Nosotros quisiéramos recorrer el camino opuesto, si fuera necesario: desde el olvido hacia el conocimiento, para culminar en el amor.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
Cristo es, para muchos, un ser extraño, un recuerdo, un
nombre, un dato cultural.
Entre los mismos bautizados, algunos viven con ideas confusas sobre la Persona
de Cristo, sobre su vida, sobre su misión. Otros simplemente lo han dejado de
lado, en el baúl de los recuerdos, entre aquellas cosas que llegaron a “estudiar” en su niñez o adolescencia.
La pregunta por Cristo involucra a toda la persona. ¿Quién
es Jesús? ¿Qué hizo? ¿Por qué vino al mundo? ¿Cuál es la verdadera causa de su
Muerte? ¿Resucitó de verdad? ¿Tiene valor su vida para mí?
La respuesta que formulemos nos afecta íntimamente. Giovanni Battista Montini,
en un texto que escribió cuando era un sacerdote de 37 años, explicaba que
conocer a Cristo implica “vivirlo”, es
decir, comprometer toda la vida.
Existe, sin embargo, el gran peligro de dejarlo de lado. El mismo Montini (que
después de muchos años llegaría a convertirse en el Papa Pablo VI) recogía un
texto de otro autor en el que se presentaban las diferentes situaciones de
alejamiento respecto de Cristo: conocerlo sin
amarlo, suponerlo sin conocerlo, dejarlo de lado, y olvidarlo.
Nosotros quisiéramos recorrer el camino opuesto, si fuera necesario: desde el
olvido hacia el conocimiento, para culminar en el amor. Porque conocer a Cristo
es posible desde un movimiento de amor y para el amor. No logramos un pleno
conocimiento de Él si seguimos indiferentes ante su Mensaje, ante su Iglesia,
ante sus exigencias, ante la esperanza maravillosa que nos ofrece.
Entre los asuntos esenciales de la vida hay uno que resulta clave: conocer y
amar a Cristo. Será entonces posible que repitamos y hagamos propias las
palabras de san Pablo: “pues no quise saber entre
vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1Co 2,2). “Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la
vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me
amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).
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