Un lector, con el caballeresco nombre de Feri del Carpio, pregunta cuál es exactamente el contenido del título de Corredentora que se aplica a la Virgen y si tendría sentido proclamarlo como dogma. Como me ha parecido un tema interesante, que además es “de actualidad” por las confusas y, me atrevo a decir, desafortunadas declaraciones del Papa Francisco sobre el tema, he pensado que sería bueno dedicarle un breve artículo, para que los demás lectores puedan discutir sobre la cuestión.
Conviene decir, como señalaba
el propio Feri, que todos cooperamos con la redención. Así lo
dice San Pablo en la carta a los Colosenses: completo
en mi carne lo que le falta a la Pasión de Cristo. Esta misión de completar la Pasión de Cristo
tiene dos sentidos. Primariamente la completamos en el sentido de
que aceptamos libremente y por la gracia la salvación de Cristo a
través de la fe, para que los méritos de esa pasión se nos apliquen a nosotros.
Es decir, no porque a la salvación que Cristo nos regala le falte nada, sino
porque nosotros nos unimos a ella, la recibimos y así nos beneficiamos de ella.
Como decía San Agustín, Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Por
designio divino, nuestra salvación particular no es automática, sino que
depende de nuestra libertad, sanada por la gracia.
El segundo sentido en que completamos la Pasión de Cristo, ya como “personajes secundarios", está en que, de
nuevo por la gracia de Dios y porque Él lo ha querido, nuestros propios
méritos se unen a los de Cristo en la cruz para la salvación del mundo.
Nuestras oraciones, nuestros sacrificios, nuestra perseverancia en la fe y
nuestras buenas obras se ofrecen a Dios Padre, por medio de Jesucristo y en el
Espíritu Santo para la salvación del mundo. ¡Salvamos
el mundo con Él! Esta segunda colaboración no es necesaria en ningún
sentido, pero sí querida por Dios, como un padre que pide a su hijo pequeño que
le ayude a arreglar algo, a pesar de saber que la ayuda del niño será más un
estorbo que otra cosa. En estos dos sentidos amplios se puede decir que todos
los cristianos somos “corredentores”, porque
Dios nos asocia a la obra salvadora de su hijo.
La
corredención de la Virgen, sin embargo, no difiere solamente en grado de la
nuestra, sino también cualitativamente, porque el mismo Dios quiso que fuera necesaria para la salvación. De
una forma misteriosa e impredecible, Dios quiso que la redención del
mundo dependiese del sí de María. Su participación es sustancialmente diferente a
la de los demás seres humanos, porque Dios le “pidió
permiso” a la Virgen no solo para salvarla a ella (como hace con
nosotros), sino para encarnarse y salvarnos a todos. Por lo tanto, a mi
entender, además de los dos sentidos en que todos somos “corredentores” (y ella también de forma superlativa), en
nuestra Señora esto es cierto en un tercer sentido singular, que
solo se aplica a ella.
La necesidad de la
colaboración de María, por supuesto, no es absoluta. Dios podría habernos
salvado chasqueando los dedos, pero quiso encarnarse y quiso que esa
encarnación dependiera de la libertad de nuestra Señora. Por voluntad de Dios,
hubo un momento en que todo el plan de salvación
estuvo pendiente de la respuesta de
aquella doncella desconocida en un pueblecito desconocido de la región más
insignificante del imperio romano. Esto es una parte sustancial y asombrosa de
nuestra fe, porque determina completamente la manera concreta en que Dios quiso
salvarnos.
Así pues, a grandes rasgos, María es Corredentora, con mayúscula, porque colaboró con la Redención de
Cristo de forma especial, insustituible y necesaria, cualitativamente distinta a la de cualquier ser humano antes o después de
ella. Es evidente que esta colaboración, por mucho que sea distinta a la del
resto de la humanidad, no coloca a la Virgen Madre en
pie de igualdad con Cristo, que
es el único Redentor. Su corredención está al servicio de la única Redención de
su Hijo. Como siempre sucede en su caso, María nunca desvía nuestra atención de
Cristo, sino que nos lleva más rápida y profundamente a Él: recibiéndolo en su
seno para nosotros, mostrándonoslo en sus brazos como Niño, remitiéndonos a Él
como en Caná, acompañándolo al Calvario, recibiendo como hija a su Cuerpo que
es la Iglesia o sentándose junto a Él como Reina y Señora de cielos y tierra.
Ella es la omnipotencia suplicante, la Inmaculada por gracia del único
Redentor, la Sierva del Señor, la Toda Santa por estar llena de su Hijo, la
Asunta al cielo porque nada en el mundo podía separarla de su Hijo.
Todo
esto es pura doctrina católica y no se puede negar, incluso aunque aparentemente
el Papa haya pretendido negarlo (con argumentos que, si se tomaran en serio, obligarían a
abandonar absolutamente todos los títulos marianos que existen, empezando por
el de Señora y Reina). Se trata de una negación que, a mi juicio y con todo el
respeto debido, probablemente sea más fruto de la confusión teológica y de una
formación deficiente que de otra cosa.
Una cuestión diferente es que,
probablemente, no haga falta convertir la corredención en dogma,
precisamente porque es doctrina conocida por todos (aunque quizá no siempre se explicite con
claridad) y que nadie niega (a no ser herejes completos que niegan
absolutamente todo). No toda doctrina tiene que convertirse en dogma,
especialmente si no es negada por nadie. La existencia de Dios, por ejemplo, no
ha sido definida expresamente como dogma de fe, básicamente porque nada tendría
sentido en el catolicismo sin ella. En cambio, es muy posible que
fuera más apropiado que la Iglesia proclamase de forma solemne el título de Corredentora, como se hizo en el Concilio Vaticano II con el
de Madre de la Iglesia. Dicho eso, tampoco pasaría nada porque se definiera
formalmente esta enseñanza como dogma si algún Papa lo considerara oportuno, ya
que, como hemos visto, es indudable que forma parte de la fe de la Iglesia.
En cualquier caso, se proclame
como dogma y título solemne o no, todo cristiano puede dirigirse
a su Madre como Corredentora. Al
hacerlo, no hace más que unirse a
San Juan Pablo II, Pío XI, Benedicto XV, San Enrique
Newman, San Josemaría, Santa Teresa de Calcuta, Santa Edith Stein, San Pío da
Pietrelcina e innumerables cristianos de todos los tiempos. El
contenido de este título es, simplemente, parte de nuestra fe y lo ha sido
siempre, desde que se escribieron los Evangelios y aún antes, cuando los
Apóstoles contaban a los primeros cristianos, en susurros llenos de admiración,
que el ángel Gabriel anunció a María y ella concibió a Cristo por obra del
Espíritu Santo después de decir: he aquí la
esclava del Señor.
Bruno M.
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