Nuestra resurrección no será como la de Lázaro: un tiempo extra en la Tierra, sino como la de Jesús, a una nueva vida.
Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net
Si me incineran y la mitad
de mis cenizas se quedan en el horno crematorio ¿cómo resucitaré?
Cuando pensamos en nuestra resurrección, puede ser que nos venga a la mente la
imagen evangélica de los habitantes de Betania, junto con Marta y María que han
ido a la tumba de Lázaro. El Maestro, Jesús, ha querido acompañarlas en su
dolor y visitar el lugar donde pusieron a su amigo. De pronto y ante el estupor
de Marta, pide que quiten la piedra que servía de entrada a la última morada de
Lázaro y con voz potente le ordena: “¡Lázaro,
sal fuera!” (Jn. 11, 43). Y así, “resucita” a Lázaro, ante los ojos estupefactos de
la multitud.
Puede ser que nos hayamos quedado con esta idea de la resurrección: los muertos
saldrán de sus tumbas y volverán a esta tierra, como lo hizo Lázaro.
Pero esta no es la clase de resurrección que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y la vida del
mundo futuro”.
Mientras que la resurrección de Lázaro fue una extensión de su vida temporal,
algo así como vivir un “tiempo extra” en
esta vida, la resurrección al final de los tiempos será para otra vida distinta
a ésta, para la vida eterna.
Cuando hablamos de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en Cristo
después de su muerte que se aparece a sus amigos en forma de peregrino en el
camino de Emaús (Lc. 24, 13-35), a María Magdalena (Mc. 16, 1-8), cuando come
con ellos un pedazo de pez asado (Lc. 24, 41-42).
El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida terrenal como el de Lázaro,
pues ya no está sujeto a las leyes de la naturaleza: puede
presentarse en un lugar u otro sin necesidad de caminar, puede traspasar las
paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus amigos. Hablamos
entonces de un cuerpo glorioso, de un cuerpo resucitado a otra vida, a la vida
eterna.
No es nada fácil pensar en la resurrección de nuestro cuerpo. Éste ha sido uno de
los puntos más controvertidos del cristianismo. Desde tiempos de San Pablo era
difícil creer en la resurrección. Incluso los griegos, uno de los pueblos más
cultos de la historia, se reían ante la predicación de San Pablo: “Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron
y otros dijeron: ´Sobre esto ya te oiremos otra vez´”. (Hch.17, 32-34). Para los sabios griegos la
resurrección era inconcebible.
Los católicos creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo resucitó
y Él mismo lo afirmó cuando dijo: “Y acerca de
que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la
zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios
de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos”. (Mc.12, 26-27). Y por si esto fuera poco, Jesús
nos dice que todos, buenos y malos, vamos a resucitar: “... y saldrán los que hayan hecho el bien para una
resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de
juicio”. (Jn. 5,29)
La resurrección, según nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el
número 997 sucede de la siguiente manera: “En la
muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la
corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de
reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia, dará
definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible, uniéndolo a nuestras
alma, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.
Al final de los tiempos, es decir, el día del juicio universal, vendrá Cristo y
unirá nuestra alma a un cuerpo glorioso.
¿Cómo será este cuerpo? No lo sabemos con
certeza, sólo lo podemos imaginar contemplando el cuerpo de Cristo resucitado:
un cuerpo con ciertas similitudes al cuerpo terrenal, pero no sujeto a sus
leyes, un cuerpo perteneciente a otra dimensión, a la dimensión de la vida
eterna.
Entonces, contestando a la pregunta inicial, si las cenizas de mi cuerpo se
pierden en el horno crematorio, si mis huesos se pudren en mi tumba y se
convierten en polvo, o si caigo al mar y mi cuerpo es devorado por los
tiburones, no tengo de qué preocuparme.
En el momento de la muerte se me juzgará y si soy digno de la vida eterna mi
alma irá a la gloria. Después, en el día del juicio universal cuando todos los
muertos resuciten, el poder de Cristo unirá mi alma incorruptible, que ya ha
estado gozando del Cielo, a un cuerpo transfigurado en cuerpo de gloria (Flp.
3, 21), un cuerpo espiritual (1Co. 15, 44).
Será, por el valor salvífico de la Resurrección de Cristo, que volverán a juntarse
los restos de ese cuerpo destrozado por los tiburones, o dispersado por el
polvo de los años o perdido en el horno crematorio. Será como una nueva
creación. No en vano los primeros cristianos la llamaban “paleo génesis” que significa precisamente eso: nueva creación.
Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los
muertos. Esta afirmación de San
Pablo nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida, en el tiempo y en
la eternidad.
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