A las 10:17 AM, por Javier Sánchez Martínez
1. Breve y concisa, la palabra “Amén” ha pasado a la liturgia cristiana en su lengua original
hebrea, como también ocurrió –ya lo vimos- con Aleluya y Hosanna. Traducirla es
empobrecerla, o por cuenta propia decir: “Así es” o
“Así sea”, pierde la sonoridad y fuerza que
posee el original “Amén”.
Amplia es la
valencia de este “Amén” hebreo. Para
nosotros debe ser sumamente apreciado al considerar que nuestro Señor
Jesucristo es llamado “Amén” o el “Amén de Dios” en los escritos del NT. El Señor
dice: “Habla el testigo fidedigno y veraz, el Amén”
(Ap 3,14); Jesucristo es el Amén, el “Testigo fiel”
(Ap 1,5), porque en Él todo fue un Sí a Dios, y “por
él podemos decir ‘Amén’ para gloria de Dios” (2Co 1,20). El “Amén” es
fidelidad, es Verdad, es decir “Sí”. Esto alude a su raíz hebrea, emparentada con la
palabra tanto “verdad” y “certeza” como “fidelidad”:
emet.
Su uso es
muy frecuente en todas las Escrituras. Sirve, por ejemplo, para firmar o sellar
una alianza o un juramento: ‘“¡Así sacuda Dios,
fuera de su casa y de su hacienda, a todo aquel que no mantenga esta palabra:
así sea sacudido y despojado!’ Toda la asamblea respondió: ‘¡Amén!’ y alabó al
Señor. Y el pueblo cumplió esta palabra” (Ne 5,13). En otras muchas ocasiones, adquiere un matiz
de deseo, ¡ojalá!, por ejemplo: “¡Amén!,
así lo haga el Señor” (Jr 28,6). No falta el sentido de adoración y
alabanza y acción de gracias: “Bendito sea el
Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Todo el pueblo respondió:
¡Amén! ¡Aleluya!” (1Cro 16,36), como también así se cierran los libros
del Salterio: “Bendito sea el Señor, Dios de
Israel, el único que hace maravillas; bendito por siempre su nombre glorioso,
que su gloria llena la tierra. ¡Amén, amén!” (Sal 71), o la adoración,
con postración incluida, tras la lectura de la Ley por parte de Esdras: “Esdras bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo,
levantando las manos, respondió: Amén, amén. Después se inclinaron y adoraron
al Señor, rostro en tierra” (Ne 8,6). En el cielo, según escribe el vidente
del Apocalipsis, “Amén” y “Aleluya” unidos expresan la adoración y continua
alabanza a Dios y al Cordero: “se postraron delante
del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: Amén. La alabanza y la
gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza
son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén” (Ap 7,9-12).
Nos mostrará el Apocalipsis a los veinticuatro Ancianos y a los cuatro seres
vivientes que se postran y adoran a Dios, sentado en el trono, diciendo: “Amén. Aleluya” (Ap 19,4).
Y con el sentido de verdad y afirmación,
el “Amén” lo emplea Cristo muchísimas veces
en su predicación: “Amen, amen dico vobis”, “en
verdad, en verdad os digo…”, identificando así su palabra con su persona
–Cristo, el Amén de Dios- y siendo testigo de la verdad. Comenta san Agustín
este “amén”: “Palabra que significa verdad y
certeza, pero que no se traduce ni en griego ni en latín, sino que se deja
velada en su misterio hebreo” (In Ioh. ev., tr. 41,3).
2. La liturgia, desde el principio, asumió el uso del “Amén” como respuesta a las oraciones y plegarias,
con el múltiple valor de significado que tiene. Pensemos que cada oración es
sellada con el “Amén” de los fieles: “por los siglos de los siglos”, “por Jesucristo, nuestro
Señor”, “a la vida eterna”, etc., son las conclusiones que provocan el “Amén” de todos. Así lo hace el rito romano.
El venerable rito
hispano-mozárabe, tan nuestro, pero tan influido por el estilo de las liturgias
orientales, multiplicó la participación de los fieles con la respuesta “Amén” que pronuncian unas treinta veces a lo
largo de la celebración eucarística, unas veces con sentido de adoración y
alabanza, otras de afirmación y confesión de fe.
Por
ejemplo, cada lectura en la liturgia de la Palabra no concluye con una
aclamación al estilo de “Palabra de Dios – Te
alabamos, Señor”, sino respondiendo todos al final de la lectura: “Amén”. Las palabras de la consagración sobre el
pan y sobre el cáliz, ambas, son oídas por los fieles que aclaman a su término:
“Amén”, adorando. O la peculiar forma del
Padrenuestro, que sólo lo recita el sacerdote en voz alta y los fieles
responden “Amén” a cada una de las siete
peticiones del Padrenuestro.
3. Destaquemos, en primer lugar, el “Amén” más antiguo y más solemne, el más
importante, de toda la celebración eucarística: el que sella y ratifica toda la plegaria eucarística. Es un “Amén” rebosante de gozo con el que se concluye la
gran Oración eucarística pronunciada por el sacerdote.
No
faltan datos en la Tradición sobre este importante “Amén”
de los de los fieles. San Justino, narrando al emperador la verdad de
los ritos cristianos en sus Apologías, allá por el siglo II, escribe: “Seguidamente se presenta al que preside entre los
hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclado con agua. Cuando lo ha
recibido, alaba y glorifica al Padre de todas las cosas por el nombre del Hijo
y del Espíritu Santo, y da gracias largamente, porque por Él hemos sido hechos
dignos de estas cosas. Habiendo terminado él las oraciones y la acción de
gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén. Amén significa en
hebreo, así sea” (I Apol. c. 65).
Más
adelante, san Justino vuelve a explicar: “y, como
antes dijimos, cuando hemos terminado de orar, se presenta pan y vino y agua y
el que preside eleva, según el poder que hay en él, oraciones, e igualmente
acciones de gracias, y el pueblo aclama diciendo el Amén. Y se da y se hace
participante a cada uno de las cosas eucaristizadas” (I Apol. c. 67).
Las Constituciones
Apostólicas, en el siglo IV, tienen asumido el uso del “Amén”
y es el gran sello y broche de oro de la plegaria eucarística: “Habiéndonos conservado a todos nosotros inmutables,
íntegros, irreprochables en la piedad, nos juntes a todos en el reino de tu
Cristo, Dios de toda naturaleza sensitiva e intelectual, Rey nuestro; puesto
que para ti es toda la gloria, veneración y acción de gracias, honor y
adoración, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre y por los infinitos y
eternos siglos de los siglos. Y todo el pueblo diga: ‘Amén’” (Cons. Ap.,
VIII, 12, 48). Explicando cómo comienza el rito de comunión, las Constituciones
mencionan de nuevo este “Amén” de la
plegaria eucarística: “Y después de decir todos:
‘Amén’, el diácono diga: ‘Prestemos atención’. Y el obispo hable así al pueblo:
‘Las cosas santas para los santos’” (VIII, 13, 11).
¡Cómo resonaba este “Amén” en
boca de los fieles! ¡Qué fuerza tenía y con qué entusiasmo lo decían al final
de la plegaria eucarística! Sirve el
testimonio de san Jerónimo, recordando las basílicas romanas: “¿Dónde resuena de igual manera el “amén” a semejanza de
un trueno celeste y se abaten los vacíos templos de los ídolos?” (In ep.
Gal, lib. II; BAC 693,113).
Con el “Amén”, dirá san Agustín, los fieles rubrican, firman,
sellan, la plegaria eucarística: “lo suscribís
cuando respondéis Amén”, “decir ‘Amén’ es suscribir” (Serm. 229,3).
A las 9:53 AM, por Javier Sánchez Martínez
4. Sublime y solemne, la
plegaria eucarística concluye con el solemne “Amén”
de todos los fieles, cantado, fuerte, vibrante, sellando la doxología
que el sacerdote ha cantado igualmente, elevando los dones consagrados.
Vamos primero
a las rúbricas. Dice la Introducción General del Misal Romano:
“Al final de la
Plegaria Eucarística, el sacerdote, toma la patena con la Hostia y el cáliz,
los eleva simultáneamente y pronuncia la doxología él solo: Por Cristo, con
Él y en Él. Al fin el pueblo aclama: Amén. En seguida, el sacerdote
coloca la patena y el cáliz sobre el corporal” (IGMR 151).
Destaquemos cómo
aquí, sí, hay una verdadera elevación de la patena con el Pan consagrado y del
cáliz, en el culmen y climax de la gran Oración. Sí, elevación, no mera
mostración. El “Amén” de los fieles es
definido como “aclamación”, por tanto, un
tono fuerte, gozoso, claro, alabando a Dios.
El pan y el vino
consagrados, ya el Cuerpo y Sangre de Cristo, permanecen elevados mientras el pueblo canta el “Amén”,
no se bajan antes.
“Para la
doxología final de la Plegaria Eucarística, de pie al lado del sacerdote, tiene
el cáliz elevado, mientras el sacerdote eleva la patena con la Hostia, hasta
cuando el pueblo haya aclamado: Amén” (IGMR 180).
Es, pues, un momento
solemnísimo dentro del rito romano.
Con todo esto se
demuestra la importancia que la liturgia la concede a este “Amén” final. Así se describe la parte final en el
Misal: “Doxología final: por la cual se expresa la
glorificación de Dios, que es afirmada y concluida con la aclamación Amén
del pueblo” (IGMR 79).
Lo lógico, y habitual incluso, sería que se
cantase la doxología y el “Amén” los
domingos y solemnidades. Señala el Directorio de canto y música en la
celebración: “La recitación o canto sereno y
expresivo de los maravillosos textos de la plegaria eucarística, con la
operatividad y eficacia sacramental que nos dice la fe, crean necesariamente un
clima de intenso lirismo que no puede menos de manifestarse efusivamente en las
aclamaciones del pueblo, por sobrias y pocas que sean comparadas con otros
ritos, especialmente los orientales y africanos” (n. 167).
Más adelante, en ese mismo
número, se afirma que la doxología y el Amén son el “colofón
sonoro. Y todo cuanto se haga por resaltarlo es plausible, como medio
entusiasta de participación. Este Amén, en particular debe resaltarse con el
canto, dado que es el más importante de la misa y el mayor signo de la participación
del pueblo”.
5. Maravilloso, en su construcción, es el epílogo
final de la plegaria eucarística, llamado “doxología”,
que contiene una dimensión
sacrificial –la Eucaristía es Sacrificio- que se ofrece y se entrega al Padre.
Dirá el sacerdote: “Por Cristo, con él y en él, a
ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda
gloria, por los siglos de los siglos”.
Es Cristo
Inmolado, hecho presente en el altar su Sacrificio pascual de manera
sacramental, entregándose al Padre para gloria de Dios y bien nuestro.
“La
doxología final del Canon tiene una importancia fundamental en la celebración
eucarística. Expresa en cierto modo el culmen del Mysterium fidei, del
núcleo central del sacrificio eucarístico, que se realiza en el momento en que,
con la fuerza del Espíritu Santo, llevamos a cabo la conversión del pan y del
vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, como hizo Él mismo por primera vez en el
Cenáculo. Cuando la gran plegaria eucarística llega a su culmen, la Iglesia, precisamente
entonces, en la persona del ministro ordenado, dirige al Padre estas palabras:
« Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria ». Sacrificium laudis!” (Juan
Pablo II, Carta a los sacerdotes, 1999).
Además, esta doxología, “Por Cristo, con él y en él”, queda sumamente
expresiva con el canto y la elevación, mientras tanto, de la patena y del cáliz
en claro gesto de entrega y Ofrenda a Dios: “En
cada Misa, cuando el Cuerpo y la Sangre del Señor son alzados al final de la
liturgia eucarística, elevad vuestro corazón y vuestra vida por Cristo, con Él
y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, como sacrificio amoroso a Dios
nuestro Padre. De ese modo llegaréis a ser altares vivientes, sobre los cuales
el amor sacrificial de Cristo se hace presente como inspiración y fuente de
alimento espiritual para cuantos encontréis” (Benedicto XVI, Hom. en la
Catedral de Sidney, 19-julio-2008).
6.
Las distintas liturgias, orientales y occidentales, concluyen del mismo modo:
una doxología (o alabanza solemne a Dios) y el Amén de todos los fieles.
Nuestro venerable rito
hispano-mozárabe, por ejemplo, concluye así: El
sacerdote junta las manos. Si en el Propio no se indica una fórmula
especial, concluye con la siguiente doxología: Concédelo,
Señor santo, pues creas todas estas cosas para nosotros, indignos siervos
tuyos, y las haces tan buenas, las santificas, las llenas de vida, Al decir “las llenas de vida” hace la señal de la cruz sobre los dones
sagrados, las bendices y nos las das, así bendecidas por ti, Dios nuestro, por
los siglos de los siglos. R/. Amén.
El rito ambrosiano, en
la Iglesia de Milán, concluye de forma semejante al rito romano. La fórmula de
la doxología difiere en unas pocas expresiones y realiza el mismo rito que el
romano: elevar la patena y el cáliz, y mientras dice: “De
Cristo, por Cristo y en Cristo, a ti, Dios Padre omnipotente, toda
magnificencia, toda gloriosa alabanza, toda soberanía sobre nosotros y sobre el
mundo en la unidad del Espíritu Santo por infinitos siglos de los siglos”.
Y responden: “Amén”.
También la Divina
Liturgia de San Juan Crisóstomo, el rito bizantino, concluye la gran Anáfora
así: “Y concédenos que con una sola voz y un solo
corazón glorifiquemos y alabemos Tu santísimo y majestuoso nombre, Padre, Hijo
y Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos”, y
todos responden: “Amén”.
La anáfora de los doce
apóstoles, de la liturgia antioquena, que se emplea, por ejemplo en la zona de Líbano,
termina así: “…A fin de que por sus oraciones y su
intercesión seamos preservados del mal y que las misericordias estén en
nosotros en los dos mundos. Para que en esto, como en todas las cosas, sea
alabado y glorificado tu nombre santo y bendito, y el nombre de Nuestro Señor
Jesucristo y del Espíritu Santo, ahora y por los siglos”. Y los fieles
aclaman: “Como ha sido de siglo en siglo, así lo
será hasta el fin de los siglos. Amén”.
Es este “Amén” elemento común y originario de
la plegaria eucarística. Resaltarlo es importante; cantarlo subrayará más su
afirmación contundente.
A las 10:05 AM, por Javier Sánchez Martínez
7. Igualmente importante,
solemne y rotundo, que el “Amén” que rubrica
la gran plegaria eucarística, es el “Amén” que se pronuncia antes de comulgar.
Es confesión de fe y reconocimiento adorante de que Jesucristo está en el
Sacramento real y sustancialmente presente.
Primero veamos el
rito de la distribución de la sagrada comunión, las rúbricas, ya que, para
participar mejor, hemos de saber cómo se hace bien, y luego el sentido de la
respuesta.
El fiel que se
acerca a comulgar, realiza primero un signo de adoración inclinándose. La
postura corporal, por tanto, ha de ser sumamente respetuosa: “Los fieles comulgan estando de rodillas o de pie, según
lo haya determinado la Conferencia de Obispos. Cuando comulgan estando de pie,
se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia,
la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).
El rito de la
distribución de la sagrada comunión se desarrolla de la siguiente manera: “Si la Comunión se recibe sólo bajo la especie de pan, el
sacerdote, teniendo la Hostia un poco elevada, la muestra a cada uno, diciendo:
El Cuerpo de Cristo. El que comulga responde: Amén, y recibe el
Sacramento, en la boca, o donde haya sido concedido, en la mano, según su
deseo. Quien comulga, inmediatamente recibe la sagrada Hostia, la consume
íntegramente” (IGMR 161).
Por tanto,
hay cuatros momentos:
1) se muestra la
especie de Pan, teniendo la Hostia un poco elevada;
2) Se le dice al
comulgante: “El Cuerpo de Cristo”;
3) El fiel
responde: “Amén”;
4) finalmente
comulga.
“El Cuerpo de Cristo – Amén”, “La Sangre de Cristo –
Amén”, es decir: ¡así es, así lo creo, así
lo confieso! Todo eso se contiene en la breve palabra “Amén” que obligatoriamente debe ser pronunciada
por el fiel que va a comulgar, y que
sea dicha claramente, no un susurro o un levísimo murmullo inaudible, para que
el ministro que distribuye la Comunión pueda oírlo.
Así, a la hora de
la Comunión, se establece un verdadero
diálogo de fe: “El Cuerpo de Cristo – Amén”,
y junto a la inclinación antes de comulgar, este “Amén” es otro gesto más de adoración ante el Santísimo
Sacramento de la Eucaristía. ¡Sí, adoración!, ya
que “en la Eucaristía no es que simplemente
recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona
que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa
unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración” (Benedicto
XVI, Disc. a la Curia romana, 22-diciembre-2005).
8. Mucho y bien predicaron los Padres de este “Amén” del comulgante por la importancia que le
daban.
Algunos lo describen
solamente, para que se sepa bien cómo es el rito y se haga bien y con
adoración, o son alusiones al “Amén” en otro
contexto: “Explique, pues, todas estas
cosas el obispo a aquellos que comulgan; al partir el pan y distribuir cada una
de las partes, diga: ‘Pan celestial en Cristo Jesús’. El que lo recibe
responda: ‘Amén’” (Hipólito, Trad. Apost., c. 21).
“¿Cómo puedes tolera que aquellas manos que habías
extendido ante el Señor [al comulgar] se fatiguen aplaudiendo al histrión? ¿Y qué
de la boca con la que proferiste el “Amén” al Santo puedas vitorear al
gladiador y decir ‘por los siglos de los siglos’ a algún otro que a Dios y a
Cristo?” (Tertuliano, De spectaculis, 25).
“Si no podemos ofrecer nuestros dones sin paz, ¡cuánto
menos recibir el Cuerpo de Cristo! ¿Con qué conciencia responderé “Amén” a la
Eucaristía si dudo de la caridad del que me la da?” (S. Jerónimo, Ep.
81).
Pero, en general, son
muchos los Padres que dan la explicación mistagógica, es decir, el sentido y la
razón de ser del “Amén” pronunciado por el
fiel antes de comulgar: “¿Qué es más, el
maná del cielo o el cuerpo de Cristo? Claro es que el cuerpo de Cristo, que es
el autor del cielo. Además el que comió el maná murió; pero el que comiere este
cuerpo recibirá el perdón de sus pecados y no morirá eternamente. Luego no en
vano dices tú: ‘Amén’, confesando ya en espíritu que recibes el cuerpo de
Cristo. Pues cuanto tú has pedido, el sacerdote dice: ‘El cuerpo de Cristo’, y
tú dices: ‘Amén’, esto es verdad. Lo que confiesa la lengua, sosténgalo el
afecto” (S. Ambrosio, De Sacr. V,24-25).
“El pontífice, pues, al dar [la oblación], dice: ‘El
cuerpo de Cristo’, y te enseña con esta palabra a que no mires lo que aparece,
sino que representes en tu corazón aquello que ha llegado a ser lo que había
sido presentado, y que por la venida del Espíritu Santo es el cuerpo de Cristo.
Así, conviene que te presentes con mucho temor y gran caridad, teniendo en
cuenta la grandeza de lo que se te da; Él merece el temor a causa de la
grandeza de su dignidad y el amor por la gracia. Por esto, en efecto, dices tú
después de él: ‘Amén’. Con tu respuesta confirmas la palabra del pontífice y
sellas la palabra del que da. Y se hace lo mismo para tomar el cáliz” (Teodoro
de Mopsuestia, Hom. Cat. 16, n. 28).
Clásica y
muy conocida es la catequesis mistagógica de S. Cirilo de Jerusalén; con suma
hermosura y delicadeza lo explica a los neófitos: “Al
acercarte no vayas con las palmas de las manos extendidas, ni con de los dedos
separados, sino haz con la mano izquierda un trono, puesto debajo de la
derecha, como que está a punto de recibir al Rey; y recibe el cuerpo de Cristo
en el hueco de la mano, diciendo “Amén”. Después de santificar tus ojos al
sentir el contacto del cuerpo santo, recíbelo seguro con cuidado de no perder
nada del mismo” (Cat. Mist. V, 21).
Emplea S. Cirilo
un lenguaje muy contundente para afirmar la presencia real ante la cual se va a
responder el “Amén”: “No los tengas como pan y vino sin más; según la
declaración del Señor son cuerpo y sangre de Cristo. Y aunque el sentido te
sugiera eso, la fe debe darte la certeza. No juzgues del hecho por lo que te
dicte el gusto, sino que, después de ser considerado digno del cuerpo y sangre
de Cristo, estate plenamente convencido desde la fe, sin dudar” (Cat.
Mist. IV, 6).
El gran Agustín
de Hipona, el mismísimo día de Pascua, dedica un sermón a la comunión
eucarística y al “Amén”, y es que los Padres
han predicado de la liturgia y sobre la liturgia para introducir a todos en el
Misterio, como algo habitual en ellos, sin moralismos ni ideas vagas:
“Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios, lo visteis
también la pasada noche [la Vigilia pascual]; pero aún no habéis escuchado qué
es, qué significa ni el gran misterio que encierra. Lo que veis es pan y un
cáliz; vuestros ojos así lo indican. Mas según vuestra fe, que necesita ser
instruida, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. Esto
dicho brevemente, lo que quizá sea suficiente a la fe; pero la fe exige ser
documentada… En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de
Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y
recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el “Amén”,
y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: “El Cuerpo de Cristo”, y
respondes: “Amén”. Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el
“Amén”” (S. Agustín, Serm. 272).
“Este pan es el cuerpo de Cristo, del que dice el Apóstol
dirigiéndose a la Iglesia: Vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo.
Lo que recibís, eso sois por la gracia que os ha redimido; cuando respondéis
“Amén” lo rubricáis personalmente. Esto que veis es el sacramento de la unidad”
(Serm. 229 A,1).
9. Decimos “Amén” en
muchísimos momentos de la liturgia. Y al cantarlo o pronunciarlo, realizando
una confesión de fe, nos unimos a Jesucristo. ¿Por
qué? Porque Jesucristo es el verdadero “Amén”,
el Amén de Dios.
“Él mismo es el ‘Amén’ (Ap 3,14). Es el ‘Amén’ definitivo del amor del
Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro ‘Amén’ al Padre: todas las
promesas, hechas por Dios han tenido su ‘sí’ en él; y por eso decimos por él
‘Amén’ a la gloria de Dios (2Co 1,20)” (CAT 1065).
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