Hoy por el mundo se ha desparramado un pequeño ejército de hombres que llevan impreso en el corazón y en el alma, sin quizá ellos saberlo, el amor y cariño de Miss Lolita. Porque el profesor tiene en su palabra el secreto de la vida.
Por: Octavio Ortiz de Montellano | Fuente: Gama
Hace muchos años, siendo aún muchacho, acudí al sepelio de Miss Lolita,
maestra, profesora y casi madre de más de veinte generaciones en la escuela que
me vio crecer. Apenas si conocía a Mis Lolita, pero mi madre me envió al
cementerio agregando esta recomendación: "Ella
fue la maestra de tus hermanos. Ellos tienen una deuda con ella que no pueden
ahora cumplir. Ve tú en su lugar". El entierro fue sencillo y
solitario. Una veintena de personas entre todos acompañaban el ataúd a su
descanso. ¡Cuantos alumnos por sus aulas, cuán sola
hoy estaba! ¡Cuánto dio y cuan poco recibió! ¡Cosas de la vida y, a veces,
cosas de los hombres! Ella fue una de esas mujeres que sin formar su
propio hogar, fue cariñosa compañía y guía paciente de muchos niños y jóvenes
necesitados de ayuda y dirección.
Hoy por el mundo se ha desparramado un pequeño ejército de hombres que llevan
impreso en el corazón y en el alma, sin quizá ellos saberlo, el amor y cariño
de Miss Lolita. Porque el profesor tiene en su palabra el secreto de la vida:
haciendo nacer la verdad en el pecho del alumno, ha encendido un fuego que
incendia el mundo. El profesor tiene la llave de la existencia, pero él mismo
se queda en la penumbra. Es como esas lámparas de los escenarios que
permaneciendo ellas mismas escondidas, derraman su luz dando a los personajes
forma y color.
El ser profesor es mucho más que una tarea u oficio. Es la vocación que modela
la fisonomía humana y espiritual de los educandos. Un profesor es un guía de
alta montaña: indica, acompasa el paso, orienta la mirada, despierta la
iniciativa, encauza la pasión. No se equivocaba Ward
cuando afirmó:
El profesor
mediocre, dice.
El buen profesor, explica.
El profesor superior, demuestra.
El gran profesor, inspira.
Inspirar es hacer nacer en el pecho del alumno un ideal, es poner en marcha su
voluntad sin avasallar su libertad, es despertar en él la fuerza de la pasión
bajo el dictado de la razón. Recuerdo el caso de la expedición chilena que
conquistó el Everest en 1992. En ella iba un hombre, guía alpinista de varias
generaciones, había intentado en distintas ocasiones la ascensión de la gran
montaña, pero sin éxito, contaba ya cerca de los 60 años. En la expedición iba
también su alumno más aventajado quien era, además, el jefe del grupo. Las cosas
de la vida determinaron que el maestro se quedara en el campamento base como
apoyo, mientras el alumno conquistaba la cumbre. Desde abajo, por medio de la
radio, con la voz entrecortada por la emoción, el maestro alentaba, aconsejaba,
daba fuerza... inspiraba. Él, maestro de alpinismo, después de una vida de
ascensiones permanecía en el campamento base; su alumno, heredero de mil
lecciones, se encaramaba en el techo del mundo.
Ser profesor es, pues, mucho más que enseñar, es despertar el alma, es ser cooperador
de la verdad, es hacer que el otro sea plenamente aquello que Dios ha querido
de él, es darle los medios para que camine por los vericuetos de la vida. Es
necesario que en nuestro México, en el que gracias a Dios hay miles de grandes
profesores, se valore más y mejor esta profesión. El futuro de la sociedad y de
la familia se gesta en las aulas escolares.
Pero no es fácil ser profesor. Supone dar tanta luz que se pierde el contorno
de la propia estrella. El buen profesor nutre sus lecciones con el sacrificio
personal, con largas horas pasadas en el rincón del hogar preparando clases,
corrigiendo apuntes, actualizando estudios. Son muchas las satisfacciones
naturales que se niega a sí mismo en el cumplimiento de su tarea, pero
precisamente esto lo hace más fuerte y desinteresado en su capacidad de acogida
de sus alumnos. Él no sabe llamar la atención sin antes despertar en su propio
corazón un gran respeto y aprecio por el formando, "porque
sólo el que ama tiene derecho a corregir". Sabe ser fuerte en el
fondo de su exigencia, pero suave y amable en la forma. El verdadero profesor,
artista del alma, es un personaje extraordinario de nuestra sociedad. Mucho se
le debe y mucho debería él mismo valorar su propia tarea educadora.
No es poco el dominio y la infinita paciencia que se requiere de él. Un grande
poeta, León Felipe, lo expresó de forma muy bella:
"Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo.
Porque no es lo que importa llegar solo, ni pronto, sino con todos y a
tiempo."
El aula de clase es un gimnasio de caridad y de entrega personal, como bien lo
demostró Cantinflas en aquella obra genial del "Profe".
Hay que saber callar, tragar muchas cosas, ahogar una palabra indiscreta
y, sobre todo, saber esperar el momento oportuno para mover el alma hacia lo
mejor. En cierto modo, hacerla resucitar. El profesor aprende de sus alumnos
cuando los trata como personas y quiere encender en ellos la iniciativa
personal. Se maravilla de sus logros, los aprecia, los ama y se entusiasma con
sus triunfos. Los triunfos del educando son la corona del educador. Y su mayor
ilusión ver que ellos caminan por la recta senda, y que incluso superan al
maestro.
Un gran profesor y literato mexicano, Octavio Paz. Hombre inquieto y pensador
insigne. Escritor, editor, amigo, fundador de instituciones y revistas, guía
intelectual compuso un verso en el lejano 1974:
"Soy un hombre de breve duración, y es inmensa la
noche. Pero miro hacia lo alto: las estrellas escriben. Sin entender,
comprendo: soy también escritura y en este mismo instante alguien me
deletrea".
Sí, el profesor y maestro "entiende y
comprende", él también es escritura de Alguien que le deletrea.
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