¿Qué hacer para ser más productivos y eficientes? ¿Cómo
darse tiempo para atender a la familia, compromisos, tomar vacaciones…?
Entérate cómo lograrlo.
Lee
Iacocca, aquel legendario empresario norteamericano que fue primer ejecutivo de
la Ford y que años después lograría un espectacular reflotamiento en la
Chrysler, explicaba así su experiencia de varias décadas al frente de grandes
multinacionales: «No puedo menos que asombrarme ante el gran número de personas que, al
parecer, no son dueños de su agenda. A lo largo de estos años se me han
acercado muchas veces altos ejecutivos de la empresa para confesarme con un mal
disimulado orgullo: “Fíjese, el año pasado tuve tal acumulación de trabajo que
no pude ni tomarme unas vacaciones”.
»Al escucharles, siempre pienso lo mismo. No me parece que eso deba ser
en absoluto motivo de presunción. Tengo que contenerme para no contestarles:
“¿Serás idiota? Pretendes hacerme creer que puedes asumir la responsabilidad de
un proyecto de ochenta millones de dólares si eres incapaz de encontrar dos
semanas al año para pasarlas con tu familia y descansar un poco?”.»
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un ritmo ordenado a la vida, ser dueños del propio tiempo y de la agenda, tener
un claro orden de prioridades en lo que hemos de hacer…, son premisas básicas
para la eficacia en cualquier trabajo.
¿También para educar? Pienso
que sí, por dos razones. La primera, porque educar exige tiempo y, por tanto,
orden para sacar partido al tiempo que tenemos, que es limitado. Y la segunda,
porque el orden es una virtud muy importante en la configuración del carácter
de los hijos.
Cuando no
hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir lo que más nos apetece, o
aquello que parece urgentisimo pero que resulta que no es lo que tenemos que
hacer en ese momento. Muchas veces, los agobios por falta de tiempo son más
bien agobios por falta de orden.
Es
evidente que no se puede llegar a hacer en la vida todo lo que uno quisiera,
porque no hay tiempo. El problema es por dónde se recorta, y esa decisión no la
debe tomar el capricho.
Hay
personas que despliegan una febril actividad, que van y vienen de un lado a
otro a toda velocidad, suben, bajan, hablan por teléfono, hacen mil cosas a la
vez y no acaban ninguna, sus múltiples y poco claras ocupaciones les hacen
llegar tarde a todo y con una gran sensación de prisa. Son auténticos
ejecutivos pero que luego no ejecutan casi nada útil.
Parecen
gente esforzada, pero muchas veces no es esfuerzo sino sólo su caricatura.
Porque casi siempre casualmente ese desorden les lleva a elegir la tarea que en
ese momento menos les cuesta. En el fondo son bastante perezosos.
La pereza
ordinaria es simple apatía y dejadez. Esta otra forma de pereza, que por activa
no es menos corriente, resulta en cambio algo más difícil de advertir. Pero hay
infinidad de hombres perezosos que no paran de trabajar y de moverse. Hacen
cosas constantemente, pero no las que deberían hacer.
¿Cómo aplicar esas ideas a la familia? La pereza
activa puede hacer estragos en tu hijo estudiante que no termina de comprender
que más vale estudiar intensamente tres horas y luego descansar otras tres
haciendo deporte, escuchando música o saliendo con sus amigos, en vez de
pasarse las seis horas intentando conjugar lo uno y lo otro para al final
dejarlo todo a medio hacer y con una clara sensación de descontento (y habiendo
sufrido más que si hubiera estado estudiando intensamente todo ese tiempo).
Es
también pereza activa cuando un padre o una madre de familia no cesan de ir de
un lado a otro cuando quizá deberían estar en casa con su cónyuge y sus hijos.
O cuando se entretienen sin verdadera necesidad en el trabajo y abandonan otras
obligaciones que (casualmente de nuevo) le resultan menos agradables. O cuando
se lanzan a hacer cualquier cosa que se les cruza por la cabeza sin ponderar su
oportunidad.
Se trata
de la común tentación de hacer lo urgente antes que lo importante, lo fácil
antes que lo difícil, lo que se termina pronto antes que lo que requiere un
esfuerzo continuado.
El orden
es una virtud que depende mucho de la forma de funcionar de la familia y del
colegio, y a la que desgraciadamente no siempre se le da la importancia que
tiene.
Los
padres y los profesores deben exigir que los chicos sean cumplidores, que
tengan orden, un orden razonable. Serva ordinem et ordo te servabit, decían los
antiguos: guarda el orden y el orden te guardará a ti.
Un
detalle muy formativo de la virtud del orden, por ejemplo, es la puntualidad:
enseñar a los hijos a valorar el tiempo de los demás al menos tanto como el
propio; que les preocupe si han hecho perder el tiempo a otros por sus olvidos
o su desorden.
APRENDER A ORGANIZARSE
Siguiendo
el esquema propuesto por Stephen Covey, pueden distinguirse cuatro fases o
generaciones en cuanto al modo de administrar el tiempo.
Una
primera son aquellos que elaboran listas de tareas pendientes. Con ellas toman
conciencia de lo que les queda por hacer, lo van abordando cuanto antes pueden,
y van tachando, lo que siempre proporciona una sensación gratificante. Esto, no
cabe duda, es ya bastante más de lo que son capaces de llegar a hacer muchos.
Sin embargo, es aún un esquema de organización muy pobre, puesto que la mayoría
de las veces la distribución del tiempo viene impuesta externamente por la mera
sucesión de los acontecimientos.
Pertenecen
a la segunda generación aquellos que intentan mirar un poco más adelante, y se
programan mediante el uso de la agenda: van anotando acontecimientos, compromisos
y proyectos de actividad futura, en la medida en que su tiempo les permite
darles cabida. Su anticipación les confiere una mejor organización, pero aún
rudimentaria, puesto que así no pueden valorar debidamente las prioridades: son
simples distribuidores de tiempo.
La
tercera generación suma a las dos precedentes la idea básica de establecer
prioridades. Se centra en la necesidad de fijarse unos objetivos, con sus
correspondientes plazos, y de acuerdo con ellos se prepara una planificación
diaria que alcance la mayor eficiencia. Este planteamiento supone un gran
avance respecto a la segunda generación, pues la clave no es dar prioridad a lo
que está en la agenda, sino ordenar la agenda con arreglo a las prioridades.
Sin
embargo, centrarse en la simple eficiencia en la programación y el control del
tiempo tiene a menudo efectos contraproducentes. Por ejemplo, es frecuente que
dificulte la necesaria liberalidad y espontaneidad en el modo de organizarse, y
que en consecuencia se resienta el desarrollo de las relaciones humanas, que
son tan importantes y enriquecedoras. Por esa razón, cabe pensar en una cuarta
generación, que da aún un paso más: por decirlo de una manera poco académica,
en vez de organizar el tiempo, procurar organizarse a uno mismo.
Hay
tareas que, por su naturaleza, necesitan una atención inmediata. Son cosas
urgentes que actúan sobre nosotros de forma imperiosa: el
timbre del teléfono, por ejemplo, es urgente, reclama una atención inmediata.
Suelen ser tareas cercanas, que dan impresión de actividad, entretenidas. Lo
malo es que muchas veces carecen de importancia y nos desorganizan. Ante lo
urgente, reaccionamos; ante lo importante, no siempre.
Las
cuestiones importantes pero no urgentes requieren más iniciativa, más esfuerzo,
más reflexión personal, y es fundamental centrar en ellas la organización
personal: hemos de actuar creativamente, no simplemente reaccionar ante lo que
ocurre. De lo contrario, nuestra vida se verá desviada con mucha frecuencia
hacia lo urgente no importante, pues, curiosamente, las tareas más entretenidas
y que más nos reclaman son precisamente ésas, las urgentes pero no importantes.
Hay
también muchas otras tareas que son urgentes e importantes a la vez. Para mayor
claridad, las posibles tareas que una persona puede hacer se podrían distribuir
en cuatro cuadrantes, según su grado de urgencia e importancia:
MÁS URGENTES Y
MENOS URGENTES
MÁS IMPORTANTES
I.
IMPORTANTES Y URGENTES
II.
IMPORTANTES Y NO URGENTES
MENOS IMPORTANTES
III.
NO IMPORTANTES Y URGENTES
IV.
NO IMPORTANTES Y NI URGENTES
Está
claro que las tareas no se dividen de modo tajante en importantes y no
importantes, sino que hay una gradación, pero, para entendernos, podemos
considerar ahora que todas pudieran clasificarse dentro de estos cuatro
cuadrantes.
En un día
cualquiera de la mayoría de las personas, suele haber bastantes tareas del
cuadrante I, o sea, urgentes y que además tienen importancia.
Parecería
que las personas que tengan grandes responsabilidades estarán todo el día
atendiendo cosas urgentes e importantes, y aún le quedarán muchas para el día
siguiente. Pero si lo analizamos con detalle, veremos que no debería ser así.
Precisamente por sus grandes responsabilidades es más importante que se
organicen de modo que esas tareas urgentes e importantes no llenen su día por
entero.
Si una
persona dedica todo el día solamente a cosas del cuadrante I (urgentes e
importantes), nunca dedicará nada de tiempo al II (a lo importante pero no
urgente). Y funcionando así, será difícil que organice su vida adecuadamente,
porque irá a remolque de los mil pequeños problemas urgentes e importantes que
le surgirán cada día y no dispondrá del sosiego necesario para acometer otras
muchas cuestiones también importantes pero menos acuciantes, que quedarán habitualmente
sin hacer.
Lo
urgente e importante consume y agota la vida de muchas personas: listas
interminables de cosas pendientes, constantes crisis menores que sólo ellos
pueden atender, frecuentes interrupciones y retrasos que le impiden atender
debidamente sus obligaciones, etc. Cuando uno centra su vida en el cuadrante I
(en lo urgente e importante), ese cuadrante va creciendo cada vez más, hasta
que nos domina por completo.
Así se
genera estrés, sensación de crisis continua, de estar siempre apagando
incendios. Es como hacer frente a un oleaje fuerte y prolongado. Llega una ola,
un problema importante y urgente, y lo intentamos resolver, y quizá lo
logramos, o quizá nos deja tendido en la arena. Se pone uno de nuevo en pie, y
llega otra ola, que vuelve a golpearnos, y así una vez y otra, sin que podamos
retirarnos un momento para pensar qué queremos hacer, adónde queremos ir, o
cómo podemos hacer frente con eficacia a lo no inmediato (porque el problema es
que resulta difícil pensar en cualquier cosa que no sea la siguiente ola).
Además,
otro inconveniente es que esos asiduos ocupantes del cuadrante I, que son
literalmente vapuleados por los continuos problemas de cada día, con frecuencia
buscan alivio huyendo hacia actividades del cuadrante III (urgentes pero no
importantes), o incluso —con más facilidad de lo que parece— hacia el cálido y
acogedor cuadrante IV, refugiándose en tareas que no son ni urgentes ni
importantes.
Es
necesario pensar en cómo nos organizamos: más que orientarse hacia los problemas,
es preciso tomar la iniciativa y dirigirse hacia las oportunidades, no dejarse
organizar por los problemas. De esta manera, se puede lograr reducir el tamaño
del cuadrante I, o sea, disminuir el número de tareas urgentes e importantes de
cada día, de modo que éstas puedan atenderse bien, pero dedicando suficientes
energías al cuadrante II (el de lo importante no urgente), que ha de ser el
espacio más amplio en una persona debidamente organizada.
Avanzar
en el modo organizar del tiempo es efectivamente un reto tan difícil como
importante. Y para muchas personas es un terreno tan inexplorado que sólo con
tener una cierta preocupación por avanzar en él y reflexionar de vez en cuando
sobre qué camino tomar, sólo con eso, podrían lograr mejoras sorprendentes.
De lo
contrario, uno se puede pasar la vida corriendo de un lado a otro, hablando por
teléfono compulsivamente, debatiéndose entre cientos de gestiones inaplazables
y multitud de reuniones interminables, intentando hacer más cosas de las que
razonablemente somos capaces, y, encima, después de tanta fatiga, fracasar
estrepitosamente. Y quizá entonces viéramos que podríamos haberlo evitado con
sólo hacernos unas cuantas consideraciones básicas sobre el modo de
organizarnos.
En
resumen, corremos el grave peligro de dejar de hacer muchas cosas, aun siendo
muy importantes para nosotros, por el sencillo hecho de que no reclaman de modo
imperioso nuestra atención.
APRENDER
A DECIR «NO»
Cuando
una persona está agobiada por cosas urgentes e importantes, le resulta muy
difícil sacar tiempo para esas cosas que no apremian tanto pero que son también
importantes. Al principio habrá que seguir atendiendo las numerosas actividades
urgentes e importantes del cuadrante I, pues estamos inmersos en ellas y no
podemos dejarlas sin más. En esa situación, el tiempo necesario para el
cuadrante II se puede obtener sacándolo fundamentalmente de los cuadrantes III
y IV.
Luego, a
medida que consigamos tiempo para trabajar en el cuadrante II, estaremos mucho
mejor organizados y empezará a disminuir el cuadrante I. Entonces irá
aumentando sensiblemente el rendimiento del tiempo, pues le daremos un uso
mucho más efectivo.
Una de
las claves está en identificar cuáles son esas tareas no importantes (o sea,
los cuadrantes III y IV), para sacar de ahí tiempo. En las personas más
perezosas, será el cuadrante IV (aquello que no es ni urgente ni importante) la
principal fuente de pérdidas de tiempo. En las personas más activas pero mal
organizadas, será el cuadrante III (el de lo urgente no importante) el que más
llene sus vidas y en el que habrá que entrar con decisión, y aprender a decir
no a esas actividades que nos urgen frecuentemente pero que no debemos
acometer.
Hace
algún tiempo, un antiguo compañero mío me contaba, sin disimular su angustia,
que en su empresa le habían encomendado una nueva tarea de considerable
responsabilidad. Viajaba muchísimo, tenía un horario tremendo y estaba bastante
estresado, aunque, eso sí, había aumentado sensiblemente sus ingresos.
«Lo malo —me
decía— es que en realidad yo no deseaba ese
nombramiento. Sabía que me supondría unas obligaciones que difícilmente podría
atender con el tiempo de que dispongo. Además, me está apartando de la línea de
trabajo que me había marcado hace años y, por si fuera poco, no me deja atender
bien a mi familia. Cada día tengo más problemas, pero ahora me resulta muy
difícil dejarlo, tenía que haberlo pensado antes.
»Y lo realmente triste es que sabía que esto me iba a pasar. Cuando me
lo propusieron, lo pensé, pero me sentía presionado. Puse algunas excusas, me
fueron convenciendo, intenté retrasarlo, puse algunas condiciones que estaba
seguro que no aceptarían, pero las aceptaron, y al final ya me daba reparo
echarme atrás.
»Lo mío ha sido tan sencillo y tan triste como esto: no supe decir no.
Después he sabido que también habían propuesto para este cargo a otro compañero
mío, y que en su caso la conversación no duró más allá de un minuto. Les dijo
que lo agradecía muchísimo, que se sentía muy honrado por esa elección, pero
que tenía serias razones para no aceptarlo.
»Es curioso, pero no sabía yo los líos en que uno puede meterse por no
saber contestar en el momento oportuno con un atento y cortés “lo siento
muchísimo, pero NO”. Ha sido un auténtico calvario que podría haber evitado con
sólo superar una situación un poco violenta durante unos minutos.»
En
realidad, toda persona está diciendo constantemente no a algo. Lo malo es que
si no lo dice a esas cosas que nos acosan invasivamente pero que no debemos hacer,
probablemente lo esté diciendo a cosas mucho más fundamentales pero que no
reclaman su atención.
Habrá
personas cuyo problema no sea que les cueste decir no, sino al revés: siempre
dicen que no, siempre llevan la contraria, parece como si les costara sangre
manifestar acuerdo o asentir a algo. Cada uno tiene que ver por qué lado va su
problema (y que en unos ámbitos de su vida puede ser bien distinto que en
otros), pues cada día decimos sí o no a muchísimas cosas. La esencia de una
buena organización personal está precisamente en saber discernir en cada caso
si debemos decir sí o no, y nuestro error puede provenir de establecer mal las
prioridades, de prever mal su puesta en práctica o de una falta de suficiente
disciplina personal para atenernos a ellas.
La mayor
parte de las personas piensan que su problema suele estar en esa última razón,
en que les falta constancia y disciplina para llevar a cabo lo que
repetidamente se han propuesto. Sin embargo, si analizaran con más profundidad
su caso, es probable que muchos advirtieran que su principal problema no es de
autodisciplina, sino que está antes, en que no tienen unas prioridades
suficientemente claras y desarrolladas. El modo en que cada uno organiza su
tiempo es consecuencia del modo en que cada uno ve sus prioridades. Para decir
no al reclamo del entretenido cuadrante III, o al cálido y adormecedor
cuadrante IV, hace falta tener las ideas muy claras en la cabeza, no sólo una
gran fuerza de voluntad.
EQUILIBRIO Y
FLEXIBILIDAD
Aún
recuerdo con tristeza el lamento de una persona que a sus treinta y pocos años
había logrado coronar una carrera profesional muy brillante, pero que explicaba
su difícil situación con una crudeza y un dolor sorprendentes.
«Gozo de un prestigio y un éxito extraordinarios. Sin embargo, veo con
claridad que he sacrificado casi todo en la vida para lograr esa meta. Veo que
estoy fracasando en mi matrimonio, que apenas disfruto del afecto de mis hijos,
que me siento rodeado de personas que simplemente me adulan y me tratan de forma
interesada.
»Ha llegado un momento en el que no estoy seguro de tener verdaderos
amigos. Soy una persona muy ocupada, y apenas encuentro tiempo para pensar con
calma, pero no logro alejar una duda que martillea mi cabeza desde hace años:
no sé si todo lo que estoy haciendo tendrá algún valor para alguien.
»A estas alturas casi no sé qué es lo que realmente me importa. Me
pregunto con frecuencia: todo esto que he hecho… ¿ha merecido la pena?»
Casos
como éste, que son tristemente frecuentes, nos invitan a reflexionar sobre
nuestro modo de organizarnos, sobre el necesario equilibrio personal entre
todos los ámbitos de nuestra vida. Parece claro, por ejemplo, que el éxito
profesional no puede compensar el fracaso de un matrimonio roto, la salud
perdida, el quebrantamiento ético o la traición a los propios principios.
¿Cuáles son esos ámbitos? Está la
atención a la familia: el cónyuge, los hijos, los
padres, etc. Está el propio trabajo, con sus realizaciones, sus
expectativas y su necesidad de atender a la preparación profesional. Está la
salud y el descanso, que no conviene menospreciar. Es muy importante la
cultura. No hay que olvidar tampoco las prácticas personales que requiera la
coherencia con nuestras convicciones religiosas, que son un elemento muy importante
en la vida de cualquier persona.
Para no
equivocarse a la hora de diseñar el propio proyecto de vida, es preciso, en
primer lugar, identificar los diferentes roles que uno representa, los diversos
papeles que cada uno tiene que simultanear en su vida. Por ejemplo, si nos
fijamos en el ámbito familiar, uno puede tener su papel como padre o madre,
como esposo o esposa, como hijo o hija, como suegro o suegra, como abuelo o
abuela o nieto o nieta, etc.
En cada
uno de esos papeles (lo digo en plural porque uno puede ser al tiempo esposa,
madre e hija, por ejemplo), hemos de ver qué meta hemos de alcanzar, es decir,
qué modelo de familia buscamos, cómo ha de ser la relación entre los
componentes de la familia y a qué valores se da especial relevancia.
Y dentro
de ese proyecto, hay que proponerse unos aspectos de mejora personal, y
procurar ponerlos en práctica mediante detalles concretos: por ejemplo, ser más generoso en la dedicación de tiempo
a tu mujer o a tu marido, atender con más cariño a los hijos, ser más paciente
con tu suegro, actuar con mayor fortaleza o mayor comprensión en determinados
casos, etc.
Si nos
fijamos en el ámbito laboral, los papeles que nos toque representar pueden ser
también muy diversos: como jefe de un equipo de personas y, a la vez, como
subordinado y compañero de otras; como vendedor, como comprador o como
competidor; como patrono o como trabajador; como profesor o como alumno; etc.
En cada
caso hemos de saber qué esperamos de nuestro trabajo. Por ejemplo, sería muy
pobre que lo viéramos sólo como un medio de obtener unos ingresos económicos, o
como una simple forma de autoafirmación personal; siendo objetivos legítimos,
serían insuficientes si no van unidos a otros más elevados, que nos hagan ver
ese trabajo —entre otras cosas— como un servicio a los demás y a la sociedad. A
su vez, hemos de procurar concretar esas ideas: crear un mejor ambiente con los
compañeros de oficina, fomentar el trabajo en equipo con determinadas personas,
ser más puntual, trabajar con más esmero, cuidar más los detalles, adquirir una
mayor cultura profesional, etc.
Estas
consideraciones de tipo familiar y laboral se pueden extender a otros ámbitos
de la vida, pero el papel más importante será el que representamos simplemente
como personas. En ese ámbito podrían incluirse cuestiones más de fondo: ser más
sensible a las necesidades de quienes nos rodean, proponerse mejorar seriamente
nuestra coherencia ética y religiosa, ver el modo de acrecentar nuestra
formación y nuestra cultura, etc.
De todas
formas, al final siempre se acaba por descubrir que todos los ámbitos están muy
relacionados, y que muchas veces se mezclan y confunden. Es natural que sea
así, por la unidad que posee en sí la vida del hombre, y aunque los hayamos
separado por razones de mejor exposición, está claro que se intercomunican y
que no pueden tratarse como compartimentos estancos.
Es
decisivo encontrar un equilibrio en el que quepa la atención a todas las áreas
de nuestra vida. Un equilibrio entre la utopía del que quiere abarcarlo todo
ingenuamente y la simpleza de quien se polariza en un tema y considera
incompatible con él todo lo demás. Si no alcanzamos ese equilibrio, es fácil
darse cuenta tarde de que nos hemos equivocado en aspectos importantes. Y lo
digo en este capítulo dedicado al rendimiento del tiempo porque la forma más
lamentable de perder el tiempo es equivocar el camino.
De todas
formas, dentro de tanta organización tendrá que haber bastante flexibilidad.
Nuestra planificación, nuestra agenda, nuestras metas, han de ajustarse a
nuestro estilo, nuestras necesidades y nuestra forma de ser: es la organización
para ti, no tú para la organización. Por más cuidado que uno ponga, siempre
surgirán imprevistos que obligarán a subordinar nuestro plan a una necesidad
superior, pero eso no debe inquietarnos, puesto que la organización ha de
basarse en unos principios, no en sí misma.
Sería un
grave error identificar la constancia y la firmeza propias de una buena
organización personal con la idea de volverse rígidos e inflexibles. Además, suele
ser más bien al revés, pues la flexibilidad necesita de un recio fondo de
firmeza, del mismo modo que la rigidez esconde muchas veces una débil y mal
disimulada inseguridad.
APRENDER
A CONTAR CON LOS DEMÁS
Lee
Iacocca, aquel legendario primer ejecutivo de la Ford que años después lograría
un espectacular reflotamiento en la Chrysler, explicaba así su experiencia de
varias décadas al frente de grandes multinacionales:
«Son muchos los individuos inteligentes y cualificados que han desfilado
ante mis ojos, pero que no sirven para el trabajo en equipo.
»Parecen reunir todas las condiciones. Son personas emprendedoras, y
trabajan con gran empeño, pero luego nunca llegan muy lejos: se quedan donde
estaban, o poco menos. Y lo que les impide progresar es precisamente eso: que
no logran trabajar y compenetrarse con sus compañeros.
»Por eso hay una frase que detesto encontrar en la evaluación de las
capacidades de un ejecutivo, por mucho talento que posea, y es la siguiente:
“tiene dificultades para llevarse bien con otras personas”. A mi modo de ver,
esa frase equivale al beso de la muerte en su carrera profesional. Si esa
persona es incapaz de trabajar en equipo con sus compañeros, ¿qué beneficio
puede reportar su presencia en la empresa?».
Son
muchas las personas que fracasan en su trabajo por motivos que no son
estrictamente profesionales, sino más bien de carácter y de relación con los
demás. Hay toda una serie de hábitos que son claves para nuestra capacidad de
relación con quienes nos rodean: saber trabajar en
equipo, contar más con lo que pueden aportar otros, aprender a discrepar
constructivamente y sin enconarse, conjugar exigencia y cordialidad, procurar
mandar sin humillar y obedecer sin sentirse humillado, evitar tanto la
terquedad con la excesiva influenciabilidad, etc.
Es muy
frecuente, por ejemplo, tanto en el ámbito familiar como en el laboral, o en
otros, que los repartos de tareas sean tremendamente poco efectivos: unos pueden estar sobrecargados y otros sin saber qué
hacer, o bien haciendo tareas que corresponderían más a otros, o para las que
otros están mejor preparados.
Por eso,
cuando unos padres delegan en sus hijos buena parte de la organización de la
limpieza de la casa o del cuidado del hermano pequeño, o un profesor sabe
organizar entre sus alumnos un reparto de tareas de cuidado del aula y de
preparación de actividades en beneficio de todos, o un ejecutivo consigue
formar equipos humanos que funcionen coordinadamente bajo su dirección, lo
habitual es que de esa manera se logren resultados mucho mejores, pues se
multiplica la efectividad de nuestro esfuerzo.
Hacer
equipo, saber delegar, repartir juego, alentar la iniciativa de los demás,
generar confianza, descubrir cualidades en otras personas…, son ejemplos de
capacidades personales importantes en muchos ámbitos de la vida. Hay personas
que no saben resistir la tentación de hacerlo todo personalmente, y eso les
resta eficacia de una forma dramática. Cuando, además, ocupan un puesto de
cierta responsabilidad, es lo que marca el límite de su valía. Así se lo
explicaba Iacocca a uno de sus ejecutivos más brillantes: «Quieres hacerlo todo tú. No sabes delegar. Eres quizá el
mejor colaborador que he tenido. Hasta es posible que tu trabajo valga por el
de dos…, pero olvidas que dependen de ti docenas de personas…».
Lograr un
reparto de tareas realmente efectivo —en la familia o en el trabajo o donde
sea— no es algo tan simple como que quienes mandan repitan frases del estilo de
«ve a buscar esto y tráeme esto otro», «ve allí y
dile eso», «hazme esto y avísame cuando acabes». No se trata de dar
órdenes en las que apenas cabe la iniciativa personal, sino de transmitir con
claridad lo que se desea conseguir y dejar un amplio margen a la iniciativa y
la creatividad de todos.
También
es importante saber transmitir de alguna manera la propia experiencia, de modo
que los demás comiencen donde nosotros hemos acabado y no tengan que reinventar
la rueda a cada momento. Se trata, en definitiva, de facilitar a cada uno que
pueda aprender de los errores de los demás, no sólo de los que vaya a cometer
él (aunque de ésos también aprenderá mucho).
CONFIAR EN LOS DEMÁS
Muchas
personas apenas logran trabajar en equipo (y por tanto no se benefician de las
posibilidades de multiplicar el tiempo que esto lleva consigo), por algo muy
sencillo: no se deciden a depositar confianza en
los demás.
Unos lo
hacen porque viven bajo una desconfianza general en las personas: no quieren
correr riesgos. Otros, por simple desorden: no hay
manera de que se paren a pensar en cómo mejorar su rendimiento personal.
Otros, simplemente porque no son capaces de descubrir la valía de quienes le
rodean, o porque quizá no advierten los grandes efectos que la confianza tiene
en la motivación humana: la confianza saca a la luz
lo mejor que la gente tiene dentro.
Otros,
por último, no se deciden a depositar más confianza en los demás, y tienden a
realizar por sí mismos la mayor parte de su trabajo, simplemente por ahorrarse
el esfuerzo que inicialmente supone preparar a esas otras personas hasta que
puedan ser eficaces.
En todos
los casos, es probable que multiplicaran su eficacia si comprendieran que hay
muchísimas tareas en las que una dinámica de confianza y de cooperación puede
resolver todo mucho mejor, en mucho menos tiempo y de modo mucho más
gratificante para todos.
Es
sorprendente, por ejemplo, cómo algunas familias de pocos miembros y elevados
gastos en personal de servicio no logran alcanzar el nivel de atención que
tienen otras que son más numerosas y tienen poca o ninguna ayuda doméstica,
pero están mejor organizadas. Parece claro que si se sabe cómo distribuir las
tareas entre los miembros de la familia, se puede estructurar el trabajo de
modo que se hagan más cosas, en menos tiempo y con más satisfacción para todos.
Es cierto
que el principal problema de la mayoría de las familias no es sólo de
organización, sino de disciplina. Porque pueden hacerse planes perfectos sobre
el papel, el problema es luego que cada uno quiera cumplirlo. Pero quizá en
muchos casos no será tanto cuestión de disciplina —que algo siempre hace falta—
como de crear un clima adecuado. Aquí habría que hablar de motivación, y de
sinergias, que son temas que trataremos más extensamente en los dos próximos
capítulos. De todas formas, mi impresión es que la gente está habitualmente más
dispuesta a cooperar de lo que solemos pensar, si se plantean bien las cosas.
La gente tiene dentro muchas cosas buenas, lo que nos falta muchas veces es
ingenio para saber sacarles brillo.
Por
ejemplo, al principio tú puedes ordenar la habitación mejor y más rápido que tu
hijo de siete años. Pero es mucho mejor despertar el interés del niño para que
sea él quien lo haga. Eso lleva un mayor tiempo y esfuerzo iniciales, porque
hay que enseñarle a hacerlo, y hay que motivarle, pero luego se recupera con
creces, en todos los sentidos.
Lo ideal
al delegar o sugerir una tarea es lograr que el encargado de hacerla sea su
propio jefe. Con personas menos maduras, hay que especificar más las
directrices que han de seguir, estar más pendiente de cómo lo hacen y, en su
caso, aplicar de forma más inmediata las posibles consecuencias acordadas según
el mejor o peor resultado. Pero lo deseable es que todo eso vaya disminuyendo,
de forma que baste con que cada uno sepa lo que debe hacer, esté motivado y sepa
aplicar luego su ingenio y su creatividad personal al modo de llevarlo a
efecto.
ORDEN Y PREVISIÓN
La
compañía Priority Management of Pittsburgh Inc. publicó hace unos años unos
estudios de población francamente originales, todos del estilo más típicamente
norteamericano. Uno de los datos estadísticos que aportaba ese estudio era que
el ciudadano medio de aquel país pasa aproximadamente un año de su vida
buscando cosas que no recordaba dónde había puesto.
He de
confesar que cuando lo leí me llamó bastante la atención, y pensé que era una
exageración. Después empecé a hacer unos cálculos: supongamos
que un año es una setenta-y-cinco-ava parte de la vida; como el día tiene 24
horas, perder un año entre setenta y cinco es como perder 24/75 horas en un día,
es decir, que si fuera cierto ese estudio habitualmente perderíamos del orden
de 19 minutos diarios.
Quizá sea
algo exagerado, o quizá no. Es difícil saberlo. En cualquier caso, si en esos
19 minutos diarios se incluyera el tiempo que perdemos cada día como
consecuencias de olvidos, desorden y mala organización, me parece que se
quedaría bastante corto.
Y pensaba
de nuevo: un año entero buscando cosas perdidas,
agobiado por olvidos imperdonables, lamentándonos de no habernos acordado de
cosas, o de no haberlas previsto. Además, eso será la media, porque hay
gente muy ordenada, a la que corresponderá mucho menos de un año; pero otros,
que son un caos, pasarán en su vida esa angustia durante dos, tres, diez años… ¡quién sabe!
Francamente,
resulta un poco frustrante imaginar tanto tiempo pasado así. Al menos, es una
buena razón para pensar un poco en cómo ser algo más ordenados. ¿Cuánto tiempo perderemos cada día por falta de
previsión, por no organizarnos mejor, por no hacer lo que tenemos que hacer…?
Si te interesa, haz un cálculo estimativo en minutos diarios, multiplica por
0.052 y tendrás el correspondiente número de años de vida perdidos.
Cuando no
hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir lo que más nos apetece, o
lo que más reclama nuestra atención, y es natural que en bastantes ocasiones no
coincida con lo que debemos hacer en ese momento. Muchas veces hablamos de
agobios por falta de tiempo que quizá son más bien agobios por falta de orden.
PARA GANAR EN ORDEN,
PUEDE RESULTAR ÚTIL REVISAR CADA UNO DE ESTOS PUNTOS:
si procuramos detectar los aspectos importantes, concretarlos y después
establecer un orden de prioridades adecuado;
si lo que hacemos es lo que realmente tenemos que hacer nosotros, porque
quizá dedicamos muchas horas a cuestiones que nos gustan mucho pero que
deberían estar haciendo otros (o las hacemos nosotros para evitarnos la
molestia de hacer que las haga quien tiene que hacerlas);
si sabemos cortar a tiempo con esas tareas, para las que siempre falta
tiempo, pero que quizá son menos importantes que otras que solemos dejar
sistemáticamente;
si podemos trasladar algunas ocupaciones menos importantes a horas de
menos agobio de tiempo (por ejemplo, a horas que no sean las cruciales para atender
a la familia, estudiar o trabajar con serenidad); etc.
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