“No ruego que los
retires del mundo, sino que los guardes del maligno” (Jn 17,15). Esta
súplica forma parte de la llamada “oración
sacerdotal” de Jesús. Creo que esta petición señala un horizonte a
seguir en la vida: No es preciso “huir” del mundo,
sino solo “huir” del mal.
No veo como meta de un
cristiano la aspiración a crear comunidades apartadas de los tiempos y de la
historia. Tampoco creo que el Señor nos llame a una suerte de “guerra santa”, a una especie de “reconquista”. No. Jesús nos llama a creer, a
vivir en conformidad con nuestra fe y a anunciar la Buena Noticia, que es Él en
persona.
Tenemos, los cristianos, que
experimentar el gozo de Caná, de las bodas de Caná, del vino nuevo que allí se
sirve. Este vino nuevo es el mejor. Solamente si uno está ebrio se inmuniza
ante la posibilidad de captar esa mejoría. Pero no necesitamos estar ebrios. El
cristianismo, la vivencia de la fe, debe bastarnos para no confundir lo bueno
con lo peor. Y debe bastarnos esa evidencia para sentirlo así y para
transmitirlo así.
El “mundo”
no es el reino del mal. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI dice en su libro “Jesús de Nazaret” sobre san Francisco de Asís: “con la fundación de la Tercera Orden aceptó luego la
distinción entre el compromiso radical y la necesidad de vivir en el mundo”.
Aceptar la propia tarea en el mundo no puede ser óbice para aspirar a la más
íntima comunión con Cristo, a “tener como si no se
tuviera” (cfr. 1 Cor 7,19).
No me imagino, como católico,
hacerme “menonita” o “amish” para ser cristiano. Ni tampoco espero que, como
católico, Dios dicte directamente una norma de cómo ha de ser la sociedad o el
Estado. Como escribe Ratzinger-Benedicto: “los
ordenamientos políticos y sociales concretos se liberan de la sacralidad
inmediata, de la legislación basada en el derecho divino, y se confían a la
libertad del hombre…”.
No debemos tener miedo a la
libertad. Pero una libertad verdadera no es tal si pretende ser una libertad
contra Dios y contra el hombre. Ser libre consiste en poder elegir, sin
coacción, aquello que nos conduce a la plena realización de nosotros mismos.
El Concilio Vaticano II
recuerda que “la criatura sin el Creador
desaparece” (GS 36). Una libertad contra Dios es un absurdo. Una
entronización, sin más, del derecho positivo puede equivaler a la prevalencia
de lo que manda el que puede pasando por encima del “derecho
apodíctico”, de lo que “debe ser”, de
lo que garantiza la dignidad del hombre a partir de la dignidad de Dios.
La razón debe unirse a la fe;
el sentido común a la revelación. No hay que huir ni del mundo ni de la razón.
Sí hay que superar el secularismo y el fundamentalismo religioso. Debemos,
decía Benedicto XVI, ampliar, no reducir, nuestro concepto de razón y de su
uso: “Porque, a la vez que nos alegramos por las
nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que
surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos.
Solo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si
superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que
se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte
en toda su amplitud” (Benedicto XVI).
Guillermo Juan
Morado.
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