El Papa Francisco celebró en el Vaticano este 28 de marzo, Domingo de Ramos, la Misa de la Pasión del Señor en la que invitó en esta Semana Santa a contemplar con asombro los misterios de la pasión y muerte de Jesús.
“Hermanos y hermanas, hoy Dios continúa
sorprendiendo nuestra mente y nuestro corazón. Dejemos que este estupor nos
invada, miremos al Crucificado y digámosle también nosotros: ‘Realmente eres
el Hijo de Dios. Tú eres mi Dios’”, dijo el
Papa.
A continuación, la homilía pronunciada por el Papa
Francisco:
Esta Liturgia suscita cada año en nosotros un sentimiento de asombro.
Pasamos de la alegría que supone acoger a Jesús que entra en Jerusalén al
dolor de verlo condenado a muerte y crucificado. Es un sentimiento profundo que
nos acompañará toda la Semana Santa. Entremos entonces en este estupor.
Jesús nos sorprende desde el primer momento. Su gente lo acoge con
solemnidad, pero Él entra en Jerusalén sobre un humilde burrito. La gente
espera para la Pascua al libertador poderoso, pero Jesús viene para cumplir la
Pascua con su sacrificio. Su gente espera celebrar la victoria sobre los
romanos con la espada, pero Jesús viene a celebrar la victoria de Dios con la
cruz. ¿Qué le sucedió a aquella gente, que en
pocos días pasó de aclamar con hosannas a Jesús a gritar “crucifícalo”?
¿Qué sucedió?
En realidad, aquellas personas seguían más una imagen del Mesías, que
al Mesías real. Seguían una imagen, no al Mesías. Admiraban a Jesús, pero no
estaban dispuestas a dejarse sorprender por Él. El asombro es distinto de la
simple admiración. La admiración puede ser mundana, porque busca los gustos y
las expectativas de cada uno; en cambio, el asombro permanece abierto al otro,
a su novedad. También hoy hay muchos que admiran a Jesús, porque habló bien,
porque amó y perdonó, porque su ejemplo cambió la historia. Lo admiran, pero
sus vidas no cambian. Porque admirar a Jesús no es suficiente. Es necesario
seguir su camino, dejarse cuestionar por Él, pasar de la admiración al
asombro.
¿Y qué es lo que más sorprende del Señor y de su
Pascua? El hecho de que Él llegue a la
gloria por el camino de la humillación. Él triunfa acogiendo el dolor y la
muerte, que nosotros, rehenes de la admiración y del éxito, evitaríamos.
Jesús, en cambio —nos dice san Pablo—, «se
despojó de sí mismo, [...] se humilló a sí mismo» (Flp 2,7.8).
Sorprende ver al Omnipotente reducido a nada. Verlo a Él, la Palabra que sabe
todo, enseñarnos en silencio desde la cátedra de la cruz. Ver al rey de reyes
que tiene por trono un patíbulo. Ver al Dios del universo despojado de todo.
Verlo coronado de espinas y no de gloria. Verlo a Él, la bondad en persona,
que es insultado y pisoteado. ¿Por qué toda esta
humillación? Señor, ¿por qué dejaste que
te hicieran todo esto? Y esta pregunta nos asombra.
Lo hizo por nosotros, para tocar lo más íntimo de nuestra realidad
humana, para experimentar toda nuestra existencia, todo nuestro mal. Para
acercarse a nosotros y no dejarnos solos en el dolor y en la muerte. Para recuperarnos,
para salvarnos. Jesús subió a la cruz para descender a nuestro sufrimiento.
Probó nuestros peores estados de ánimo: el
fracaso, el rechazo de todos, la traición de quien le quiere e, incluso, el
abandono de Dios. Experimentó en su propia carne nuestras
contradicciones más dolorosas, y así las redimió, las transformó. Su amor
se acerca a nuestra fragilidad, llega hasta donde nosotros sentimos más
vergüenza. Y ahora sabemos que no estamos solos. Dios está con nosotros en
cada herida, en cada miedo. Ningún mal, ningún pecado tiene la última
palabra. Dios vence, pero la palma de la victoria pasa por el madero de la
cruz. Por eso las palmas y la cruz están juntas.
Pidamos la gracia del estupor. La vida cristiana, sin asombro, es
monótona. ¿Cómo se puede testimoniar la alegría
de haber encontrado a Jesús, si no nos dejamos sorprender cada día por su
amor admirable, que nos perdona y nos hace comenzar de nuevo? Si la fe
pierde su capacidad de sorprenderse se queda sorda, ya no siente la maravilla
de la gracia, ya no experimenta el gusto del Pan de vida y de la Palabra, ya no
percibe la belleza de los hermanos y el don de la creación. Y no tiene otra
alternativa que refugiarse en el legalismo, en el clericalismo, en todas estas
cosas que Jesús condena en el capítulo 23 de Mateo.
En esta Semana Santa, levantemos nuestra mirada hacia la cruz para
recibir la gracia del estupor. San Francisco de Asís, mirando al Crucificado,
se asombraba de que sus frailes no llorasen. Y nosotros, ¿somos capaces todavía de dejarnos conmover por el amor
de Dios? ¿Por qué hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante él? Tal
vez porque nuestra fe ha sido corroída por la costumbre. Tal vez porque
permanecemos encerrados en nuestros remordimientos y nos dejamos paralizar por
nuestras frustraciones. Tal vez porque hemos perdido la confianza en todo y nos
creemos incluso fracasados. Pero detrás de todos estos “tal vez” está el hecho de que no nos hemos abierto al don del
Espíritu, que es Aquel que nos da la gracia del estupor.
Volvamos a comenzar desde el asombro; miremos al Crucificado y
digámosle: “Señor, ¡cuánto me amas, qué valioso
soy para Ti!”. Dejémonos sorprender por Jesús para volver a vivir,
porque la grandeza de la vida no está en tener o en afirmarse, sino en
descubrirse amados. Esta es la grandeza de la vida descubrirse amados y la
grandeza de la vida está en la belleza de amar. En el Crucificado vemos a Dios
humillado, al Omnipotente reducido a un despojo. Y con la gracia del estupor entendemos
que, acogiendo a quien es descartado, acercándonos a quien es humillado por la
vida, amamos a Jesús. Porque Él está allí, en los últimos, en los
rechazados, en aquellos que nuestra cultura farisea condena.
Hoy el Evangelio nos muestra, justo después de la muerte de Jesús, la
imagen más hermosa del estupor. Es la escena del centurión que, al verlo «expirar así, exclamó: “¡Realmente este hombre era Hijo
de Dios!”» (Mc 15,39). Se dejó asombrar por el amor. ¿Cómo había visto morir a Jesús? Lo había
visto morir amando, y esto lo asombró. Sufría, estaba agotado, pero seguía
amando. Esto es el estupor ante Dios, quien sabe llenar de amor incluso el
momento de la muerte. En este amor gratuito y sin precedentes, el centurión,
un pagano, encuentra a Dios. ¡Realmente este hombre
era Hijo de Dios! Su frase ratifica la Pasión. Muchos antes de él en
el Evangelio, admirando a Jesús por sus milagros y prodigios, lo habían
reconocido como Hijo de Dios, pero Cristo mismo los había mandado callar,
porque existía el riesgo de quedarse en la admiración mundana, en la idea de
un Dios que había que adorar y temer en cuanto potente y terrible. Ahora ya
no, ante la cruz no hay lugar a malas interpretaciones. Dios se ha revelado y
reina sólo con la fuerza desarmada y desarmante del amor.
Hermanos y hermanas, hoy Dios continúa sorprendiendo nuestra mente y
nuestro corazón. Dejemos que este estupor nos invada, miremos al Crucificado y
digámosle también nosotros: “Realmente eres el
Hijo de Dios. Tú eres mi Dios”.
Redacción ACI Prensa
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