Hace
años mi director espiritual me aconsejó probar una temporada en el Seminario
para discernir si el Señor me llamaba a la vida religiosa. Tras la prueba, los
Superiores me aseguraron que no era esa la voluntad de Dios y lo acepté con paz
y conformidad. Además fue una experiencia maravillosa que marcó mi vida y
quiero compartir con ustedes.
Un día inesperado el
beneplácito divino, murmullo de suave brisa, susurró un mensaje diáfano.
Reverberó en la roca del Sinaí una voz penetrante y amorosa, proveniente de la
eternidad. En la esfera terrenal lo revelaba el sereno timbre de voz del
Superior, que con suma clemencia y solemne sosiego clausuró mi ciclo de prueba
como religioso. Ratificó con convicción los patentes renglones de la voluntad
de Dios sobre mí. Afirmó, para confortarme en el desconsuelo, que mi noble
actitud en la tentativa no era acreedora de la más leve amonestación.
Fue un período muy bendecido,
pero de sabor agridulce, a la sazón regocijado en el lumínico palacio interior,
pero también confinado en las tétricas ergástulas de la noche oscura. Para
condensar el jugo de estas vivencias, a modo de gota en el océano, voy a
relatar, como transcurría una jornada en el Seminario en los días dichosos del
primer amor.
Tras la conversión varios
sacerdotes timonearon la hermosa galera de mi vida espiritual, con el rostro de
Cristo por bandera. Llegó la tormenta y fui herido por el rayo de la gracia.
Dejé que el Señor quemase el fastuoso navío de mi seguridad y me llamó a la
orilla pronunciando mi nombre. Las cenizas de mi yo fueron arrojadas al mar,
como ofrenda expiatoria del que moría al mundo. Arranqué de cuajo, sin
anestesia, las raíces de mi querida Zaragoza, familia y amigos. Todo mi mundo
fue sepultado en la fosa del pasado. Partí en dirección a Trujillo,
Extremadura.
Me sobrecogió la incomparable
perspectiva nocturna de la pulcrísima Turgalium romana. Villa de abolengo,
pintoresca, pingorotuda y altiva sobre la planicie. Allí sobreviven a la
historia y a la tristeza iglesias sobrias, parcos baluartes y palacetes sin
alardes, aglutinados en un portentoso conjunto monumental, coronado por la
cámara de la Reina, la Plaza Mayor, renacentista, grandiosa, amparada por
preciosos pórticos. En su centro emerge la estatua ecuestre de Francisco
Pizarro. Nos predica conquistas y heroísmos audaces, como el que iba a
emprender.
Despidiendo con respeto y
cortesía esta cita con la histórica me adentré en la escuálida estrada, último
reducto que unía la civilización con el Seminario, desierto de soledades
místicas. La modesta carretera secundaria entre Trujillo y Monroy serpentea
venenosa entre los latifundios solitarios, con rasantes toboganes traicioneros,
por los despoblados parajes extremeños, un océano monótono de perpetuas encinas,
el finis terrae de la melancolía.
Tras consumir media hora de
inquietante trayecto un raquítico letrero gobernó el desvío. Y allí irrumpe un
precario vallado que da el parabién a una de las mayores fincas de Extremadura.
No se podía abarcar con una panorámica de ojo mortal. Incluso un río
considerable atravesaba la hacienda. Y dentro de este imponente cortijo de los
mimbrales, a modo de palomar teresiano, se hallaba el Seminario, sementera de
núbiles menestrales para la abundante mies del Reino.
Recuerdo como hoy la primera
impresión cuando rebasé la arcaica recepción. La oscuridad y el silencio
amordazaban la noche con sus fauces abiertas. Y en medio del ejido insociable,
en el centro de la austera alquería, destellaba el voltaje de la capilla. Solemnemente
expuesto el Santísimo Sacramento latía en la noche. Varios seminaristas jóvenes
ayunos, enjutos de penitencia, con sotanas de azabache, permanecían hieráticos
y extáticos, majestuosos, como querubines ante tan abrasadora presencia.
Entré en la capilla
sigilosamente sin provocar el menor ruido y me arrodillé con decoro ante el Rey
de esta humilde morada y del Universo. Una breve visita de rigor y encaminé mis
pasos en dirección al aposento, pues avanzaban las tinieblas de la noche. El
Padre Superior, cual dócil lacayo, portaba gentilmente mi maleta. Antes de
despedirse paralizó con firmeza su mirada y disparó a quemarropa una pregunta
tan sencilla como profunda: ¿Viene usted a ser
santo?
Asentí y sonreí ante la
escrutadora penumbra del candil. Fascinado y encandilado acuné la noche bajo
estos elevados pensamientos durmiendo a ras de suelo húmedo. La celda, otrora
cuadra de caballerizas, se pavoneaba de austeridad. Cuatro paredes harapientas,
mal vestidas de pobre cal descorchada, un desgastado y avejentado colchón, un
armario raído y menesteroso, una infortunada mesita, pobre de solemnidad, sobre
un cemento andrajoso, paupérrimo. Y presidiendo todo mi mundo un crucifijo de
madera tan modesto como interpelante.
LOS CAPITANES DE VIRIATO
Me costó un imperio levantarme
a las seis, hora intempestiva, extemporánea, antinatural, que combatía
arduamente en las trincheras de una vida burguesa. Quise hacerlo para seguir el
ritmo de los gladiadores de la oración, los seminaristas. Estos aguerridos Capitanes de Viriato, serían meses más tarde
hermanos en religión.
Amanecía en Extremadura, un
círculo flamígero gigantesco desperezaba la campiña extremeña y otorgaba
tímidas rúbricas de calor al relente nocturno. Algunas avecillas insomnes
sobrevolaban tiritando entre los sotos belloteros. Un estridente concierto de
grillos desvelados en la lejanía y poco más. Busqué la capilla con santa
codicia. Me sentía radiante.
Tres horas de oración ante el
Santísimo. Rezo de Laudes comunitarios seguidos de meditación y lectura espiritual.
Tenía en mi pupitre enfilados grandes clásicos de la espiritualidad jesuita y
un libro de Santa Bernardita. Un universo espiritual apasionante, aislando por
completo todo vestigio mundano. Santos manuales de ascética que tabicaban dos
mundos, separando dos realidades, tapiando un muro infranqueable.
Después la reposición de
fuerzas, el desayuno sencillo y compacto, orquestado por una deliciosa lectura
espiritual. Desfilaron la gravedad inconfundible del Kempis, documentos
eclesiásticos y la apasionante historia de dos mil años de Iglesia, narrada
magistralmente por los jesuitas. Seguían quince minutos raquíticos de limpieza
dentífrica y enfundarse a la carrera el mono de trabajo para los menesteres de
limpieza. Zafarrancho de combate. Unos al fogón cálido, otros a los escusados
repelentes y al resto de dependencias conventuales. En el Seminario aprendes a
amar la pobreza y los trabajos serviles.
Después resucitamos el latín y
el griego, la oratoria, la preceptiva literaria clásica… Había un gran interés
de los noveles seminaristas por las lenguas muertas, más vivas que nunca. Y
mucho más por la filosofía clásica, siendo la teología la asignatura príncipe.
Una mañana intensa de sucesión
trepidante de clases y cocción de estudio en disciplina pretoriana sin tregua a
la molicie. Como premio el momento especial del Rosario comunitario. Era a las
cuatro de la tarde y todavía en pie de guerra sin regalar nada sólido al
cuerpo. Aunque merecía la pena ese esfuerzo corporal que aligeraba de mente y
el corazón y les daba alas. El Santo Rosario se empezaba en la capilla y se
podía continuar en ella o bien salir a rezarlo paseando por la bucólica finca.
Un servidor elegía esta segunda opción para darle al rezo mariano un toque
contemplativo con la creación, un maridaje muy especial.
La finca era rústica, bien
parecida en cualquier época del año. Uno se perdía en el laberinto campestre de
miles de pequeños caminitos, alfombrados de verde en épocas húmedas y laminados
de oro en las secas y se adentraba en los misterios del Rosario y su Misterio.
Sentía en cada paso el aliento de la Madre.
Y por fin una apetitosa
campana anunciaba la comida. Una pitanza sobria, recia, contundente, castrense.
Dieta simple y comida tradicional humeante, sin más adobo que el fruto licuado
del olivo. Todo ello era aderezado por una lectura espiritual apasionante, la
Biblia comentada de Straubinger, perenne Magisterio de la Iglesia, meditaciones
escogidas, hagiografía selecta y en radical contraste noticias de actualidad
sobre el caos de nuestro mundo. Como colofón el venerable martirologio,
salpicado de sangre, simiente egregia de nuevos cristianos.
Después volaba el tiempo de la
convivencia, el único en que podíamos hablar distendidamente con los hermanos.
Íbamos en ternas. Unos al fregadero. Los más afortunados tenían la suerte de
pasear por la finca. Siempre conversaciones alegres, fluidas y edificantes. O
se hable de Dios o no se hable. Racionamientos lógicos, lenguaje escolástico,
hilando fino, todo milimétricamente medido. Momentos de gran felicidad estar
los hermanos unidos bajo la gigante sombra de un gran ideal, con un vínculo
superior al de la sangre y la alcurnia.
Después aseo para prepararse
con respeto para la Santa Misa, epicentro del día. Una Misa pausada con calma,
devota y una espaciosa acción de gracias. La razón de ser del seminarista, la
identificación con ese Cristo glorioso que baja del cielo al altar en un
encuentro amoroso.
Posteriormente una hora de
estudio, evaporada raudamente y a la capilla para coronar el día con las
completas. Tras la oración nocturna y sus sugerentes himnos que se adentraban
en el misterio de la noche se presentaba fatigado el tiempo de descanso.
Algunos hermanos aún se inmolaban un poquito más ayudando en la cocina, leyendo
o adorando en la capilla. Otros se ofrecían incluso para hacer servicios
manuales a los hermanos, como el forrado de libros por ejemplo. Se vivía un
gran desprendimiento fraternal y un olvido radical de lo propio.
Y a las once me acostaba
rendido, exhausto, pero con la felicidad rebosante en la alcuza de la
conciencia, con el regusto del deber cumplido para que la Virgen velase nuestro
casto sueño y reparase las fuerzas del guerrero. Añoro los días cautivadores
del Seminario donde creía volar en las cumbres de la santidad. Ahora con los
pies en el suelo acepto mi pequeñez, pero sigo teniendo por objeto de mi vida
el mismo Amor. Hágase tu voluntad, loado mi Señor.
Javier Navascués Pérez
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