El cristiano tiene que ser definitivamente alegre. El optimismo del cristiano está basado en que se le ha abierto un camino real hacia lo Óptimo, y lo Óptimo es Dios.
Por: Rafael Gómez Pérez | Fuente:
http://www.opusdei.es
El amor humano es realidad cierta y, a la vez, figura o analogía del amor
divino. Quizá para entender la alegría cristiana hay que tener en cuenta la
alegría del enamorado, no a pesar de los dolores, sino precisamente en los
dolores, en la continua vigilancia, un cuidado en el que se realiza la persona.
El enamorado, si ama y es amado, si da y es objeto del don, está alegre, goza,
canta. Por eso también en los niños se da la alegría de una manera particular:
porque su vida es recibir siempre, ser objeto de amor, singularmente por parte
de los padres, pero también de casi todos, que miran con benevolencia (volendo
bene, dice aún el italiano) a los niños.
¿FELICIDAD NO SIGNIFICA CONFIAR EN UN
"FINAL FELIZ"?
Como el mundo no puede vivir sin
cristianismo —tan fuertes son las consecuencias históricas de la realidad del
Verbo hecho hombre—, en muchas épocas una parte de ese mundo se ha dedicado a
denigrarlo: literalmente, a pintarlo de tintes oscuros, negros. Los hombres de
talante dionisíaco, según la terminología de Nietzsche, han acusado al
cristianismo de predicar la muerte, la renuncia, la tristeza, el abandono del
mundo. Y, al contrario, cuando por cualquier motivo la historia entra en una
época de desesperanza, el optimismo resulta molesto: ¿por
qué son felices esos cristianos, por qué no dudan siempre, por qué no la
angustia perpetua? ¿No será frivolidad, superficialidad ese confiar en un final
feliz? Tenemos así que, como casi era de esperar, el cristiano ha sido
tachado de triste y de alegre, de sombrío y de descaradamente luminoso, de
derrotista y de triunfalista. ¿Que el canto sagrado
se hace complejo, polifónico, rico? «Se ha perdido la primitiva austeridad.»
¿Que se vuelve sobrio? «Son cantos de muerte y no de vida.»
LAS PARADOJAS DEL CRISTIANISMO
Cuando suceden estos ataques
simultáneos y contrarios, se puede decir que los que acusan no han entendido el
«escándalo» y la «locura» cristianos. Chesterton escribía en Enormes minucias:
«El verdadero resultado de toda experiencia y el verdadero fundamento de toda
religión es éste: que las cuatro o cinco verdades cuyo conocimiento es más
prácticamente esencial para el hombre pertenecen todas ellas a la categoría que
la gente denomina paradoja.» También la alegría del cristiano se expresa en
paradojas. Paradójico es que Cristo aconseje, cuando se ayune, estar alegre,
perfumarse, mostrarse lejos de cualquier tristeza. Naturalmente, un ayunador
alegre puede verse expuesto fácilmente a la acusación de hipocresía. Pero es el
acusador el que no habrá entendido la paradoja.
Conviene dar siempre una
oportunidad al que ataca. Conviene siempre intentar entender el motivo de la
acusación. Puede pensarse, por eso, que el hombre inteligente ama la
complejidad, porque casi nada está escrito de un solo color o trazado con ausencia
de matices. Pregonar con voz estentórea que «todo es sencillo» molesta a los
temperamentos que temen que lo diáfano se convierta en velo de la
superficialidad. Así, ante la afirmación «el cristiano es alegre», se notarán
gestos de insatisfacción: no puede ser tan sencillo.
Y no lo es. El hecho de que el
cristianismo haya sido atacado desde flancos diversos y opuestos demuestra, al
menos, que la realidad cristiana es difícil de abarcar en una sola mirada.
Sencillo no es lo mismo que simple. Dar sencillez no es simplificar: sencillo
es lo que no se oculta, pero eso que no se oculta puede ser una realidad
compleja. Precisamente eso ocurre en el cristianismo. Y en la alegría del
cristiano de forma singular.
EL GAUDIUM
La palabra clásica para alegría
es gozo, el gaudium de los latinos. Gaudium traduce prácticamente siempre, en
la Vulgata, el xáQtg griego, y este término griego sirve también para regalo,
premio, limosna y gracia. Gracia es lo que se obtiene sin esfuerzo por parte
del que lo recibe; por eso, dar gracias o dar las gracias es reconocer esa
gratuidad. El gozo, la alegría, es el resultado de poseer un bien, y
precisamente un bien grande, que sólo gratuitamente puede recibirse. Entre
todos estos bienes, hay uno de calidad superior, el amor. El arquetipo del bien
gratuitamente recibido es el amor. Por eso el enamorado, si ama y es amado, si
da y es objeto del don, está alegre, goza, canta. Por eso también en los niños
se da la alegría de una manera particular: porque
su vida es recibir siempre, ser objeto de amor, singularmente por parte de los
padres, pero también de casi todos, que miran con benevolencia (volendo
bene, dice aún el italiano) a los niños.
DAR LAS GRACIAS
Camino, alimentado en la raíz
cristiana, no podría estar lejos de esta trama rica de la alegría. En el punto
268 puede leerse: «Dale gracias por todo, porque
todo es bueno.» Éste me parece el texto fundamental sobre la alegría. De
este dar gracias por todo se obtiene un gozo grande, como gusta decir el
Evangelio: los ángeles anuncian, en el Nacimiento
de Cristo, un gozo grande (Lc 2, 10); los discípulos, confortados por la
bendición de Cristo, que ha vuelto con el Padre, experimentan un gozo grande
(Lc 24, 50-52).
PEDIR AYUDA
Por todo esto el cristiano tiene
que ser definitivamente alegre. El optimismo del cristiano está basado en que
se le ha abierto un camino real hacia lo Óptimo, y lo Óptimo es Dios. Por eso
no puede ser cristiano un talante desesperado definitivamente. Pensar que todo
está tan mal, que el corazón humano está tan corrompido que «ni Dios puede
salvarlo» es sólo una forma de la soberbia, es decir, de la mítica adoración al
propio yo. Un reflejo de esa soberbia se da también en las relaciones humanas:
el triste crónico es alguien que no se deja ayudar, que le parece que su
«complejidad» es tal que nadie podrá nunca resolverla. Y, al contrario: nada más placentero que el carácter de la persona que se
deja ayudar, no servilmente sino llanamente: «Mira,
esto no lo sé, enséñamelo tú.»
EN FORMA DE CRUZ
Por otro lado, lo que han intuido
más o menos oscuramente pensadores como Kierkegaard o Unamuno, y todos aquellos
que de una forma o de otra han hablado del «sentimiento
trágico de la vida», es que, en esta historia, en este tiempo, la
alegría del hombre no puede nunca ser completa. El gozo es consecuencia de la
obtención de un bien; de un bien, además, gratuito, dado por pura liberalidad.
Pero en la historia no hay, para ser gozado, ningún bien eterno (entre las
creaciones de los hombres o los bienes de la naturaleza); y el único bien
eterno, Dios, no puede ser «visto» ni, por
tanto, gozado completamente en esta vida. Nos estamos acercando a la paradoja,
una vez más. Y en este caso la paradoja fue señalada
muchas veces por Mons. Escrivá de Balaguer con la frase «la alegría tiene sus
raíces en forma de Cruz» (1).
Para llegar a entender mejor esto
hay que unir algunas ideas que ya han aparecido. Por ejemplo, la conexión entre
alegría e infancia. No tiene nada de extraño, ahora, que en Camino la raíz de
la alegría esté en ese saberse hijos de Dios, conectado con los dos capítulos
en los que se trata de la «infancia espiritual». Es posible leer el punto 659 a
la luz del 860. «La alegría que debes tener no es esa
que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que
procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro
Padre-Dios.» «Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que,
delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. —No lo olvides.»
En Camino, la alegría está
conectada con la aceptación de la voluntad de Dios, pero no con una fría
pasividad. Esa voluntad es la de un Padre, y ya se sabe hasta qué punto, en
cierto modo, en la medida de lo bueno para el hijo, el padre más que a mandar se
siente inclinado a complacer. En la medida de lo bueno para el hijo: ésta es la
clave. El hombre se siente continuamente inclinado a fabricarse un mundo sólo a
su gusto, el ámbito gris del egoísmo. Por eso no consigue darse cuenta del
verdadero estatuto de la alegría en esta tierra, ese que en Camino queda
reflejado con trazos claros: «La alegría de los pobrecitos hombres, aunque
tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura. —¿Qué creías? —Aquí abajo, el dolor es la sal de
nuestra vida» (n. 203). Y, desde otro punto de vista, la penitencia es
«alegría, aunque trabajosa» (n. 548). Por eso hay que recibir la tribulación
con entereza: «Si recibes la tribulación con ánimo
encogido pierdes la alegría y la paz (...)» (n. 696).
Poco a poco va apareciendo la
íntima e inseparable relación entre la alegría y la Cruz, sobre todo teniendo
en cuenta que en otras obras de Mons. Escrivá de Balaguer se señala, con
profundidad teológica, la conveniencia de dejar el término Cruz para la única
Cruz, la de Cristo. Este tema se anuncia en muchos textos de Camino: «Si salen
las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. —¿Salen mal? —Alegrémonos, bendiciendo a Dios que
nos hace participar de su dulce Cruz» (n. 658). Para alcanzar quizá su punto
más alto en el capítulo La voluntad de Dios: «La
aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz:
la felicidad en la Cruz. —Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que
su carga no es pesada» (n. 758). ¿Por qué? Porque el primero que acepta
hasta el fondo la Voluntad del Padre es Cristo, y esa aceptación le lleva a la
muerte y muerte de Cruz. Él, el Hijo, el Verbo. Por tanto, el cristiano, hijo
de Dios en el Hijo de Dios, necesita pasar por la Cruz para darse cuenta de las
raíces de la alegría; entonces se advierte que el yugo no es yugo, que la carga
no es carga, sin dejar de ser carga y yugo. Y necesariamente hemos de recordar
de nuevo la fuerza de la paradoja.
Como no es posible mantener
simultáneamente todos los hilos de la visión cristiana de la vida, al
referirnos antes a la conexión filiación divina-Cruz no se hacía referencia a
otra realidad inseparable: el amor. Sólo el amor
hace posible la aceptación de la Cruz. Como escribe Santa Teresa en las
Fundaciones: «Esta fuerza tiene el amor, si es
perfecto: que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos.» Es
la antigua experiencia humana, que no tiene por qué cambiar en el amor divino.
Monseñor Escrivá de Balaguer gustaba de aquella canción de Juan del Enzina, que
suena: «más vale trocar/ placer por dolores/ que estar sin amores». El amor no
está nunca tranquilo, porque el corazón vigila siempre, según se lee en el
Cantar de los Cantares, al que Fray Luis de León hacía esta bella glosa: «Es el
cuidado de amor tan grande y está tan en vela en lo que desea, que de mil pasos
lo siente, entre sueños lo oye y tras los muros lo ve.»
El amor humano es realidad cierta
y, a la vez, figura o analogía del amor divino. Quizá para entender la alegría
cristiana hay que tener en cuenta la alegría del enamorado, no a pesar de los
dolores, sino precisamente en los dolores, en la inquietud, en la continua
vigilancia. Se trata, por tanto, de una alegría lejana a la superficialidad, de
un contento que nada tiene que ver con la frivolidad; es un gozo sentido, un
cuidado en el que se realiza la persona.
Ahora se ve mejor, quizá, por qué
una presentación triste del cristianismo es falsear la realidad sobrenatural de
la fe. «La verdadera virtud no es triste y
antipática, sino amablemente alegre» (n. 657), es decir, con la alegría
que viene de amar, porque sólo es amable el que ama. En otro lugar del libro se
habla de los ojos «del mirar amabilísimo» de Cristo. Por eso se entiende lo
siguiente: «Caras largas..., modales bruscos..., facha ridícula..., aire
antipático: ¿Así esperas animar a los demás a
seguir a Cristo?» (n. 661). 0 en otro lugar: «No estés triste. —Ten una
visión más... "nuestra" —más cristiana—
de las cosas» (n. 664).
Camino, como todos los grandes
libros de espiritualidad que han glosado la realidad cristiana, no se deja
enmarcar en la fácil dicotomía optimismo-pesimismo, en las simplificaciones del
«mejor de los mundos posibles» (Leibniz) o
«el peor de los mundos posibles» (Schopenhauer). En este mundo se ha dado y se
da, con extraña eficacia, el pecado, la ofensa a Dios que se traduce en una
despiadada utilización de las criaturas. Pero el pecado no es lo último, ni lo
definitivo. Lo último es por la Cruz, la Resurrección; el supremo dolor
redentor que da paso a la alegría, ahora como anuncio, después como perfecta
posesión. El trabajo de la Cruz es una victoria, laboriosa victoria que se
continúa a lo largo de la historia, en el claroscuro de la libertad humana, que
es el mismo claroscuro de la alegría.
(1)
Expresión muy corriente en la
predicación del Fundador del Opus Dei; puede verse recogida en Es Cristo que
pasa, n. 43.
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