Jesucristo en su infinita bondad, nos dejó el sacramento de la
Penitencia para alcanzar la salvación.
¿POR QUÉ CONFESARSE?
Quien ha
tenido la desgracia de pecar gravemente, si quiere salvarse, no tiene más
remedio que confesarse para que se le perdonen sus pecados.
Es cierto
que con el acto de perfecta contrición, puede uno recobrar la gracia, pero para
esto hay que tener, además, el propósito firme de confesar después estos
pecados, aunque estén ya perdonados; pues Jesucristo ha querido someter al
sacramento de la confesión todos los pecados graves.
Por
voluntad del Cristo, la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los
bautizados, y ella lo ejerce de modo habitual en el sacramento de la penitencia
por medio de los obispos y de los presbíteros.
Este
sacramento se llama también de la Reconciliación, pues nos reconcilia con Dios
y con la Comunidad Cristiana de la cual el pecador se separa vitalmente, al
perder la gracia por el pecado grave.
No vivas
nunca en pecado. Si tienes la desgracia de caer, ese mismo día haz un acto de
contrición perfecta, y luego confiésate cuanto antes. No lo dejes para después.
El que se
confiesa a menudo no es porque tenga muchos pecados, sino para no tenerlos. El
que se lava de tarde en tarde, estará más sucio que el que se lava a menudo.
La
misericordia de Dios es infinita. Dice la Biblia: Como
el viento norte borra las nubes del cielo, así mi misericordia borra los
pecados de tu alma. Y en otro sitio: «Cogeré tus pecados y los lanzaré al fondo del mar para
que nunca más vuelvan a salir a flote».
Pero
también su justicia es infinita, y por lo tanto no puede perdonar a quien no se
arrepiente. Esto sería una monstruosidad que Dios no puede hacer.
Pío XII
en la Encíclica Mystici Corporis habla de los valores de la confesión frecuente
diciendo que aumenta el recto conocimiento de uno mismo, crece la humildad
cristiana, se desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la
pereza y negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma fuerza del
sacramento. Y el Concilio Vaticano II habla de la confesión sacramental
frecuente que, preparada por el examen de conciencia cotidiano, tanto ayuda a
la necesaria conversión del corazón.
QUIEN VIVE EN PECADO
GRAVE ES MUY FÁCIL QUE SE CONDENE POR TRES RAZONES:
1) Porque después es muy posible que le falte la voluntad de confesarse,
como le falta ahora.
2) Porque, aun suponiendo que no le falte esta voluntad, es posible que
le sorprenda la muerte sin tiempo para confesarse.
3) Finalmente, quien descuida la confesión, y va amontonando pecados y
pecados, cada vez encontrará más dificultades para romper. Un hilo se rompe
mucho mejor que una maroma. Para arrepentirse sería entonces necesario un golpe
de gracia prodigioso; y esta gracia sobreabundante Dios no suele concederla a quien
se obstina en el mal.
Jesucristo
se lo advierte así a los que quieren jugar con Dios: «Me
buscaréis y no me encontraréis, y moriréis en vuestro pecado».
EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Examen de
conciencia consiste en recordar los pecados cometidos desde la última confesión
bien hecha.
Naturalmente,
el examen se hace antes de la confesión para decir después al confesor todos
los pecados que se han recordado; y cuántas veces cada uno, si se trata de
pecados graves.
Si sabes
el número exacto de cada clase de pecados graves, debes decirlo con exactitud.
Pero si te es muy difícil, basta que lo digas con la mayor aproximación que
puedas: por ejemplo, cuántas veces, más o menos, a
la semana, al mes, etc. Y si después de confesar resulta que recuerdas
con certeza ser muchos más los pecados que habías cometido, lo dices así en la
próxima confesión. Pero no es necesario que después de confesar sigas pensando
en el número de pecados cometidos, pues entonces nunca quedaríamos tranquilos.
Si hiciste el examen con diligencia, no debes preocuparte ya más: todo está perdonado.
El examen
debe hacerse con diligencia, seriedad y sinceridad; pero sin angustiarse . La
confesión no es un suplicio ni una tortura, sino un acto de confianza y amor a
Dios. No se trata de atormentar el alma, sino de dar a Dios cuenta filial. Dios
es Padre.
El examen
de conciencia se hace procurando recordar los pecados cometidos de pensamiento,
palabra y obra, o por omisión, contra los mandamientos de la ley de Dios, de la
Iglesia o contra las obligaciones particulares. Todo desde la última confesión
bien hecha.
DOLOR DE LOS PECADOS
Dolor de
los pecados es arrepentirse de haber pecado y de haber ofendido a Dios.
Arrepentirse
de haber hecho una cosa es querer no haberla hecho, comprender que está mal
hecha, y dolerse de haberla hecho. El arrepentimiento es un aborrecimiento del
pecado cometido; un detestar el pecado.
No basta
dolerse de haber pecado por un motivo meramente humano. Por ejemplo, en cuanto
que el pecado es una falta de educación (irreverencia a los padres), o en
cuanto que es una cosa mal vista (adulterio), o que puede traerme consecuencias
perjudiciales para la salud (prostitución), etc., etc.
EL ARREPENTIDO ABORRECE
LA OFENSA A DIOS, Y PROPONE NO VOLVER A OFENDERLO
No es lo
mismo el dolor de una herida -que se siente en el cuerpo- que el dolor de la
muerte de una madre -que se siente en el alma-. El arrepentimiento es «dolor del alma». Pero el dolor de corazón que se
requiere para hacer una buena confesión no es necesario que sea sensible
realmente, como se siente un gran disgusto. Basta que se tenga un deseo sincero
de tenerlo. El arrepentimiento es cuestión de voluntad. Quien diga sinceramente
quisiera no haber cometido tal pecado tiene verdadero dolor.
EL DOLOR ES LO MÁS
IMPORTANTE DE LA CONFESIÓN. ES INDISPENSABLE: SIN DOLOR NO HAY PERDÓN DE LOS
PECADOS
Por eso es un disparate esperar a que los enfermos estén muy graves para
llamar a un sacerdote. Si el enfermo pierde sus facultades, podrá arrepentirse»
Pues sin arrepentimiento, no hay
perdón de los pecados, ni salvación posible. El dolor debe tenerse -antes de
recibir la absolución- de todos los pecados graves que se hayan cometido. Si
sólo hay pecados veniales es necesario dolerse al menos de uno, o confesar algún
pecado de la vida pasada.
CONTRICIÓN PERFECTA Y
ATRICIÓN
Contrición
perfecta es un pesar sobrenatural del pecado por amor a Dios, por ser Él tan
bueno, porque es mi Padre que tanto me ama, y porque no merece que se le
ofenda, sino que se le dé gusto en todo y sobre todas las cosas. Contrición es
arrepentirse de haber pecado porque el pecado es ofensa de Dios. Siempre con
propósito se enmendarse desde ahora y de confesarse cuando se pueda. La
contrición es dolor perfecto.
Aunque la
contrición perdona, la Iglesia obliga a una confesión posterior, porque es
necesario que el pecador haga una adecuada satisfacción; y ésta, es el
sacerdote el que debe imponérsela, porque es el delegado por Dios para
reconciliar con la Iglesia.
El acto
de contrición es la manifestación de la pena que nos causa haber ofendido a
Dios por lo bueno que es y por lo mucho que nos ama: lágrimas no sólo por temor
al castigo, sino por la pena de haberle entristecido.
Atrición
es un pesar sobrenatural de haber ofendido a Dios por temor a los castigos que
Dios puede enviar en esta vida y en la otra, o por la fealdad del pecado
cometido, que es una ingratitud para con Dios y un acto de rebeldía. Siempre
con propósito de enmendarse y de confesarse. La atrición es dolor imperfecto,
pero basta para la confesión.
Un
ejemplo: un chico jugando a la pelota en su casa
rompe un jarrón de porcelana que su madre conservaba con cariño y, al ver lo
que ha hecho, se arrepiente. Si lo que teme es el castigo que le espera,
tiene dolor semejante a la atrición; pero si lo que le duele es el disgusto que
se va a llevar su madre, tiene un dolor semejante a la contrición.
ES LÓGICO QUE LA
CONTRICIÓN Y LA ATRICIÓN VAYAN UN POCO UNIDAS
Aunque
uno tenga contrición, eso no impide que también tenga miedo al infierno, como
corresponde a todo el que tiene fe. Y aunque uno se arrepienta por atrición,
hay que suponer algún grado de amor para recuperar la amistad con Dios.
Es mejor
la contrición perfecta, pues con propósito de confesión y enmienda, perdona
todos los pecados, aunque sean graves.
Cuando
uno, en peligro de muerte, está en pecado grave y no tiene cerca un sacerdote
que le perdone sus pecados, hay obligación de hacer un acto de perfecta
contrición con propósito de confesarse cuando pueda. El acto de contrición le perdona
sus pecados, y si llega a morir en aquel trance, se salvará. Si se arrepiente
sólo con atrición, no consigue el perdón de sus pecados graves, a menos que se
confiese, o reciba la unción de los enfermos. Se salvarían muchos más si se
acostumbraran a hacer con frecuencia un acto de contrición bien hecho.
Deberíamos
hacer un acto de contrición siempre que tengamos la desgracia de caer en un
pecado grave. Así nos ponemos en gracia de Dios hasta que llegue el momento de
confesarnos.
Deberíamos
hacer actos de arrepentimiento cada noche, y cada vez que caemos en la cuenta
de que hemos pecado. Dios está deseando perdonarnos. Pero si no le pedimos
perdón, no nos puede perdonar.
Sería una
monstruosidad perdonar una falta a quien no quiere arrepentirse de ella. «De Dios no se ríe nadie».
El
arrepentimiento es condición indispensable para recibir el perdón.
El
verdadero arrepentimiento incluye el pedir perdón a Dios. No sería sincero
nuestro arrepentimiento si pretendiésemos despreciar el modo ordinario
establecido por Dios para perdonarnos.
ACTO DE CONTRICIÓN
EL ACTO DE CONTRICIÓN
SE HACE REZANDO DE CORAZÓN EL «SEÑOR MIO JESUCRISTO…» (lo tienes en los
Apéndices) O, MAS FÁCILMENTE, DICIENDO DE TODO CORAZÓN:
«Dios mío, yo te amo con todo mi corazón y sobre todas las cosas. Yo me
arrepiento de todos mis pecados, porque te ofenden a Ti, que eres tan bueno.
Señor, perdóname y ayúdame para que nunca más vuelva a ofenderte, que yo así te
lo prometo».
Y si
quieres uno más breve para momentos de peligro: «Dios
mío, perdóname, que yo te amo sobre todas las cosas».
Además,
este acto de contrición tan breve, te sirve también para cuando vayas a
confesarte si no sabes el «Señor mío Jesucristo». Si
sabes el acto de contrición largo, lo puedes hacer con devoción y consciente de
lo que dices; pero si crees que no te va a salir bien, o lo vas a decir
rutinariamente, más vale que repitas varias veces de corazón: «Dios mío, perdóname!, Dios mío, perdóname!».
Pero
además, este acto de contrición en tres palabras, puede servir también para que
ayudes a bien morir a otras personas: parientes, conocidos o incluso
desconocidos, si encuentras, por ejemplo, un accidente en la carretera. Aunque
parezcan muertos, el oído es lo último que se pierde; y muchos que parecían
muertos, después, cuando se recuperaron, dijeron que se habían enterado de todo
lo que ocurrió, aunque ellos no podían decir una palabra ni mover un solo
músculo de su cuerpo. Por eso, si alguna vez te encuentras en la carretera un
accidente, no dudes en ponerte de rodillas en el suelo, aplicar tu boca a su
oído y decirle por lo menos tres veces: «Dios mío,
perdóname!, Dios mío, perdóname!, Dios mío,
perdóname!». Que si lo oye y lo acepta, le ayudas a que salve su alma. Y
nadie en la vida le ha hecho mayor favor que tú, que en la hora de la muerte le
ayudaste a ganar el cielo.
Debemos
preocuparnos de ayudar a bien morir a los moribundos. Hoy está muy paganizado
el sentido de la muerte, y muchas personas ante un accidente o un moribundo, se
preocupan del médico, y muy pocos se preocupan de preparar el alma para la
eternidad. Ocúpate tú si ves que nadie se acuerda de hacerlo.
Ojalá que
ayudes a bien morir a muchas personas. El día que te encuentres con ellos en el
cielo verás cómo te lo agradecen; y sentirás felicidad por haber colaborado a
la salvación de otros.
Creo que
con este acto de contrición, en tres palabras, te ayudo a que puedas
enfrentarte con tranquilidad a la muerte, si en ese momento trascendental no tienes
al lado un sacerdote que te perdone; y además puedes ayudar a otros a bien
morir, y de esta manera colaborar a su salvación eterna.
Cuando
estuve en la Argentina, para la gran misión de Buenos Aires, en octubre de
1960, conocí el acto de contrición que allí se usa. Me
gustó mucho y lo transcribo aquí: «Pésame, Dios mío, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido.
Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí; pero mucho más me
pesa porque pecando ofendí a un Dios tan bueno y tan grande como Vos. Antes
querría haber muerto que haberos ofendido; y propongo firmemente no pecar más,
y evitar todas las ocasiones próximas de pecado. Amén».
TAMBIÉN ES UN ACTO DE
CONTRICIÓN PERFECTA ESTE PRECIOSO SONETO:
No me
mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el
infierno tan temido para dejar, por eso, de ofenderte. Tú me mueves, Señor;
muéveme el verte clavado en esa cruz y escarnecido; muéveme el ver tu cuerpo
tan herido; muéveme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin, tu amor y en tal
manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno,
te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, porque aunque lo que espero
no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera.
Este
soneto, atribuido a distintos autores, según el conocido periodista Bartolomé
Mostaza, se debe al doctor Antonio de Rojas, místico notorio del siglo XVII.
Para
hacer un acto de contrición no es necesario usar ninguna fórmula determinada.
Basta detestar de corazón todos los pecados por ser ofensa a Dios.
Cuando
quieras hacer un acto de contrición perfecta también puedes hacerlo pensando en
Cristo crucificado, y arrepintiéndote, por amor suyo, de tus pecados, ya que
fueron causa de su Pasión y Muerte.
El acto
de contrición es un acto de la voluntad. Puede estar bien hecho, aunque te
parezca que no sientes sensiblemente lo que dices. Si quieres amar a Dios sobre
todas las cosas y no volver a pecar, es lo suficiente. Pero debes querer que
sea verdad lo que dices. No basta decir el acto de contrición sólo con los
labios. Es necesario decirlo con todo el corazón.
Es de
capital importancia el saber hacer un acto de perfecta contrición, pues es muy
frecuente tenerlo que hacer: son muchos los que a
la hora de la muerte no tienen a mano un sacerdote que los confiese.
Además,
conviene hacer el acto de contrición todas las noches, después de haber hecho
un breve examen de conciencia, añadiendo siempre el propósito de enmendarse y
confesarse.
NO DEBERÍAMOS OLVIDAR
NUNCA AQUEL ADMIRABLE CONSEJO:
Pecador,
no te acuestes nunca en pecado; no sea que despiertes ya condenado.
Son más
de los que nos figuramos los que se acuestan tranquilos y despiertan en la otra
vida, muertos de repente.
En la
calle Capitán Arenas, de Barcelona, el 6 de marzo de 1972 a las tres de la
madrugada se produjo una explosión de gas y se hundió un moderno edificio de
muchas plantas. Murieron todos los vecinos. Lo mismo ha ocurrido repetidas
veces en terremotos.
PROPÓSITO DE ENMIENDA
Propósito
de enmienda es una firme resolución de no volver a pecar.
El
propósito brota espontáneamente del dolor. Si tienes arrepentimiento de verdad,
harás el propósito de no volver a pecar.
Dice el
profeta Isaías: «Que el malvado abandone su camino,
y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y Él tendrá piedad».
Es
absurdo decirse al pecar: después me arrepentiré. Si después piensas
arrepentirte de verdad, para qué haces ahora lo que luego te pesará de haber
hecho» Nadie se rompe voluntariamente una pierna diciendo: después me curaré.
El
propósito hay que hacerlo antes de la confesión, y es necesario que perdure
(por no haberlo retractado) al recibir la absolución. El propósito tiene que
ser universal, es decir, propósito de no volver a cometer ningún pecado grave.
No basta que se limite a los pecados de la confesión presente. Y debe ser «para siempre». Sería ridículo que uno que ha
ofendido a otro le dijera: «Siento lo ocurrido,
pero me reservo el derecho de hacerlo otra vez, si me da la gana».
SI
NO HAY VERDADERO PROPÓSITO DE LA ENMIENDA, LA CONFESIÓN ES INVÁLIDA Y SACRÍLEGA.
No creas
que tu propósito no es sincero porque preveas que volverás a caer. El propósito
es de la voluntad; el prever es de la razón. Basta que tengas ahora una firme
determinación, con la ayuda de Dios, de no volver a pecar. El temor de que
quizás vuelvas después a caer no destruye tu voluntad actual de no querer
volver a pecar. Y esto último es lo que se requiere. Para poder confesarse no
hace falta estar ciertos de no volver a caer. Esta seguridad no la tiene nadie.
Basta estar ciertos de que ahora no quieres volver a caer. Lo mismo que al
salir de casa no sabes si tropezarás, pero sí sabes que no quieres tropezar.
Dice Juan
Pablo II: Es posible que, aun en la lealtad del propósito de no volver a pecar,
la experiencia del pasado y la conciencia de la debilidad actual susciten el
temor de nuevas caídas; pero eso no va en contra de la autenticidad del
propósito, cuando a ese temor va unida la voluntad, apoyada por la oración, de
hacer lo que es posible para evitar la culpa.
Pero no
olvides que para que el propósito sea eficaz es necesario apartarse seriamente
de las ocasiones de pecar, porque, dice la Biblia: «quien
ama el peligro perecerá en él».
Y si te
metes en malas ocasiones, serás malo. Hay batallas que el modo de ganarlas es
evitarlas. Combatir siempre que sea necesario, es de valientes; pero combatir
sin necesidad es de estúpidos y fanfarrones.
Si no
quieres quemarte, no te acerques demasiado al fuego. Si no quieres cortarte, no
juegues con una navaja de afeitar. Quien quiere verlo todo, oírlo todo, leerlo
todo, es moralmente imposible que guarde pureza. Es necesario frenar los
sentidos…, y la concupiscencia. La concupiscencia es una fiera insaciable.
Aunque se le dé lo que pide, siempre quiere más. Y cuanto más le des, más te
pedirá y con más fuerza. La fiera de la concupiscencia hay que matarla de
hambre. Si la tienes castigada, te será más fácil dominarla.
En las
ocasiones de pecar hay que saber cortar cuanto antes. Si tonteas, vendrá un
momento en que la tentación te cegará y llegarás a cosas que después, en frío,
te parecerá imposible que tú hayas podido realizar. La experiencia de la vida
confirma continuamente esto que te digo.
Si el
propósito no se extendiese también a poner todos los medios necesarios para
evitar las ocasiones próximas de pecar, no sería eficaz, mostraría una voluntad
apegada al pecado, y, por lo tanto, indigna de perdón.
Quien,
pudiendo, no quiere dejar una ocasión próxima de pecado grave, no puede recibir
la absolución. Y si la recibe, esta absolución es inválida y sacrílega.
Ocasión
de pecado es toda persona, cosa o circunstancia, exterior a nosotros, que nos
da oportunidad de pecar, que nos facilita el pecado, que nos atrae hacia él y
constituye un peligro de pecar. Se llama ocasión próxima si lo más probable es
que nos haga pecar; pues, ya sea por la propia naturaleza, ya por las
circunstancias, en tales ocasiones la mayoría de las veces se peca.
Hay
obligación grave de evitar, si se puede, la ocasión próxima de pecar
gravemente. De manera que quien se expusiera voluntaria y libremente a peligro
próximo de pecado grave, aunque de hecho no cayese en el pecado, pecaría
gravemente por exponerse de esa manera, sin causa que lo justifique.
La
ocasión próxima de pecar se diferencia de la ocasión remota en que esta última
es poco probable que nos arrastre al pecado.
Si la
ocasión de pecado es necesaria y no se puede evitar, hay que tomar muy en serio
el poner los medios para no caer. Para esto consultar con el confesor.
Jesucristo
tiene palabras muy duras sobre la obligación de huir de las ocasiones de pecar.
Llega a decir que si tu mano te es ocasión de pecado, te la cortes; y que si tu
ojo es ocasión de pecado, te lo arranques; pues más vale entrar en el Reino de
los Cielos manco o tuerto, que ser arrojado con las dos manos o los dos ojos en
el fuego del infierno.
Una
persona que tiene una pierna gangrenada se la corta para salvar su vida. Vale
la pena sacrificar lo menos para salvar lo más.
Evitar un
pecado cuesta menos que desarraigar un vicio. Esto es a veces muy difícil. Es
mucho más fácil no plantar una bellota que arrancar una encina.
Los actos
repetidos crean hábito y pueden esclavizar. Dice el proverbio latino: Gutta cavat petram, non semel sed saepe cadendo.
La gota de agua, a fuerza de caer, termina por horadar la piedra.
Para
apartarse con energía de las ocasiones de pecar, es necesario rezar y orar:
pedirlo mucho al Señor y a la Virgen, y fortificar nuestra alma comulgando a
menudo.
DECIR LOS PECADOS AL
CONFESOR
Al
confesor hay que decirle voluntariamente, con humildad, y sin engaño ni
mentira, todos y cada uno de los pecados graves no acusados todavía en confesión
individual bien hecha; y en orden a obtener la absolución. No tendría carácter
de confesión sacramental manifestar los pecados para pedir consejo, obligarle a
callar, etc..
Antes de
empezar la confesión el sacerdote puede leer al penitente, o recordarle, algún
texto o pasaje de la Sagrada Escritura en que se muestre la misericordia de
Dios y la llamada del hombre a la conversión.
Dijo el
Papa Juan Pablo II el 30 de enero de 1981: «Sigue vigente y seguirá vigente
para siempre, la enseñanza del Concilio Tridentino en torno a la necesidad de
confesión íntegra de los pecados mortales». Es indispensable manifestar los
pecados con toda sinceridad y franqueza, sin intención de ocultarlos o
desfigurarlos. Si confesamos con frases vagas o ambiguas con la esperanza de
que el confesor no se entere de lo que estamos diciendo, nuestra confesión
puede ser inválida y hasta sacrílega. Al confesor hay que manifestarle con
claridad los pecados cometidos para que él juzgue el estado del alma según el
número y gravedad de los pecados confesados.
La
absolución exige, cuando se trate de pecados mortales, que el sacerdote
comprenda claramente y valore la calidad y el número de los pecados. El
confesor debe conocer las posibles circunstancias atenuantes o agravantes, y
también las posibles responsabilidades contraídas por ese pecado.
También
hace falta que el penitente esté en presencia del confesor. No es válida la
confesión por teléfono.
Si queda
olvidado algún pecado grave, no importa; pecado olvidado, pecado perdonado.
Pero si después me acuerdo, tengo que declararlo en otra confesión. Mientras
tanto, se puede comulgar. Y no es necesario confesarse únicamente para decirlo,
porque ya está perdonado.
Pero si
la confesión estuvo mal hecha, es necesario confesar de nuevo todos esos
pecados graves, en otra confesión bien hecha.
En alguna
circunstancia excepcional se justifica el callar un pecado grave en la
confesión: una vergüenza invencible de decirlo a un determinado confesor, por
ejemplo, por la amistad que se tiene con él y no ser posible acudir a otro; si
peligra el secreto, porque hay alguien cerca que puede enterarse, y no hay modo
de evitarlo (sala de un hospital, confesonario rodeado de gente, etc.).
Pero ese
pecado grave, ahora lícitamente omitido, hay obligación de manifestarlo en otra
confesión.
Si en
alguna ocasión quieres confesarte y no encuentras un sacerdote que entienda el
español, o tú no puedes hablar, basta que le des a entender el arrepentimiento
de tus pecados, por ejemplo, dándote golpes de pecho. Tu gesto basta para que
el sacerdote te dé la absolución. Pero estos pecados así perdonados, tienes que
manifestarlos la primera vez que te confieses con un sacerdote que entienda el
idioma que tú hablas.
Recientemente
la Sagrada Congregación de la Fe ha publicado un documento en el que se dan
normas sobre la manifestación individual de los pecados en la confesión, y
circunstancias en las que puede darse la absolución colectiva: «La confesión
individual y completa, seguida de la absolución, es el único modo ordinario
mediante el cual los fieles pueden reconciliarse con Dios y con la Iglesia.
«A no ser que una imposibilidad física o moral les dispense de tal
confesión».
«Es
lícito dar la absolución sacramental a muchos fieles simultáneamente,
confesados sólo de un modo genérico, pero convenientemente exhortados al
arrepentimiento, cuando visto el número de penitentes, no hubiera a disposición
suficientes sacerdotes para escuchar convenientemente la confesión de cada uno
en un tiempo razonable, y por consiguiente los penitentes se verían obligados,
sin culpa suya, a quedar privados por largo tiempo de la Gracia Sacramental o
de la Sagrada Comunión».
Estas
condiciones, según algunos, son necesarias para la validez del sacramento, pero
los fieles que reciben la absolución colectiva siempre pueden quedar
tranquilos, pues Dios suple, ya que ellos pusieron todo de su parte .Hay un
principio teológico que dice: Al que hace lo que está de su parte, Dios no le
niega su gracia.
Es el
Obispo diocesano quien debe juzgar de esta conveniencia. Bien pidiéndole
permiso previamente, bien comunicándoselo después, si no hubo tiempo de pedirle
antes permiso.
El 18 de
noviembre de 1988 la Conferencia Episcopal Española publicó un documento,
aprobado por la Santa Sede, en el que declara que hoy en España no existen
circunstancias que justifiquen la absolución sacramental general. Y el
arzobispo de Oviedo, D. Gabino Díaz Merchán, dijo a los sacerdotes del
Arciprestazgo de Avilés-Centro, que las absoluciones colectivas, sin cumplir
las condiciones dadas por la Iglesia, son ilícitas e inválidas. La razón es que
el ministro que confecciona el sacramento tiene que tener intención de hacer lo
que quiere hacer la Iglesia, y la Iglesia no quiere que se administre el
sacramento de la penitencia fuera de las condiciones que ella ha puesto.
Quienes
hayan recibido una absolución comunitaria de pecados graves deben después
confesarse individualmente antes de recibir de nuevo otra absolución colectiva,
y, en todo caso, antes del año, a no ser que, por justa causa, no les sea
posible hacerlo.
Los
fieles que quieran beneficiarse de la absolución colectiva, por estar
debidamente dispuestos, deben manifestar mediante algún signo externo que
quieren recibir dicha absolución, por ejemplo, arrodillándose, inclinando la
cabeza, etc..
Un caso
concreto de aplicación de la absolución colectiva sería en peligro de muerte
colectiva e inminente, sin tiempo de oír en confesión a cada uno, por ejemplo,
momentos antes de estrellarse un avión averiado.
LOS PECADOS VENIALES
Los
pecados veniales no es necesario decirlos, pero conviene.
La
fiebre, aunque sean sólo unas décimas, es señal de que algo va mal en el
organismo. El mal siempre hay que combatirlo, aunque no sea grave. En el
hospital declaras al médico no sólo las cosas graves, sino también las leves;
no sea que se compliquen. Hazlo así al sacerdote para que cure tu alma.
Además de
los pecados graves, hay que decirle al confesor cuántas veces se han cometido,
y si hay alguna circunstancia agravante que varíe la especie o malicia del
pecado.
El
Concilio de Trento dice que «por derecho divino es
necesario para el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia
confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que se acuerde después de
un diligente y debido examen, y las circunstancias agravantes que cambian la
especie del pecado».
No es
necesario que cuentes la historia del pecado, pero sí tienes que decir las
circunstancias agravantes que varíen la especie o malicia del pecado. Una
circunstancia varía la especie o malicia de un pecado, si convierte en grave lo
que es leve, o lo opone a distintas virtudes o mandamientos.
Por
ejemplo: no es lo mismo asesinar a un hombre
cualquiera que al propio padre. En el primer caso se peca contra el
quinto mandamiento, que manda respetar la vida del prójimo.
En el
segundo caso se peca, además, contra el cuarto, que manda honrar a nuestros
padres.
Las
circunstancias pueden cambiar la moralidad de una acción. Nunca las
circunstancias pueden hacer buena una acción que de suyo es mala; pero pueden
hacer mala una acción que era buena, o hacer peor una acción que ya era de suyo
mala.
Las
circunstancias agravantes de tu pecado tienes que manifestarlas, si al
cometerlo advertiste su malicia especial. También hay circunstancias atenuantes
que disminuyen la gravedad del pecado.
Por eso
no te extrañe que el confesor te pregunte sobre tus pecados; porque debe
conocer cuántos y en qué circunstancias cometiste esos pecados que él va a
perdonarte. El sacerdote debe ayudarte a hacer una confesión íntegra y a que tu
arrepentimiento sea sincero. Debe también darte consejos oportunos e instruirte
para que lleves una vida cristiana.
LAS PRINCIPALES
CIRCUNSTANCIAS AGRAVANTES O ATENUANTES SON:
– Quién: adulterio, si uno de los dos es casado.
– Qué: robar mil pesetas o un millón.
– Cómo: robar con violencia.
– Cuándo: blasfemar en la misa.
– Dónde: pecar en público, con escándalo de otros.
– Porqué: insultar para hacer blasfemar.
Los
pecados dudosos -como ya dijimos en el número 61- no es obligatorio confesarlos,
pero conviene hacerlo para más tranquilidad. Los pecados ciertos debes
confesarlos como ciertos; y los dudosos, como dudosos. Si confesaste, de buena
fe, un pecado grave como dudoso y después descubres que fue cierto, no tienes
que acusarte de nuevo, pues la absolución lo perdonó tal como era en realidad.
Para que haya obligación de confesar un pecado grave debe constar que
ciertamente se ha cometido y ciertamente no se ha confesado. Al confesor
conviene decirle también cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te
confesaste. Esto es conveniente decirlo al empezar la confesión.
CALLAR VOLUNTARIAMENTE
EL QUE CALLA
VOLUNTARIAMENTE EN LA CONFESIÓN UN PECADO GRAVE, HACE UNA MALA CONFESIÓN, NO SE
LE PERDONA NINGÚN PECADO, Y, ADEMÁS, AÑADE OTRO PECADO TERRIBLE, QUE SE LLAMA
SACRILEGIO.
Todas las
confesiones siguientes en que se vuelva a callar este pecado voluntariamente,
también son sacrílegas. Pero si se olvida, ese pecado queda perdonado, porque
pecado olvidado, pecado perdonado.
Pero si después
uno se acuerda, tiene que manifestarlo diciendo lo que pasó.
Para
que haya obligación de confesar un pecado olvidado, hacen falta tres cosas:
estar seguro de que:
a) el pecado se cometió ciertamente.
b) que fue ciertamente grave.
c) que ciertamente no se ha confesado.
Si hay
duda de alguna de estas tres cosas, no hay obligación de confesarlo. Pero
estará mejor hacerlo, manifestando la duda.
QUIEN SE CALLA
VOLUNTARIAMENTE UN PECADO GRAVE EN LA CONFESIÓN, SI QUIERE SALVARSE, TIENE QUE
REPETIR LA CONFESIÓN ENTERA Y DECIR EL PECADO QUE CALLÓ, DICIENDO QUE LO CALLÓ
DÁNDOSE CUENTA DE ELLO.
Los que
han tenido la desgracia de hacer una confesión sacrílega, y desde entonces
vienen arrastrando su conciencia, de ninguna manera pueden seguir en ese
horrible estado. No desconfíen de la misericordia de Dios. Acudan a un
sacerdote prudente, que les acogerá con todo cariño.
Bendecirán
para siempre el día en que quitaron de su alma ese enorme peso que la
atormentaba.
Además,
el confesor no se asusta de nada, porque, por el estudio y la práctica que
tiene de confesar, conoce ya toda clase de pecados.
Es una
tontería callar pecados graves en la confesión por vergüenza, porque el
confesor no puede decir nada de lo que oye en confesión.
Aunque le
cueste la vida callar el secreto. Ha habido sacerdotes que han dado su vida
antes que faltar al secreto de confesión.
Este
secreto, que no admite excepción, se llama sigilo sacramental.
Es pecado
ponerse a escuchar confesiones ajenas. Los que, sin querer, se han enterado de
una confesión ajena no pecan; pero tienen obligación de guardar secreto.
Es
curioso que los mismos que ponen dificultades en decir sus pecados al confesor
los propagan entre sus amigos, y con frecuencia exagerando fanfarronamente. Lo
que pasa es que esas cosas ante sus amigos son hazañas, pero ante el confesor
son pecados; y esto es humillante. Por eso para confesarse hay que ser muy
sincero. Los que no son sinceros, no se confiesan bien.
Nunca
calles voluntariamente un pecado grave, porque tendrás después que sufrir mucho
para decirlo, y al fin lo tendrás que decir, y te costará más cuanto más
tardes, y si no lo dices, te condenarás .
Si tienes
un pecado que te da vergüenza confesarlo, te aconsejo que lo digas el primero.
Este acto de vencimiento te ayudará a hacer una buena confesión.
El confesor
será siempre tu mejor amigo. A él puedes acudir siempre que lo necesites, que
con toda seguridad encontrarás cariño y aprecio. Además de perdonarte los
pecados, el confesor puede consolarte, orientarte, aconsejarte, etc. Pregúntale
las dudas morales que tengas. Pídele los consejos que necesites. Dile todo lo
que se te ocurra con confianza. Te guardará el secreto más riguroso.
Los
sacerdotes estamos aquí para que los hombres, por nuestro medio, encuentren su
salvación en Dios. El perdón de un pecado que, desde el punto de vista
sociológico, acaso no tiene gran transcendencia, es en realidad más importante
que todo cuanto podamos hacer para mejorar la existencia de los hombres. Hasta
Nietzshe, a pesar de su violentísimo anticristianismo, decía que el sacerdote
es una víctima sacrificada en bien de la humanidad.
El
sacerdote guía a la comunidad cristiana con la predicación de la palabra de
Dios, con sus consejos, con sus orientaciones, con su actitud de diálogo, de
acogida, de comprensión, con su fidelidad a Jesucristo. El sacerdote es, ante
todo, un educador.
Dice Juan
Pablo II, en su libro Don y Misterio, citando San Pablo, que el sacerdote es
administrador de los misterios de Dios: El sacerdote recibe de Cristo los bienes
de la salvación para distribuirlos debidamente entre las personas .
Cuenta el
historiador José de Sigüenza hablando de Fray Hernando de Talavera, Primer
Arzobispo de Granada, que la reina Isabel la Católica lo llamó para confesarse
con él. Era la primera vez que lo hacía con él. Habían preparado dos
reclinatorios, pero el obispo se sentó.
Le dijo
la reina: – Ambos hemos de estar de rodillas.
Pero el
confesor contestó: – No, Señora. Vuestra Alteza sí
debe estar de rodillas, para confesar sus pecados; pero yo he de estar sentado,
porque éste es el Tribunal de Dios y yo estoy aquí representándolo.
Calló la
reina y se confesó de rodillas. Después dijo: –
Éste es el confesor que yo buscaba.
CUMPLIR LA PENITENCIA
Cumplir
la penitencia es rezar o hacer lo que el confesor me diga.
La
exhortación pontificia de Juan Pablo II Reconciliación y Penitencia (31,3) dice
que las obras de satisfacción deben consistir en acciones de culto, caridad,
misericordia y reparación.
Si no sé
o no puedo cumplirla, debo decírselo al confesor para que me ponga una
penitencia distinta.
La
penitencia se llama también satisfacción, pues de algún modo quiere expresar
nuestra voluntad de reparación a la Iglesia del daño que le hemos producido al
pecar, convirtiéndonos en miembros cancerosos del Cuerpo Místico de Cristo .
Cumplir la penitencia es también expresión de nuestra voluntad de conversión
cristiana.
La
penitencia hay que cumplirla en el plazo que diga el confesor. Si el confesor
no ha fijado el tiempo, lo mejor es cumplirla cuanto antes, para que no se nos
olvide; pero se puede cumplir también después de comulgar; y también confesarse
de nuevo antes de haberla cumplido, con tal de que haya intención de cumplirla.
Si la
penitencia no se cumple por olvido involuntario, no hay que preocuparse; los
pecados quedan perdonados. Pero si no se cumple culpablemente, aunque los
pecados quedan perdonados, se comete un nuevo pecado mortal o venial, según que
la penitencia fuera grave o leve. Penitencia grave es la que normalmente corresponde
a pecados graves. Si después de la confesión no recuerdas la penitencia que te
puso el confesor, o no puedes cumplirla, lo dices así en la próxima confesión.
En caso de no acordarte qué penitencia te puso el confesor, puedes rezar o
hacer lo que en otras confesiones parecidas te impusieron.
La
penitencia es siempre muy pequeña comparada con nuestros pecados Pero, a pesar
de ser tan pequeña, es suficiente, porque participamos de lo que se llama la
Comunión de los Santos: todos los que pertenecemos a la Iglesia Católica
formamos como una gran familia -que se llama el Cuerpo Místico de Cristo (Ver
nº 41)- en la cual todos los bienes espirituales son comunes.
«Lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos».
Todos nos
beneficiamos de los bienes, dones y gracias que cada uno ha recibido de Dios.
Por lo tanto, cada uno puede gozar del gran tesoro espiritual formado con los
méritos de Jesucristo, de la Virgen y de todos los Santos que están en el
cielo, y con las buenas obras de los católicos.
La
Iglesia hace uso de los méritos de este gran tesoro espiritual, al concedernos
las indulgencias.
INDULGENCIAS
La
Iglesia condena a quienes afirmen que la Iglesia no tenga potestad para
concederlas o que éstas no sean útiles.
La
práctica de las indulgencias se fundamenta en la doctrina del Cuerpo Místico de
Cristo. Las indulgencias son la remisión de la pena temporal debida por los
pecados ya perdonados en cuanto a la culpa.
Según la
Teología católica, todo pecado grave da origen, en quien lo comete, a una culpa
y a una pena. La culpa se borra con la absolución del confesor. La pena ha de
ser pagada con el sufrimiento en el purgatorio o con las buenas acciones en
esta vida. Aquí entra la aplicación de las indulgencias con las cuales se
perdona a los católicos, que cumplen ciertas condiciones, la pena temporal
debida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa. Es como borrar la
cicatriz de la herida que el pecado ha dejado en el alma.
CON LAS INDULGENCIAS
PODEMOS AYUDAR A LOS DIFUNTOS
El primero
de enero de 1967, Pablo VI publicó una Constitución Apostólica sobre la reforma
de las indulgencias. Se ha suprimido el antiguo modo de hablar de trescientos
días, siete años, etc., que se refería a los días de penitencia pública que
tenían que hacer los pecadores, en los primeros siglos de la Iglesia, antes de
recibir la absolución de sus pecados graves.
El
nuevo documento se puede resumir en las siguientes normas:
1) Las indulgencias se dividen en parciales y plenarias.
2) El fiel que con corazón contrito realice una acción que tenga
indulgencia parcial obtendrá además del mérito que produce esa acción, otro
idéntico, por intervención de la Iglesia. Es decir, que merece el doble.
3) La indulgencia plenaria sólo se puede ganar una vez al día, salvo en
caso de peligro de muerte.
4) Para adquirir la indulgencia plenaria, además de realizar la acción
indulgenciada, y de que no exista por parte del fiel ningún afecto o adhesión
al pecado incluso venial, hay que cumplir tres condiciones: confesión sacramental,
comunión eucarística y rezo de una oración por las intenciones del Papa. La
confesión puede hacerse varios días antes o después de cumplir la obra
prescrita. La comunión puede hacerse desde la víspera a la octava. Una sola
confesión sirve para ganar varias indulgencias plenarias. En cambio, con una
sola comunión y una sola oración por las intenciones del Papa, únicamente se
puede conseguir una sola indulgencia plenaria. La oración por el Papa basta que
sea un Padrenuestro con un Avemaría y Gloria.
Según
esta reforma de las indulgencias, las indulgencias plenarias que se pueden
ganar, una al día, en las condiciones ordinarias, se han reducido a cuatro:
a) Ejercicio del Vía-Crucis.
b) Rezo del Rosario ante el sagrario o en común.
c) Media hora de adoración al Santísimo Sacramento.
d) Media hora de lectura de la Biblia.
Si no se
cumplen las condiciones debidas, o falta la buena disposición, la indulgencia
será solamente parcial.
Aquellos
fieles que, por motivos personales o de lugar, no puedan confesar ni comulgar,
podrán obtener la indulgencia si se proponen cumplir lo antes posible estos dos
requisitos.
Las
indulgencias tanto parciales como plenarias pueden ser siempre aplicadas a los
difuntos a modo de sufragio. Se puede ganar una indulgencia plenaria aplicable
a los difuntos aunque no se haya logrado el desafecto al pecado antes indicado.
En el
momento de la muerte, cualquier fiel, debidamente dispuesto espiritualmente,
podrá ganar la indulgencia plenaria, aunque carezca en aquel momento de un
sacerdote que pueda impartírsela, con tal que durante su vida haya rezado
habitualmente alguna oración. Es una obra de caridad para con las almas del
purgatorio el ganar para ellas indulgencias plenarias..
EN ÚLTIMO CASO, SI UNO
NO SABE LO QUE TIENE QUE HACER PARA CONFESARSE BIEN, PUEDE DECIR AL CONFESOR:
«PADRE, AYÚDEME USTED».
Al
confesor se le dicen las cosas con sinceridad, tal como uno las siente en la
conciencia. Pero, si no te atreves porque te da vergüenza, le puedes decir al
confesor que tienes vergüenza, y el Padre te ayudará con todo cariño.
Y si te
acuerdas de algún pecado que hayas cometido, aunque el confesor no te lo
pregunte, díselo tú para que te lo perdone.
Mientras
el sacerdote te da la absolución y te bendice, reza el Señor mío Jesucristo , y
si no lo sabes, date golpes de pecho diciendo varias veces con toda tu alma:
Dios mío, perdóname! Dios mío, perdóname!…
En la
confesión se perdonan todos los pecados que nosotros hemos cometido después del
bautismo, por muy grandes que sean, con tal que se digan con arrepentimiento y
propósito de la enmienda; pero no el pecado original.
JorgeLoring
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