He leído y escuchado
en estos días muchas cosas sumamente interesantes y verdaderas referidas a la
crisis ocasionada por los abusos sexuales por parte de miembros del clero.
Algunos creerán que soy
ingenuo –tal vez el más ingenuo de todos los blogueros de Infocatolica- pero yo
no pierdo la esperanza de que es posible
un futuro mucho mejor que el pasado reciente. Y no sólo es posible: creo que hay indicios concretos de un cambio
para mejor. Veo surgir algunos brotes que indican que el camino de
sanación se va vislumbrando.
No obstante, me hubiera
gustado ver más presentes en los debates dos cuestiones clave que abarcan y abrazan no sólo los casos de
abusos sexuales de menores sino todas las formas de grave infidelidad de los
sacerdotes y obispos a su ministerio. No voy a decir nada que no hayan dicho
desde hace años otros -especialmente desde este sitio de noticias-, pero
quisiera decirlo de modo sencillo y concreto, desde mi experiencia como
sacerdote.
La primera expresión es TEMOR DE DIOS: los abusadores han incorporado graves pecados en su
rutina diaria, conviviendo con situaciones de criminalidad y/o doble vida
durante meses, años o décadas. Han dejado de percibir la gravedad de sus
actos y han perdido el temor de ofender
a Dios y el temor al castigo
que –a lo largo de toda la Escritura- se anuncia a los pecadores que no se
arrepienten de corazón.
Esta pérdida del sentido del
pecado es una consecuencia de la anterior pérdida del sentido de Dios, una apostasía práctica que convivió
–en muchos casos- con manifestaciones a veces incluso ampulosas de fe. Es
evidente que esa fe –manifestada y predicada- estaba muerta, era una
religiosidad vacía, escondida debajo de las apariencias diametralmente
opuestas: algunas veces de un liberalismo sin límites, otras en un rigorismo sobrehumano;
algunas veces en una mímesis con el mundo,
otras, en una aparente oposición radical y feroz.
En ambos casos, puede
aplicarse la severa advertencia de Pablo a los Gálatas: “de Dios nadie se burla. Cada uno cosechará
lo que siembre” (Gal 6, 7) y las más
duras palabras salidas de boca del Señor: “Pero si
alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible
para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo
del mar. ¡Ay del mundo a causa de los escándalos! Es inevitable que existan
pero ¡ay de aquel que los causa!” (Mt 18, 6-7)
La segunda expresión cuya
presencia añoro es SACRILEGIO. Lo que más me “pasma”
de toda esta situación, lo que acaba por hacerme “volar la cabeza” y lo que me hace vislumbrar el abismo de
iniquidad en estas formas de abuso y doble vida es pensar que quienes se
anclaron en esas perversas conductas han
estado celebrando la Eucaristía y comulgando durante tanto tiempo en pecado
mortal. Y con esto no pretendo yo que todos los lectores puedan “sentir” de igual modo la gravedad del pecado de
sacrilegio (contra el primero y segundo mandamiento) en relación con el de
abuso (contra el quinto, el sexto, el octavo). Tratar de jerarquizar la
gravedad de estos pecados de modo matemático es una empresa riesgosa que puede
generar malentendidos, sobre todo ante quienes no tienen el don de la fe.
Es evidente que cualquier
persona moral y psíquicamente sana debe sentir horror ante la sola idea de
violentar la inocencia y la libertad de otro. Abusar de menores tiene una
gravedad ante la sola razón humana sólo comparable al aborto. Pero en algún
caso podría suceder que por carencias en la formación algún sacerdote no
llegara a discernir el daño –a menudo irreparable- que ocasiona a sus víctimas.
Ahora bien: toda la formación sacerdotal que muchos –con sus luces y
sombras- hemos recibido se orientaba a la Eucaristía, y a celebrar con dignidad
y piedad ese misterio. Y es por eso que esa pérdida es completamente
inexcusable. ¿En qué momento un sacerdote puede acostumbrarse a subir al altar
con el corazón y el cuerpo manchado por la violación grave de los mandamientos
de Dios, de sus promesas de celibato y de la dignidad de otros? ¿Cuándo
desapareció en esos corazones la conciencia de la gravedad del sacrilegio de
celebrar la Eucaristía en pecado mortal, sin mediar ni siquiera el
arrepentimiento y la contrición perfecta?
Es necesario recordar aquí en
toda su literalidad las palabras de San Pablo a los Corintios, palabras
diáfanas en su dureza implacable: “El que come y
bebe indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11, 27)
Al señalar estas dos ausencias
en el discurso sobre los abusos, lo
escribo con temor y temblor, sabiendo que estoy hecho del mismo barro de
aquellos que han herido tan gravemente a las víctimas, a Dios y a la Iglesia.
Lo escribo pidiendo al Señor que aumente mi fe, y que me sostenga en su mano
poderosa.
Por lo mismo que señalo, creo que todas las medidas por las cuales se
pretende prevenir el abuso sexual o cualquier otra forma de abuso y de
doble vida en los sacerdotes y obispos no
pueden ser eficaces si, además, no se recuperan:
§ El sentido del
pecado y de la majestad del Dios
ofendido
.
§ El sentido de la
dignidad del otro, de ese “pequeño”, por quien Cristo murió y vale la sangre de
Cristo.
§ El sentido
auténtico de la santidad de la Eucaristía, y de la terrible ruina espiritual
que se sigue de profanar de manera sistemática y habitual de la Presencia de
Dios en el Sacramento.
En ese aspecto, una
predicación sobre la Misericordia que no estuviese suficientemente anclada en
la Tradición y que no contemplara la totalidad del mensaje bíblico, en lugar de
prevenir los abusos, los puede favorecer. Es necesario restaurar en el corazón de los fieles y de los sacerdotes la
conciencia de que nuestros pecados hieren el corazón de Dios y merecen un
castigo acorde a su grandeza. Esa grandeza de Dios que hacía temblar a
Isaías en el templo (Is 6, 3) o que llevó a Pedro a postrarse a los pies de
Jesús y decir: “apártate de mí… porque soy un
pecador” (Lc 5, 9)
Es evidente y nadie va a negar
que lo más perfecto es obrar siempre movidos por el amor. Pero siendo
conscientes de la naturaleza humana, hay que recordar lo que decía San Ignacio
en los Ejercicios, en su predicación sobre el Infierno: “si del amor de Dios me olvidase, que al menos el temor me haga
apartarme del pecado”.
Leandro Bonnin
No hay comentarios:
Publicar un comentario