La humanización
constituye nuestra seña de identidad como especie biológica. La unidad de la
especie exige el respeto y la consideración de la misma dignidad para todos sus
miembros, pero sólo para sus miembros.
Decía Chesterton que nada
debilita más, en lo referido a las perspectivas de trabajo, que esa inmensa
importancia que se da a la victoria inmediata. No hay nada que fracase tanto
como el éxito. Dicho con palabras de Amado Nervo: «La
mayor parte de los fracasos nos viene por querer adelantar la hora de los
éxitos».
Esto debería saberlo Ruth
Beitia, atleta retirada acostumbrada a la disciplina y al esfuerzo. Pero el
deseo de poder desbarata cualquier virtud y evidencia que casi nunca los cargos
responden a los méritos personales. Recién nombrada candidata del PP a la
presidencia de Cantabria, y refiriéndose a la necesidad de una revisión de la
Ley de Violencia de Género, Beitia ha mostrado su rostro activista y
materialista, identificando el maltrato animal a la violencia machista, señalando que el hombre no es más que un animal, puro
mecanicismo biológico: «se debe tratar
por igual a un animal si está maltratado, una mujer y un hombre, porque todos
somos seres humanos y hay que valorar cada caso por individual».
¿Cómo se llega a
esta situación? Sin duda hay precedentes muy cercanos. En su obra La liberación animal, Peter Singer rebaja la
dignidad de la vida humana al situar al hombre como un ser más de la naturaleza,
que no se debe diferenciar de otros animales en sus derechos individuales.
Singer dirá que introducir ideas de dignidad y valor como sustitutas de otras
razones para distinguir a los humanos de los animales no basta, puesto que hay
muchos seres humanos (embriones o comatosos) que se encuentran por debajo del
nivel de conciencia o inteligencia de muchos seres no humanos.
La humanización constituye
nuestra seña de identidad como especie biológica. La unidad de la especie exige
el respeto y la consideración de la misma dignidad para todos sus miembros,
pero sólo para sus miembros. No tiene
sentido otorgar humanización a seres pertenecientes a otras especies con las
que existen barreras insalvables de intercambio genético y cultural. Si ningún
ser humano debe ser excluido de la calificación de ser personal, ningún ser
perteneciente a otra especie debe ser llevado a la misma consideración que la
que es propia de nuestra especie.
El Diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española define la persona como «el
individuo de la especie humana». Lo que señala la RAE es que persona es
un ente que posee el acervo genético de la especie Homo
Sapiens, es decir, ADN humano. Lo cual nos lleva a que existe un
derecho de todo ser humano a ser considerado diferente de los no humanos en
base a una dignidad especial sustentada en su naturaleza biológica humana,
asentada en la información genética de su ADN.
Otra cosa bien distinta es que
el hombre deba cultivar una adecuada sensibilidad con respecto al mundo que le
rodea. La crueldad, la brutalidad y la insensibilidad al dolor ajeno (sea de
personas o animales) es una degradación de lo que debe ser el hombre. Por
tanto, el trato cruel con animales, cuando no se hace por razones serias, o
permite su sufrimiento inútil, produce el mayor mal que existe, la degradación
del hombre mismo. La causa principal por la que el hombre debe tratar «humanamente» a los animales es el respeto que se
debe a sí mismo. El hombre no puede degradar su dignidad con una conducta que
no tenga en cuenta el sufrimiento animal; y si lo permite o lo produce ha de
ser por razones suficientemente serias. Esta conducta que respeta la dignidad
humana implica que el hombre capta adecuadamente el valor de los seres vivos y
de la naturaleza, y la necesidad de legar a los hombres de generaciones futuras
un mundo en buenas condiciones, sin una degradación excesiva producida por su
deseo egoísta de aprovechar lo presente sin previsión ni respeto adecuado a sus
herederos. Pero el punto clave por el que el hombre debe hacer todo esto es el
mantenimiento de su propia dignidad. La crueldad inútil con los animales es
contraria a la dignidad humana de quien así actúa.
Aunque esté justificado
producir algún daño a los animales, siempre será preferible que este daño no exista,
o sea el menor posible, pues, a fin de cuentas, se produce voluntariamente
(aunque no sea la intención que se pretende). De aquí se deriva la regla de las
tres erres, que es un tema obligado en la ética de la experimentación animal, y
que pretende reducir esos daños colaterales a los animales. Esas tres erres,
que son iniciales de palabras inglesas, se traducen al castellano sin forzar
demasiado el significado de los términos: reemplazar,
reducir y refinar. La primera R se
refiere a reemplazar, es decir, sustituir los animales de laboratorio por
equivalentes que no empleen animales de ningún tipo: cambiar
los animales por otras cosas. En segundo lugar, se trataría de reducir
el número de animales empleados en la investigación. En tercer lugar, minimizar
el sufrimiento animal es la tarea de refinar la experimentación.
Pero todo esto Ruth, que es
fisioterapeuta, lo habrá estudiado en ética y bioética, en experimentación con
seres humanos y animales, en la genética y dignidad del ser humano, donde el
hombre es un valor máximo. De lo contrario, que «es el alcalde el que quiere
que sean los vecinos el alcalde», habría convertido una filigrana jocosa de
Rajoy en una práctica habitual en la esfera pública.
Roberto Esteban Duque
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