Es muy frecuente oír frases
que quieren subrayar- o mejor, darnos la impresión-, de que estamos viviendo «nuevos cambios en la Iglesia»; que estamos
asistiendo al inicio de «una nueva historia, una
nueva época para la Iglesia»; e incluso alguien se anima a anunciar «proféticamente» que la Iglesia «debe comenzar de cero»; etc. etc.
Es muy frecuente oír frases
que quieren subrayar- o mejor, darnos la impresión-, de que estamos viviendo «nuevos cambios en la Iglesia»; que estamos
asistiendo al inicio de «una nueva historia, una
nueva época para la Iglesia»; e incluso alguien se anima a anunciar «proféticamente» que la Iglesia «debe comenzar de cero»; etc. etc.
Otras veces, los anuncios de «ese nuevo aire» del que hablan –a Dios gracias,
no mencionan al Espíritu Santo- pretenden convencer a los creyentes de que es
necesario revitalizar los cadáveres dentro de la Iglesia, como ocurrió en la
visión del profeta. Y este «resucitar de cadáveres»
tendría lugar justo cuando los mensajes de «esa
Iglesia cambiada» los comprendan las «periferias
del mundo», porque los mensajes se hayan acomodado al «espíritu del mundo que esas periferias «entienden» muy
bien».
Si uno se atiene a las
palabras de algunos eclesiásticos, obispos, y cardenales, que comentan
satisfechos, por ejemplo, que «las recomendaciones
de la Santa Sede sobre el cambio climático ya están de acuerdo con las de la
ONU»; o que «se ha iniciado una nueva
historia para la Iglesia»; o que la Iglesia «no
tiene que insistir en los dogmas y en una moral rígida, si quiere acoger a
todos los hombres en sus brazos», etc., podemos sacar la falsa
conclusión de que la Iglesia está cambiando.
No. No caigamos en esa
falsedad. No nos dejemos engañar, lo diga quien lo diga. El Credo de la
Iglesia, los Mandamientos; la Fe y la Moral siguen intactos y seguirán siempre
porque son la Luz y el Camino para todas las generaciones de seres humanos que
pisen la tierra. No se quedarán jamás ni viejos ni caducos. Las palabras de
Cristo son palabras de Vida Eterna.
Lo que está cambiando es la
mente de esas personas que desoyen veinte siglos de predicación auténtica del
Mensaje de Cristo con las palabras y la sangre de los santos y de los mártires;
y ceden acomplejados por la estrechez de mente y maldad de corazón, a lo que
llaman «espíritu del tiempo», «espíritu del siglo»,
siempre con minúscula. Son eclesiásticos que no menciona en sus
predicaciones ni el pecado, ni el arrepentimiento, ni el amor de los hombre a
Dios, y apenas hablan de un vago sentido de «misericordia»;
que no hacen referencia a la Vida eterna, que han borrado de su
vocabulario la palabra «infierno», y que
algunos llegan a borrar de su vocabulario; que celebran la Liturgia, no como una
manifestación y presencia de Dios, sino como una simple reunión de pueblo.
Ya Benedicto XVI salió muy al
paso de esta situación, cuando al referirse al espíritu con que debía ser
vivido el Concilio Vaticano II, habló sobre su verdadera interpretación: desechó
la «hermenéutica de la discontinuidad y de la
ruptura», y afirmó la «hermenéutica de la
reforma».
No, la Iglesia no cambia en su
esencia ni en su misión. «La Iglesia, tanto antes
como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y
apostólica en camino a través de los tiempos; prosigue «su peregrinación entre
las persecuciones del mundo y los consuelos e Dios», anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva». Así
lo recordó también en ese mismo discurso del 22-XII-2005, a los cardenales,
obispos y prelados de la Curia romana.
La línea de la «discontinuidad y de la ruptura» acabaría en una
iglesia que ni siquiera llegaría a ser una ONG, porque sería una porción de
hombres y mujeres que seguirían las huellas del Arlequín de turno, y acabarían
precipitándose en un abismo. Y tantas veces el papa Francisco ha insistido en
no convertir la Iglesia en una ONG.
En la Iglesia puede haber
cambios, y de hecho los ha habido a lo largo de los siglos, en los modos de
presentarse los eclesiásticos: desde la silla papal, por ejemplo, en la que el
Papa era llevado a hombros por la plaza de san Pedro, hasta el «papamóvil» actual-; modos de relacionarse a
través de la figura jurídica de «el estado
vaticano», con los gobiernos de las naciones del mundo; modos de
celebrarse las ceremonias, incluso las relacionadas directamente con la
celebración de los Sacramentos, etc.
Ha habido también opiniones
contrastantes sobre cuestiones importantes que, al fin, la Iglesia les ha dado
la verdadera interpretación de acuerdo con la Fe vivida. Estos, más que cambios
son el fruto de un conocimiento más profundo e iluminado por el Espíritu Santo,
de las verdades vividas y expresadas por Cristo.
La Iglesia no cambia; se
reforma y se enriquece al adentrarse paso a paso en el Misterio de Dios que
vive en ella; y que ella tiene la misión de comunicar a los hombres.
«Por eso la
reforma más ambiciosa es la que lleva a la Iglesia a estar más implacablemente
decidida en su camino hacia la santidad y en su anuncio de la Buena Nueva. Las
súplicas del mundo para superar los falsos valores materialistas e ideológicos,
por débiles que sean, son oportunidades que la Iglesia no puede dejar pasar. A
través de ellos los hombres vuelven su mirada hacia Dios. En este mundo
ajetreado donde no existe tiempo ni para la familia, ni para uno mismo, y menos
para Dios, la auténtica reforma consiste en redescubrir el sentido de la
oración, el sentido del silencio, el sentido de la eternidad» (Card. Sarah, «Dios o nada», pág. 179)
En una palabra, el sentido de
la relación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con nosotros; y el sentido de
nuestra relación con Él.
Ernesto Juliá
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