Esta mujer de salud
débil fue un portento de actividad apostólica, de acción política y diplomática
a favor de la Iglesia.
Nació en Siena, en la calle de los
Tintoreros, el año 1347. Hija gemela con Giovanna, dato que no tiene nada de
particular, salvo si se tiene en cuenta que antes que ellas le habían nacido a
sus padres veintidós hermanos y aún después les vino el benjamín.
Hija de un tintorero, Giacomo Benincasa,
casado con Lapa de Puccio del Pagianti. No aprendió nunca a escribir, aunque no
por eso deja de ser Doctora de la Iglesia. Cuando le llegó el momento de decir
cosas al mundo, siempre dictó su pensamiento irresistible.
Cuando tenía dieciséis años, ingresó en las
Hermanas de la Penitencia de Santo Domingo que eran llamadas «mantellate» por su manto
negro sobre un hábito blando ceñido con una correa, y que se dedicaban a la
atención de pobres y enfermos. Eran la Tercera Orden dominicana. La peste
negra, que se llevó por delante más de un tercio de la ciudad, supuso una
ocasión para vivir con heroísmo su amor al prójimo.
Terriblemente atormentada con tentaciones
sutiles combatidas con mortificación interior y mucha penitencia exterior, se
entregó a una actividad incansable, recibiendo abundantes gracias místicas y
entremezclando dulzura en el trato con Jesús y con la Virgen. Fuerte por su
espíritu de oración y penitencia, se dispuso a influir en personas de toda
clase y condición con sus palabras y escritos. Muy pronto comenzó a dictar
cartas sobre temas espirituales, que la proporcionaron todavía más admiración.
En 1374, Raimundo de Capua, futuro rector general de la orden dominica, se
convirtió en su director espiritual, quedando desde entonces asociado de forma
estrecha a todas sus actividades.
Trabajó incansablemente por la paz y
concordia de las ciudades; se la vio en Lucca, donde trató de impedir la
alianza con Florencia, en contra del papa; o acercándose en misión de paz al
castillo de Roca de Tentennano, en la Val d’Orca, para intentar apaciguar
fuegos de pasiones y aplacar odios enconados; o en Florencia, en rebeldía y
condenada a la pena de entredicho, a donde fue enviada por el papa para
entablar negociaciones a pesar del tumulto y amenazas de muerte por parte de
los florentinos, consiguiendo la paz, aunque ya fuera en tiempos de Urbano VI.
Defendió con energía los derechos y la
libertad del Papa en aquellos tiempos difíciles del exilio de Avignon, a donde
se desplazó, en 1376, para intervenir ante Gregorio XI, en nombre de Florencia,
entonces en guerra con el pontificado, buscando el bien de la Cristiandad tan
necesitada de reforma de costumbres en todas partes, de reforma en el clero
alto y bajo, en los religiosos y en los fieles. Aunque solo tenía veintinueve
años, vio personalmente al Pontífice, pidió su retorno a Roma y convenció al
indeciso y endeble papa Gregorio XI para que concluyera el exilio en Avignon.
Constató con amargura la triste situación de la Iglesia, atestada de
eclesiásticos mundanos, metidos en política hasta los huesos, olvidados de la
vida interior propia y de los fieles; previó el terrible cisma y el antipapa;
se refugió en la contemplación de la misericordia divina y en el abandono en su
providencia; fue cuando dictó su Diálogo que resume toda la existencia y misión
de Catalina.
Extremadamente fiel al papa, ya consumado
el Cisma de Occidente en el 1378, llevó adelante en Roma una campaña a favor
del verdadero papa Urbano VI. Habla con los cardenales en el Consistorio, manda
cartas a los príncipes y personas influyentes, se propone hacer ver a todos que
los males y renuncias actuales de la Iglesia solo tienen solución con una ola
de santidad en la jerarquía y en el pueblo.
El eco de su alma se refleja con claridad
en las más de 400 cartas que se conservan; en ellas aparecen con frecuencia
juntos dos temas: la reforma y la cruzada.
En Pisa había recibido el premio de los
estigmas de la Pasión para expiar por los pecados de la Iglesia y el anillo de
las esposas –que significa unidad–, para rubricar la unión mística con el
Esposo.
Esta defensora de los derechos divinos y
peleona contra los enemigos de dentro de la Iglesia murió en la primavera del
1380, el 29 de abril, con treinta y tres años, al desmoronarse su cuerpo en
holocausto, como ella misma refirió: «Sabed que muero de pasión por la Iglesia». En la Vía del Papa,
cerca del convento y de la iglesia de Santa María de Minerva que tienen los
dominicos, donde ella tenía su habitación cuando estaba en Roma, dictó sus
últimas cartas-testamento interrumpidas por la exclamación «pequé, Señor, compadécete de mí», haciendo
recaer sobre sus hombros el peso de los pecados de infidelidad, las debilidades
endémicas, los desmayos y transigencias con el mundo que habían cometido los
demás.
Pío II la canonizó en 1461. Doctora desde que el papa Pablo VI la nombró
en 1970.
En la inauguración de las sesiones del
Sínodo de obispos del 1999, cuando se preparaba la Iglesia para el comienzo del
tercer milenio, el Sumo Pontífice la declaró Patrona de Europa, junto a Edith
Stein y Brígida de Suecia, queriendo colocar tres figuras femeninas junto a los
patronos Benito, Cirilo y Metodio para subrayar el papel que las mujeres han
tenido y tienen en la historia eclesial y civil del continente.
Archimadrid.org
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