Juan se caracterizó por su gran amor a Cristo. Y es lo que yo necesito, amar a Dios, sentirlo cercano, necesario.
Por: P. Juan J. Ferrán | Fuente: Catholic.net
Juan era hijo de Zebedeo, pescador de Betsaida y de Salomé, una de las mujeres
que estuvieron al servicio de Jesús. Era hermano de Santiago, a quienes se les
designaba con el título de "hijos del
trueno". Fue discípulo de Juan el Bautista de donde pasó a ser
seguidor de Cristo, convirtiéndose en uno de sus apóstoles preferidos, el “discípulo amado".
Parece ser que Juan vivió después de todo esto en Antioquía y en Efeso.
Además de escribir el Evangelio, Juan escribió el Apocalipsis y tres cartas.
Finalmente recordamos que fue el acompañante de María.
Entre todos los aspectos que podríamos señalar en S. Juan, vamos a quedarnos en
esta meditación con esa realidad que le caracteriza tanto: su amor a Cristo.
En la vida de todo hombre están en disputa siempre una serie de valores que
compiten entre sí por su primacía. Muchas veces en la esfera de la mente y de
la razón se hace evidente para un cristiano que Dios es lo primero. Pero
posteriormente en la esfera de lo existencial, de lo vital, del día a día, Dios
se oscurece en la conciencia para dar paso a otras realidades que copan
plenamente la energía, la atención, el pensamiento, la preocupación, hasta el
punto de que se convierten así en las verdaderas razones de nuestro existir.
Es ésta una lucha constante y normal en nuestro interior. La realidad de Dios
se ve frecuentemente vapuleada por otras realidades que la desplazan. Se
termina teniendo tiempo para casi todo, pero no para Dios. Hay frases muy
usadas y muy conocidas como "no tengo tiempo
para el espíritu", "me es imposible ir a misa", "no
encuentro tiempo para confesarme", "ya quisiera tener un minuto para
poder leer el Evangelio o algún libro formativo". En el fondo de
todo ello está la derrota del espíritu frente a la fuerza y empuje de lo
material, de lo inmanente, de lo pasajero. A veces queremos reaccionar frente a
esta situación, pero enseguida el tráfago de la vida y las ocupaciones nos
apartan de nuestros propósitos.
Como consecuencia de todo ello, sentimos que el espíritu empieza a perder
entusiasmo por Dios y nos encontramos cada vez más con un vacío que nos
angustia y llena de culpabilidad. Es como si mascáramos el fracaso de una vida
que, a medida que avanza, se siente más vacía. Y es que no podemos apagar la
sed del espíritu, es que no podemos negar al corazón lo que el corazón necesita
de veras, porque tras el olvido de Dios llega a continuación el poner en un
lugar también secundario la familia, la esposa, los hijos, la honradez, la
verdad. El fracaso del espíritu siempre arrastra tras sí a todo el hombre.
Todo ello hace comprender por qué Dios quiere ser Dios en nuestra vida o por
qué el hombre no puede concebir una vida sin Dios. La medida de nuestra dicha,
de nuestro gozo, de nuestra paz no puede ser otro que Dios. "Nos hiciste, Señor, para ti". Son
palabras que han tenido, tienen y seguirán teniendo una fuerza y una verdad
incontestables. Por más que los hombres se empeñen en llenar el vacío de Dios
con otras realidades, nunca lo lograrán. Ahí está por qué Dios es el Señor de
nuestras vidas. Sería un suicidio querer plantear una vida y un futuro lejos de
Él.
Pero no basta que Dios sea Dios en nuestra vida. Desde su realidad de Dios,
Dios debe ser vivido como Padre, Amigo, Compañero, Confidente. Un Dios en quien
se crea, pero que no afecte cordialmente a mi vida, con quien yo no tenga una
relación personal e íntima, que yo no sienta a mi lado, nunca terminaría
convirtiéndose en mi vida en lo primero. Puedo creer en Dios, puedo respetar a
Dios, puedo temer a Dios, pero esto necesariamente no es amor. Y realmente lo
que necesito es amar a Dios, es decir, sentirlo como persona, sentirlo cercano,
sentirlo necesario.
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