermo?
Primero: siente
compasión (cf. Mt 7, 26). Jesús admite al necesitado. No lo discrimina.
No se centra en los cálculos de las ventajas que puede obtener o de la urgencia
de atender a éste o a aquel. Alguien llega y Él lo atiende. Su móvil es aplacar
la necesidad. Tiene corazón siempre abierto para cualquier enfermo.
Segundo: ve más hondo. Tras el dolor ve el
pecado, el mal, la ausencia de Dios. La enfermedad y el dolor son consecuencias
del pecado. Por eso, Jesús, al curar a los enfermos, quiere curar sobre todo la
herida profunda del pecado. Sus curaciones traen al enfermo la cercanía de
Dios. No son sólo una enseñanza pedagógica; son, más bien, la llegada de la
cercanía del Reino de Dios al corazón del enfermo (cf. Lc 4, 18).
Tercero: le cura, si esa es la voluntad de su Padre y
si se acerca con humildad y confianza. Y al curarlo, desea el bien
integral, físico y espiritual (cf. Lc 7, 14). Por eso no omite su atención,
aunque sea sábado y haya una ley que lo malinterprete (cf. Mc 1, 21; Lc 13,
14).
Cuarto: Jesús no se queda al margen del dolor. Él
también quiso tomar sobre sí el dolor. Tomó sobre sí nuestros dolores.(107) A los
que sufren, Él les da su ejemplo sufriendo con ellos y con un estilo lleno de
valores (cf. Mt 11, 28).
Quinto: con los ancianos tiene comprensión de sus
dificultades, les alaba su sacrificio y su desprendimiento, su piedad y su amor
a Dios, su fe y su esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas (cf.
Mc 12, 41-45; Lc 2, 22-38).
Juan Pablo II en su exhortación "Salvifici
doloris" (108) del 11 de febrero de 1984 dice que Jesucristo
proyecta una luz nueva sobre este misterio del dolor y del sufrimiento, pues Él
mismo lo asumió. Probó la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión. Fue
rodeado de un círculo de hostilidad, que le llevó a la pasión y a la muerte en
cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció el dolor y la
enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien, sacándolo
incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo
de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo. La cruz de
Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva. En
ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el interrogante sobre
el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal
interrogante.
Al final de la exhortación, el Papa dice: "Y
os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros,
que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para
la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que
nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la
cruz de Cristo" (número 31).
NOSOTROS ANTE EL DOLOR Y LA
ENFERMEDAD
¿Cuál debería ser nuestra actitud ante el dolor, la
enfermedad y ante los enfermos?
Primero, ante el dolor y la enfermedad propios: aceptarlos como venidos de la mano de Dios que quiere
probar nuestra fe, nuestra capacidad de paciencia y nuestra confianza en Él.
Ofrecerlos con resignación, sin protestar, como medios para crecer en la santidad
y en humildad, en la purificación de nuestra vida y como oportunidad
maravillosa de colaborar con Cristo en la obra de la redención de los hombres.
Y ante el sufrimiento y el dolor ajenos: acercarnos con respeto y reverencia ante quien sufre,
pues estamos delante de un misterio; tratar de consolarlo con palabras suaves y
tiernas, rezar juntos, pidiendo a Dios la gracia de la aceptación amorosa de su
santísima voluntad.
Además de consolar al que sufre, hay que hacer cuanto
esté en nuestras manos para aliviarlo y solucionarlo, y así demostrar nuestra
caridad generosa (109) El buen samaritano nos da el ejemplo práctico: no sólo
ve la miseria, ni sólo siente compasión, sino que se acerca, se baja de su
cabalgadura, saca lo mejor que tiene, lo cura, lo monta sobre su jumento, lo
lleva al mesón, paga por él. La caridad no es sólo ojos que ven y corazón que
siente; es sobre todo, manos que socorren y ayudan.
Juan Pablo II en su exhortación "Salvifici
doloris", sobre el dolor salvífico, dice que el sufrimiento tiene
carácter de prueba.(110) Es más, sigue diciendo el Papa: "El sufrimiento debe servir para la conversión, es
decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la
misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como
finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y
consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y,
sobre todo, con Dios" (número
12).
CONCLUSIÓN
Así Jesús pasaba por las calles de Palestina curando hombres, curando almas,
sanando enfermedades y predicando al sanarlas. Y las gentes le seguían, en
parte porque creían en Él, y, en parte mayor, porque esperaban recoger también
ellos alguna migaja de la mesa. Y las gentes le querían, le temían y le odiaban
a la vez. Le querían porque le sabían bueno, le temían porque les desbordaba y
le odiaban porque no regalaba milagros como un ricachón monedas. Pedía, a
cambio, nada menos que un cambio de vida. Algo tiene el sufrimiento de sublime
y divino, pues el mismo Dios pasó por el túnel del sufrimiento y del dolor...
ni siquiera Jesús privó a María del sufrimiento. La
llamamos Virgen Dolorosa. Contemplemos a María y así penetraremos más
íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico.
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