Ciertamente la semejanza anatómica que el ser humano
guarda con el chimpancé es admirable. ¿Cómo negarse a reconocer a los monos
como nuestros auténticos progenitores?
El éxito
que en los últimos siglos ha tenido la ciencia positiva —es decir, la que se
basa exclusivamente en la observación de los fenómenos sensibles y la
experimentación— ha propiciado, aunque no por necesidad lógica, sino por
extrapolación arbitraria, una mentalidad positivista que reduce gratuitamente
todo el saber cierto y posible al que pueda ser verificado de algún modo en el
laboratorio, al tiempo que propende a negar la existencia de todo lo que no sea
material y técnicamente controlable.
No pocas
personalidades del mundo de la ciencia natural han incurrido en ese error, el
mismo que llevó al primer astronauta ruso a proclamar la inexistencia de Dios,
fundado en el hecho de que durante su viaje espacial no «vio» a Dios por ningún lado. Es también el caso conocido del
médico que después de practicar una autopsia declara que el alma humana no
existe, puesto que no la ha encontrado por ninguna parte del cuerpo. Se trata
de un modo tremendamente ingenuo de encarar las cuestiones fundamentales sobre
el ser humano, casi inexplicable cuando se encuentra en personas de probada
capacidad intelectual. Recuerdan éstas entonces al famoso caso de los científicos
del tiempo de Pasteur, que se burlaban de los microbios —cuya existencia nociva
afirmaba el ilustre médico galo—, por la sencilla razón de que no los veían o
eran muy pequeños. Esto puede ayudar al perentorio derribo del mito, muy
extendido, del «científico sabelotodo» (que
por saber mucho de una cosa, presume, y se presume, de que todo lo sabe).
EL ERROR POSITIVISTA
Cabe
preguntar: ¿Se ha demostrado que sólo es real y
verdadero lo material y experimentable? ¿Tiene la ciencia positiva el monopolio
de la verdad? Los famosos microbios de Pasteur demuestran que no. Y
también los ciegos, porque ellos no ven el sol y sin embargo todos –incluidos
los ciegos- sabemos que existe. En realidad la mentalidad positivista —del
cientismo en general—, es muy poco científica, pues, como es bien sabido, la
ciencia habla cada vez más de realidades que nadie ha visto, como por ejemplo
ciertas partículas elementales constitutivas de la materia, conocidas sólo por
deducción de fórmulas matemáticas y confirmadas únicamente por sus efectos. ¿Quién no es capaz de darse cuenta de que podemos conocer
las causas por medio de sus efectos? ¿Quién, en su sano juicio, podrá negar que
el cuadro «Las Meninas» es efecto de «algún» Velázquez, y que, puesto que
existe el famoso cuadro, ha de haber existido forzosamente un gran pintor?
PRINCIPIOS
INCUESTIONABLES
Para
afirmarlo sin lugar a dudas, basta saber que todo lo que llega a ser tiene una
causa, y que nadie da lo que no tiene (dos principios inquebrantables de la
humana razón). Y para afirmar la existencia del alma humana espiritual basta
entender: Que el obrar sigue al ser. Lo cual
significa: a) que todo ser es activo, operativo (que de todo ser fluye alguna
acción u operación); y b) que las obras o acciones son de naturaleza proporcionada
al ser que las produce. Es decir, que una naturaleza determinada no
puede dar más de lo que por naturaleza ya posee: la
piedra no puede gritar; un alcornoque no puede correr; un cocodrilo no puede
dictar una conferencia sobre la estructura del átomo ni sobre la espiritualidad
del alma.
Más que
la figura o la anatomía, lo que revela la naturaleza de las cosas es su
operación, sus obras. Por eso, desde la naturaleza del obrar se puede concluir
en la naturaleza del ser que obra. Por la naturaleza de las operaciones humanas
podemos conocer lo que el hombre es. Y si vemos —como es el caso— que algunas
de sus operaciones exceden con suficiente amplitud y evidencia las
posibilidades de la materia, habremos de concluir rigurosamente que existe en
el hombre un componente de naturaleza superior e irreductible a la materia,
proporcionado a la índole de las operaciones que ostenta (al que llamamos
espíritu).
Es
rigurosamente demostrable que el hombre es un ser compuesto de alma espiritual
(inmortal) y cuerpo (material). Sin embargo, el materialismo sigue siendo un
error cada día más difundido, obturador del pensamiento y del conocimiento
sobre el hombre. Un error que según el premio Nobel John Eccles constituye una
superstición. Un error que crea mitos fantásticos, como el que supone que el
hombre entero no es más que un ilustre hijo del simio y, en consecuencia, que
es un ser reductible a materia, a «cosa», aunque muy evolucionada.
Ciertamente
la semejanza anatómica que el ser humano guarda con el chimpancé es admirable.
Incluso en ocasiones se ven personas por la calle que se diría que acaban de
descender de los árboles: tal es el parecido de su
rostro con la cara del simio. Las semejanzas parecen extraordinarias. ¿Cómo
negarse a reconocer a los monos como nuestros auténticos progenitores? ¿No
vemos en ellos —sobre todo en determinadas secuencias cinematográficas o
televisivas— posturas, gestos, expresiones de trazas increíblemente humanas?
¿No demuestra ello que «el hombre viene del mono»?
Ahora
bien, cuando al presunto simio le preguntamos la hora y nos la dice, comenzamos
a descubrir asombrosas diferencias. Una buena teoría de la evolución puede
explicar hipotéticamente el origen de las semejanzas entre el hombre y el mono.
Lo que nunca explicará en modo alguno es las enormes desemejanzas. Por eso, la
evolución —aunque se demostrase cierta— siempre resultará insuficiente para dar
razón de lo específicamente humano.
Si la
secuencia de imágenes —que se presenta en libros de texto, fascículos, revistas
de masas, programas de televisión, etcétera—, que comienza en los primates
inferiores y acaba en el hombre «hecho y derecho», demostrase
que lo representado en la última escena es realmente efecto real y verdadero de
la anterior, y está de su anterior, y así sucesivamente, quedaría también «demostrado» que todos los filmes y telefilmes
habidos y por haber representan historias reales y verdaderamente sucedidas. Lo
cual es obviamente falso.
Un cosa
es la evolución de las especies irracionales, que perece bastante demostrada y
otra la formación del ser humano «completo». Si
la fe católica nada tiene que decir sobre lo primero, la ciencia positiva
tampoco está en condiciones de oponerse a lo que afirmaba sin lugar a dudas
Benedicto XVI el 24 de abril de 2005: “No somos el
producto casual, sin sentido, de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto
de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado,
cada uno es necesario”(1).
No hay comentarios:
Publicar un comentario