¿Acaso la Pasión de Cristo está incompleta? ¿No fue suficiente tanto dolor, no bastó con tanta Sangre, no colmó toda medida tan obediencia?
Por: José-Fernando Rey Ballesteros | Fuente:
PastoralyTeologia.blogspot.com
"Completo en mi carne
lo que falta a los sufrimientos de Cristo" (Col
1, 24).
Alguien debería dar un respingo al escuchar
estas palabras del Apóstol. ¿Acaso la Pasión de
Cristo está incompleta? ¿No fue suficiente tanto dolor, no bastó con tanta
Sangre, no colmó toda medida tan obediencia?
Es, quizá, una de las facetas más sobrecogedoras
del drama de la Pasión: toda esa Sangre no es suficiente. Nadie puede decir: “Cristo murió por mí; por tanto, ya estoy salvado. No
debo preocuparme, ni es preciso que yo aporte nada más, porque su Pasión me ha
logrado el perdón de todas mis culpas y la entrada en el Paraíso”. Si
así fuera, habría que afirmar, acto seguido, que todo hombre está salvado, y
que nadie se condenará, puesto que Cristo murió por todos.
Y, sin embargo, no es así. La Sangre de Cristo podría
haberse derramado en vano, si cada hombre no aporta lo que falta a esa Pasión y
no completa en su carne, según las palabras del Apóstol, los sufrimientos de su
Redentor.
Para que la Pasión de Cristo me salve, es
preciso que yo me asocie a Ella. Debo tomar la mano llagada que Jesús me tiende
desde lo alto de la Cruz, y prolongar en mi vida, en mis miembros, en mi
corazón y en mi carne la Pasión de mi Redentor. Debo hacerme uno con Él, y
completar en mí la Ofrenda, el Sacrificio de Salvación ofrecido por todos los
hombres. Entonces estaré salvado.
Me uno a la Pasión de Cristo cada vez que
confieso mis culpas en el Sacramento del Perdón y recibo la absolución
sacramental. Santa Catalina de Siena decía que, mientras el sacerdote
pronunciaba las palabras de la absolución, ella sentía que la Sangre de Cristo
se derramaba sobre su alma y la bañaba.
Me uno a la Pasión de Cristo cada vez que tomo
parte en el sacrificio Eucarístico. “Toma parte” no
es, simplemente, asistir, como pudiera asistir a una representación teatral o a
un espectáculo. No basta ocupar el sitio en el banco de la iglesia: debo subirme espiritualmente al altar, ofrecerme en la
misma patena en que el sacerdote ofrece el Cuerpo de Cristo, entregar a Dios
cuanto soy y cuanto tengo en cada Misa, y comulgar como quien se hace
verdaderamente uno con Aquél a quien recibe. Si así lo hago, en cada Eucaristía
me convierto en ofrenda, unido a la única Ofrenda.
Me uno a la Pasión de Cristo cada vez que
mortifico mis miembros terrenos: cuando ayuno, cuando retraso un vaso de agua
durante quince minutos y se lo ofrezco a Dios, cuando salgo de la cama a la
hora en punto, entregando al Señor el sacrificio de las primicias, cuando
adopto, voluntariamente, una postura ligeramente incómoda en la silla en que me
siento... Así, y de mil formas más, con pequeñas mortificaciones voluntarias
completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo.
Y me uno a la Pasión de Cristo cada vez que
sobrellevo con alegría los mil padecimientos de la vida: cuando procuro no quejarme del calor ni del frío, cuando
sonrío ante una persona cargante, cuando trato de que no se noten un dolor de
cabeza o unas molestias de estómago, cuando perdono de corazón a quien me ha
hecho daño...
Entonces puedo decir, como el Apóstol, que
completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo. Y, si todo ello
lo hago en gracia de Dios, la Pasión que Cristo padeció por mí no habrá
sucedido en vano.
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