En la
prisión de Opera, cerca de Milán, tres hombres condenados por homicidio cocinan
las obleas: “Son el fruto de nuestra redención”
Un kilo de harina, tres cucharadas (¡pero abundantes!) de almidón y una
jarra de agua. Ciro junta los ingredientes, meticuloso. Tiene los ojos azules,
la sonrisa amplia y un irresistible acento napolitano. Mezcla con cuidado, para
que no se formen grumos. Tiene las manos grandes y fuertes, pero empuña la
cuchara con reverencia. Ciro, con esas manos, ha matado. Ha matado: tiene
cadena perpetua.
“La masa tiene que quedar cremosa”, explica. Después toma el cucharón,
lo llena a medias y lo vierte sobre una placa caliente: “El secreto es cerrar
en seguida la tapa del molde y esperar un minuto exacto”.
Ciro tiene un reloj de cocina, pero la primera regla que aprendes en la
cárcel es que detrás de las barras las horas no se calculan con los relojes:
“Un minuto corresponde al tiempo que tardo en rezar un Ave María”, confía.
Después abre el molde y sus manos elevan una hoja de pasta. Delgada y
crujiente.
Cristiano lo toma aún caliente, se sienta en el banco con la espalda
recta. Le toca recortar: entre sus manos, esta fina capa blanca y fragrante se
transforma en cientos de hostias. Giuseppe las recoge, las controla, descarta
las que no están bien terminadas, después las mete en una bolsa transparente y
las sella.
Manos pacientes que cortan, terminan, embolsan. Manos que en el pasado
quitaron la vida, y que hoy dan forma al pan que se convertirá en el cuerpo de
Cristo. En la cárcel de máxima seguridad de Opera, en Milán, con un puñado de
harina y un poco de agua, Ciro, Cristiano y Giuseppe intentan vivir “su”
Jubileo de la misericordia.
Gracias al director Giacinto Siciliano, que ha puesto a disposición un
laboratorio acondicionado, y a la fundación Casa dello spirito e delle arti,
que consiguió las dos planchas con las que es posible producir casi 700 hostias
por cada masa. Que después se entregan a las parroquias, consagran durante el
rito de la Misa y se distribuyen a los fieles. Un trabajo exigente, pero
también una esperanza.
Cuánto pesan los
errores
“En el pasado”, cuentan los tres presos, “nos manchamos con la violación
más atroz de los diez mandamientos, el homicidio. Hoy, sin embargo, podemos
hacer llegar el fruto de nuestra voluntad de redención a los corazones de las
personas, sobre todo de esas cuyo sufrimiento se debe a los crímenes cometidos
por nosotros”. Por los cuales están teniendo penas durísimas.
Ciro, por ejemplo, está “dentro” desde hace 34 años: “Diez años por
homicidio en grado de tentativa, después salí y a los diez meses estaba de
nuevo en la cárcel. Por homicidio…”. Lo ha perdido casi todo, desde entonces:
amigos, trabajo, futuro. Pero no el amor de su mujer y su hija, que tiene 24
años y nació ya con el padre condenado de por vida. Sobre todo, no ha perdido
la fe. “Nunca podría”, afirma. “La oración para mi es fundamental”.
Giuseppe está detrás de las barras desde hace 20 años, tiene 48 años y
es ya abuelo: tampoco para él llegará la libertad. Es el más taciturno del
grupo, menea la cabeza si una hostia está demasiado cocida o mal cortada.
“Parece un trabajo mecánico el mío, pero te cambia por dentro”, admite.
“Hacer algo cuyos resultados puedes ver, y mientras tanto rezar, te hace estar
bien. Te hace sentir vivo. Es una profunda experiencia espiritual, también
humana, porque este momento de conversión está acompañado por la posibilidad de
realizarse concretamente en un trabajo, un proyecto cuyos frutos nos dan
dignidad. ¡Es bonito saber que cientos de parroquias reciben las hostias de
nuestras manos!”. Y así se convierten en instrumento de paz.
Reflexionar sobre el
mal
“Son numerosos los sacerdotes implicados», explica Arnoldo Mosca
Mondadori, fundador y alma de la Casa dello spirito e delle arti, “no sólo en
Italia, sino también en Francia, en Nairobi, Sri Lanka, Congo, India. A través
de este proyecto queremos hacer nacer entre los fieles una reflexión sobre el
tema del mal y sobre el hecho de que todo ser humano necesita ser salvado por
Cristo. Así damos valor al camino de conversión hecho por los presos, pero
damos también una posibilidad de conciencia a tantos cristianos que, a menudo,
se acercan a la Eucaristía sólo por costumbre”.
Su deseo más grande es el de ofrecer las hostias al Papa, para que las
consagre durante una celebración eucarística. “Me gusta este trabajo”, cuenta
Cristiano, “me hace sentir mejor”. Tiene los ojos brillantes por la fiebre,
pero llega puntual al laboratorio. Explica cómo obtener un recorte “centrado”,
subraya cuánta atención se necesita para no romper la hoja de pasta y cuánta
fuerza imprimir para un acabado preciso de cada hostia. Es el más joven de los
tres, este guapo muchacho de ojos oscuros y jeans a la moda. “Me he equivocado
y he pedido perdón”, confiesa. “Poder ver al Papa sería un sueño”.
Ciro también tiene un sueño: “Me gustaría poder salir de aquí, aunque
sólo fuera unas horas, y acompañar a mi hija a ver Milán, ir al Duomo… La
abrazaría fuerte, la tomaría siempre de la mano”. Manos de asesino, manos de
pecador, manos de padre.
Por Agnese Pellegrini. Publicado por la revista Credere y traducido por
Aleteia
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