Oraciones para cada día del decenario, la puedes hacer tantas veces desees, de manera especial los 10 días previos a Pentecostés
Por: n/a | Fuente: PrimerosCristianos.com
El Decenario es una bonita y antigua costumbre con la que la Iglesia anima a
sus fieles a preparar del mejor modo posible la venida del Espíritu Santo en
Pentecostés.
Comienza
10 días antes de dicha fiesta, es decir, el día Jueves de la Ascensión de Jesús
a los cielos. En ese día Jesucristo prometió a sus discípulos que les enviaría
al Paráclito. Los discípulos permanecieron en Jerusalén en continua oración
junto a María.
Son, por
tanto, estos días una ocasión propicia para recordar aquella primera oración conjunta
y prepararnos para celebrar la venida del Espíritu Santo.
DECENARIO AL ESPÍRITU
SANTO
“La víspera de empezar este Decenario, que es la
víspera de la Ascensión gloriosa de nuestro Divino Redentor, nos debemos
preparar, con resoluciones firmes, para emprender la vida interior, y
emprendida esta vida, no abandonarla jamás.” (Francisca Javiera del Valle).
ORACIÓN INICIAL PARA TODOS LOS DÍAS
¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
Ven Oh Santo Espíritu, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V.
Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor.
Amén.
PRIMER DÍA
Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos del
Señor
Los
Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de
Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego
sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran
manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre
las naciones.
La
victoria que Cristo -con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su
Resurrección- había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló
entonces en toda su divina claridad. Los discípulos, que ya eran testigos de la
gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus
inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a
Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar
del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les
hiciera comprender todas las cosas.
Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.
SEGUNDO DÍA
Vigencia y actualidad de la Pentecostés
La fuerza
y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa
asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea -siempre y en todo- signo
levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el
amor de Dios. Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos
mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y
nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en
la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa
alegría y de esa paz que Dios nos depara. También nosotros, como aquellos
primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido
bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras
vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo.
El Señor,
nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el
bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre
nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia,
vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos.
La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que
puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la
mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la
desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso -el comprobar la
realidad del pecado y de las limitaciones humanas- puede sin embargo constituir
una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda:
¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de
practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de
procurar que sea más firme nuestra fidelidad.
TERCER DÍA
La Iglesia, vivificada por el Espíritu Santo, es el
Cuerpo Místico de Cristo
Permitidme
narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un
amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un
mapamundi: mire, de norte a sur, y de este u oeste. ¿Qué quieres que mire?, le
pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando
meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en
un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son
muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son
muchos también los que viven como si no lo conocieran.
Pero esa
sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento,
porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra
redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando
continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante.
Dios no
quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa
y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que -según las palabras
fuertes de San Pablo- cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que
falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su
cuerpo, que es la Iglesia.
Vale la
pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la
confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos
decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo,
profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y
fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la
Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por
el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la
esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo
hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de
victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento
inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo
cristiano.
Nuestra fe en el Espíritu Santo debe ser absoluta
Non est
abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos
poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los
hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la
tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de
positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de
Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos
inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del
hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el
Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser;
quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria
de los hijos de Dios.
Por eso,
la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el
Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el
Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los
carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los
afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo
realiza en el mundo las obras de Dios: es -como dice el himno litúrgico- dador
de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo,
consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y
valioso, pues es Él quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien
enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los
hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno. Pero esta fe nuestra
en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una creencia vaga en su
presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los signos y realidades
a los que, de una manera especial, ha querido vincular su fuerza. Cuando venga
el Espíritu de verdad -anunció Jesús-, me glorificará porque recibirá de lo
mío, y os lo anunciará. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo,
para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra.
No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.
QUINTO DÍA
El Espíritu Santo está en medio de nosotros
Los
cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha
confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del
Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y
nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas
ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar
mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a
pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me
pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.
Todo eso
es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera
humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de
determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse
en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos
los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente
entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos
con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda
constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.
Podemos
llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar
personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un
acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y
dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su
predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer
plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo. Antes de que Cristo
fuera crucificado -escribe San Juan Crisóstomo- no había ninguna reconciliación.
Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo… La
ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves
enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron: ¿dónde
está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían
milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo
saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el
Espíritu Santo está también ahora entre nosotros…
Si no
existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede
invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Corintios XII, 3).
Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar,
en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo VI, 9). Si no
existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos
eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gálatas IV, 6).
SEXTO DÍA
Dar a conocer el camino de la correspondencia a la
acción del Espíritu Santo
Veo todas
las incidencias de la vida -las de cada existencia individual y, de alguna
manera, las de las grandes encrucijadas de las historia- como otras tantas
llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y
como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras
obras y con nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que
pertenecemos.
Cada
generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para
eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus
iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder
a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del
Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos
días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo
del Evangelio.
No es
verdad que toda la gente de hoy -así, en general y en bloque- esté cerrada, o
permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el
ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de
las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan
ideologías -y personas que las sustentan- que están cerradas, hay en nuestra
época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y
desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y
otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se
refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer
inmersas en el error.
A todos
esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de
exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio
solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la
Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida,
porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo,
por el cual podamos ser salvos.
SÉPTIMO DÍA
El don de la sabiduría nos permite conocer a Dios y
gozarnos en su presencia
Entre los
dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad
todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y
gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las
situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe,
al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del
mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos
sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas muchedumbres se
compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin
pastor.
No es que
el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie
las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el
contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y
lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las
profundidades del espíritu humano. La fe cristiana no achica el ánimo, ni
cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su
verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad
cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a
conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la
Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
Esa es la
gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana
naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden
sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios.
Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de
Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y
hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo. Hemos de vivir de fe,
de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada
cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la
Iglesia oriental: de la misma manera que los cuerpos transparentes, nítidos, al
recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las
almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también
ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia.
Del
Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia
de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de
los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la
alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y,
lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios. La conciencia de la
magnitud de la dignidad humana -de modo eminente, inefable, al ser constituidos
por la gracia en hijos de Dios- junto con la humildad, forma en el cristiano
una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la
vida, sino el favor divino.
OCTAVO DÍA
Vivir según el Espíritu Santo
Vivir
según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que
Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para
hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no
se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de
Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva
comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban
todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción
del pan y en la oración.
Fue así
como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación
de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la
Eucaristía, el diálogo personal -la oración sin anonimato- cara a cara con
Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso
falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa,
devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque
faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra
divina de la salvación.
Es
doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente
llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a
poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido
el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de
situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos,
una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad. Podemos, por tanto,
tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis
que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?, y recibirla
como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia
el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido.
NOVENO DÍA
Docilidad, oración y unión con la Cruz
Para
concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos
impulse a tratar al Espíritu Santo -y, con Él, al Padre y al Hijo- y a tener
familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades
fundamentales: docilidad -repito, vida de oración, unión con la Cruz.
Docilidad,
en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va
dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien
nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad,
quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza
para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la
imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así
acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de
Dios, esos son hijos de Dios.
Vida de
oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del
cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la
conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con
Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo.
¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que
está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu
de Dios. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también
nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a
quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro.
Acostumbremos
a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en
Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando
nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas
las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del
Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia -y cada
cristiano- que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con
nosotros para siempre.
Unión con
la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la
Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la
vida de cada cristiano: somos -nos dice San Pablo- coherederos con Jesucristo,
con tal que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados. El
Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar
exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos. Sólo
cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de
su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente
desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive
verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el
gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces
también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado,
que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo.
Los
frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,
longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad: y donde está el
Espíritu del Señor, allí hay libertad.
DÉCIMO DÍA
La vida del cristiano consiste en empezar una y otra
vez
En medio
de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el
pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con
claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce
plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se
hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.
Es en esa
hora, además yal mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y
maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar
con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón
humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo,
desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana
flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de
Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando,
en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu
Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación
a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las
encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos
casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen
graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la
paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.
Tal es,
en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas,
la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu
Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición,
que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés,
que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu
Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los
corazones que tú has creado. En tu escuela has que sepamos del Padre, haznos
conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que
procedes de uno del otro.
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