Volvemos al tema de la confesión y comunión de los mal llamados “divorciados vueltos a casar”, tratando de analizar más detenidamente la argumentación a favor de la
posibilidad de que se confiesen y comulguen sin hacer el propósito de dejar de
tener relaciones sexuales adúlteras.
Al mismo tiempo cumplimos con
algo de retardo la promesa de completar el tema del objeto del acto humano, hablando del objeto del acto interior de la voluntad, luego de haber hablado
del objeto
del acto exterior.
Recordemos que el argumento básico contra la
posibilidad de confesión y comunión eucarística en estas situaciones es el que
dice que: “No se puede comulgar en pecado mortal. El adulterio es pecado mortal. El
bautizado que está unido maritalmente
(lo cual incluye la realización de los actos propios de los esposos) a una
persona distinta de su cónyuge legítimo en vida de éste último, está en
situación de adulterio. Por
tanto, esa persona está en situación objetiva de pecado grave y no puede comulgar sin antes arrepentirse, confesarse y formular propósito
de enmienda, lo cual incluye el propósito de dejar las relaciones sexuales adulterinas.”
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EL ACTO VOLUNTARIO Y SU OBJETO
Una primera forma de evadir
esta conclusión viene a sostener que el bautizado que está en esa situación puede no estar en adulterio, porque el objeto
moral de su acto es otro.
Para analizar esta tesis hay
que empezar por distinguir entre los actos
humanos y los actos del hombre.
El acto humano se distingue
del acto del hombre en que el primero es voluntario, el segundo, no.
Es voluntario aquel acto cuyo principio es intrínseco y que
además depende del conocimiento del fin
al que ese acto tiende.
Como dice Santo Tomás, siendo
el hombre el ente corpóreo que máximamente conoce el fin al que tienden sus
actos, en él máximamente se da lo voluntario. (Ia IIae, q. 6, a. 1). En el animal irracional, dice el Aquinate,
se da un conocimiento imperfecto del fin, basado solamente en los sentidos, y
por eso mismo, se da imperfectamente lo voluntario (a. 2).
De ahí se sigue que lo
voluntario, en el hombre, tiene dos componentes: inteligencia y voluntad, es decir, el conocimiento intelectual del fin y de los medios que se ordenan al fin,
y el apetito del fin por cual el
hombre se mueve, que siendo el apetito que depende del conocimiento
intelectual, es el “apetito racional”, que llamamos “voluntad”.
Es solamente mediante actos
humanos, o sea, voluntarios, que el hombre se hace meritorio o culpable moralmente hablando, porque sólo en esos
actos se compromete el libre albedrío
de la voluntad.
El acto voluntario, además, puede ser directo o indirecto, según que
proceda, respectivamente, de la acción o
de la inacción de la persona, en
aquello en que está obligada a actuar.
De este último modo es voluntaria, indirectamente, en los
padres, por ejemplo, la mala conducta de los hijos a los que por negligencia no
han educado como debían.
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Hay dos clases de actos de la
voluntad: el acto ilícito, que
es el acto de la misma voluntad, por ejemplo, querer levantar el brazo, y el
acto imperado, que es el acto de
alguna otra facultad humana, movida por la voluntad, por ejemplo, levantar el
brazo porque se quiere hacerlo.
Por eso mismo el acto humano
es doble: consta del acto interior de
la voluntad, y el acto exterior
de otras facultades humanas, movidas por la voluntad.
El acto humano tiene un objeto, que es aquello a lo que dicho
acto tiende.
El acto humano recibe su especie de su objeto, es
decir, es el objeto del acto el que determina
la naturaleza del acto mismo, si es robo, o limosna, o adulterio, etc.
El objeto del acto humano también es doble, por lo dicho: se compone del objeto del acto interior de la voluntad, y el objeto del acto exterior de las otras
facultades, movidas por la voluntad.
El objeto del acto exterior es
la cosa a la que tiende el acto
humano, por ejemplo, el objeto del acto de robar es la cosa ajena. Se lo conoce también como “finis operis” o fin de la
acción en sí misma considerada.
La cosa externa es objeto del
acto exterior, no en su mera realidad física, sino según el aspecto de esa misma cosa que el intelecto considera y presenta
a la voluntad, y considerada en
relación con el orden moral objetivo. Nada de esto depende de la voluntad del
sujeto, sino que al contrario, la voluntad misma es buena o mala según que tome como fin a una cosa que, así entendida,
sea conforme o no con el orden moral objetivo, conocido por la razón.
Cfr. Ia IIae, q. 20, a. 1, y q. 19, a. 3.
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El objeto del acto interior de la voluntad es el fin al que la voluntad tiende al actuar. Se lo conoce también
como “finis operantis” o fin del agente que obra.
Según Santo Tomás, el objeto del acto humano depende formalmente del objeto del acto interior de la voluntad, y materialmente del objeto del acto exterior de las otras facultades,
movidas por la voluntad (Ia IIae, q.
18, a. 6). Ahí cita la frase de Aristóteles según la cual el que roba para cometer adulterio es más adúltero
que ladrón.
El acto humano, que es doble
por naturaleza, es uno desde el punto
de vista moral. Esto se explica porque los objetos de los actos interior
y exterior se relacionan entre sí como la forma y la materia, que en los
cuerpos, de los cuales se toma esta analogía, son una sola sustancia.
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BONDAD O MALDAD DEL ACTO HUMANO
La bondad o maldad moral del acto humano dependen del objeto del acto exterior (q. 18, a.
2), el fin u objeto del acto interior
(a. 4), y las circunstancias
(a. 3).
El criterio es que para que el acto sea moralmente bueno deben
ser buenos el objeto, el fin y las circunstancias, y para que sea malo, alcanza con que sea malo
uno de esos elementos, según el principio que dice que “bonum ex integra
causa, malum ex quodcumque deffectu”: el bien procede de una
causa íntegra, el mal, de cualquier defecto. Cfr. Ia IIae, q. 20, a. 2,
q. 19, a. 6, ad 1um, y q. 18, a. 4, ad 3um.
Citemos
explícitamente esos textos de Santo Tomás, porque es fundamental para que lo
siga más adelante:
“(…) hay que
tener en cuenta que, como ya se dijo, para
que una cosa sea mala, basta un defecto singular, mientras que para que algo sea bueno no basta un bien
singular, sino que se requiere integridad de bondad. Por consiguiente,
si la voluntad es buena tanto por su
propio objeto como por el fin, se sigue que el acto exterior es bueno. Pero, para que el acto
exterior sea bueno, no basta la bondad
de la voluntad que viene de la intención del fin, sino que, si la
voluntad es mala por la intención del fin o por el acto querido, se sigue que
el acto exterior es malo.”
“Como
señala Dionisio en el capítulo 4 del De div. nom., el bien
se produce de una causa íntegra; en cambio, el mal de defectos singulares. Por
eso, para llamar malo aquello
hacia lo que se dirige la voluntad, basta
que sea malo por su propia naturaleza, o que sea aprehendido como malo. Pero
para que esto sea bueno se requiere que
lo sea de ambos modos.”
“Nada impide que
a una acción que tenga una de dichas bondades, le falte otra. Según esto, puede
suceder que una acción que es buena
según su especie o según las circunstancias, se ordene a un fin malo y al
revés. No obstante, no hay una
acción buena sin más si no concurren todas las bondades, pues cualquier
defecto singular causa un mal; en cambio, el bien nace de una causa íntegra, como
dice Dionisio en el capítulo 4 de De div. nom.”
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De modo que es posible que el
objeto del acto exterior sea bueno, y el objeto del acto interior, o fin, o intención, sea malo, e inversamente. Pero eso no
quita la unidad moral del acto humano, que
será malo en ambos casos.
Por ejemplo, si se da limosna para ser visto y elogiado,
el objeto del acto exterior es bueno, porque es ayudar al necesitado, pero el
objeto del acto interior es malo, porque es la vanagloria. Y así, el acto es malo.
Inversamente, si se roba para ayudar a los pobres, el
objeto del acto exterior es malo, pues se trata de un robo, pero el objeto del
acto interior es bueno. Y así, el acto es simplemente hablando malo. Es decir, el fin no justifica los medios.
Esto último muestra que el objeto del acto exterior no es tan
“material” que no juegue ningún papel determinante en la calificación
moral del acto humano, y así Santo Tomás, hablando del objeto del acto
exterior, dice que “el objeto no es una
materia de la cual se haga algo (“ex qua”) sino una materia sobre la que versa
algo (“circa quam”) y tiene en cierto
modo razón de forma, en tanto que da especie (al acto).” Cfr. Ia IIae, q. 18, a. 2, ad 2um.
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Por tanto, cuando el objeto
del acto interior y el objeto del acto exterior son distintos, el acto exterior tiene dos especies:
una de esas especies la tiene el acto exterior en tanto que imperado por la voluntad, y por tanto, en dependencia del objeto del acto interior,
mientras que la segunda la tiene en sí
mismo considerado, y según su propio objeto. Cfr. Ia. IIae, q. 20, a. 2, 3, 4, 6, y
también q. 1, a. 3, ad 3um.
Así, por ejemplo, el acto del
que roba para cometer adulterio es formalmente
de adulterio (especie que procede del objeto del acto interior) y materialmente de robo (especie que
procede del objeto del acto exterior).
Se sigue de esto también que la bondad o maldad moral material del acto
permanece incluso si falta la bondad o maldad formal, concretamente, en
el acto involuntario o acto del
hombre, donde el acto de la voluntad y el del intelecto están o totalmente
ausentes o impedidos en mayor o menor medida por algún factor.
Por lo que el ser humano es culpable de sus malas acciones
solamente en la medida en que son voluntarias
y por tanto formalmente malas.
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LAS CIRCUNSTANCIAS DEL ACTO HUMANO
Las circunstancias son todo aquello que se agrega a la naturaleza del
acto, que viene dada por su objeto, y son de dos clases, que podemos llamar subjetivas y objetivas. La
circunstancia subjetiva es el fin o
intención, del que ya se ha dicho algo. Las circunstancias objetivas
pueden ser el lugar, la cantidad, la duración, el tiempo, etc.
Las circunstancias objetivas no cambian la naturaleza del acto de
bueno en malo o a la inversa, pero aumentan
o disminuyen la bondad o maldad moral del acto.
Salvo en el caso en que una
circunstancia objetiva tiene de suyo alguna relación positiva o negativa con el
orden moral objetivo conocido por la razón humana. En ese caso, esa
circunstancia pasa a formar parte del
objeto mismo del acto, cambiando su naturaleza. Por ejemplo, el que roba en lugar sagrado comete ante todo
un pecado de sacrilegio. Y
también, el que cumpliendo con la ley quita
la vida a alguien en pena de algún crimen o en defensa suya o de la sociedad
no comete homicidio, porque se da la circunstancia objetiva de que la víctima
es culpable y no inocente. Cfr. Ia IIae, q. 18, a. 10, y también q. 88, a. 6, ad 3um.
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LA BUENA INTENCIÓN
Aplicando todo esto al tema de
los mal llamados “divorciados vueltos a casar” y su eventual confesión y comunión sin propósito
de enmienda, alguien podría sostener que en realidad estas personas no cometen adulterio, porque el objeto de su acto es otro, y eso,
porque el objeto del acto interior de
su voluntad es bueno, concretamente, proveer al bien de los hijos que se
perjudicarían por una separación de sus padres.
De tal modo que ese objeto del
acto interior se impone como forma determinante al objeto del acto exterior,
que es malo, dando como resultado un acto moralmente lícito.
Aquí entra por ejemplo la
tesis defendida por el Card.
Cocopalmerio, que la intención buena alcanza para hacer bueno al acto (o
sea, que el fin justifica los medios).
Es claro, por lo arriba dicho,
que esto último es insostenible.
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LAS CONSECUENCIAS DEL ACTO
¿Se dirá que en esos casos
puede haber una circunstancia que
cambie el objeto del acto, de modo que éste ya no sea malo, sino bueno?
Por ejemplo, se dice que la persona puede prever que si deja de tener
relaciones sexuales con su nueva pareja eso tiene riesgo cierto de separación,
la cual perjudicará a los hijos nacidos
de esa unión adúltera, de modo que siente el deber moral de seguir
teniendo esas relaciones para no perjudicar a sus hijos.
Las circunstancias de que
hablamos en este caso son de dos tipos: unas son objetivas, que son las consecuencias
previsibles tanto del no tener relaciones sexuales como del tenerlas, y
otras son subjetivas, es decir,
consisten en la intención de evitar el
daño de los hijos, que guiaría la realización de esas relaciones
sexuales.
Así lo dicen los Obispos de Buenos Aires en las
orientaciones que publicaron acerca de “Amoris Laetitia”:
“…no
obstante, igualmente es posible un camino de discernimiento. Si se llega a
reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la
responsabilidad y la culpabilidad (cf. 301-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior
falta dañando a los hijos de la nueva unión, “AmorisLaetitia” abre la posibilidad del
acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía”
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Ante todo, hay que tener
presente que dejar de tener relaciones
sexuales adúlteras es algo moralmente bueno de suyo. La cuestión
entonces es si un acto de suyo moralmente bueno puede hacerse moralmente malo por las consecuencias previsibles
del mismo, en este caso, el daño de los hijos.
Las consecuencias del
acto humano pueden ser previstas o no previstas.
En Ia IIae, q. 20, a. 5 Santo Tomás dice, en cuanto a las consecuencias que no son previstas,
que se debe distinguir entre las que se siguen “naturalmente” (per se) del acto en cuestión, y las que se siguen “accidentalmente” del mismo (per accidens). Las primeras
agregan a la bondad o maldad moral
del acto, las segundas, no.
De las consecuencias previstas dice Santo Tomás que
aumentan o disminuyen la bondad o maldad de los actos humanos, y respecto de
las que no son previstas,
distingue aquellas que se siguen del acto “per se” y
las que se siguen del acto “per accidens”. Y dice:
“Pero si el
acontecimiento subsiguiente no es premeditado, entonces hay que distinguir.
Porque si se sigue de por sí o en la mayoría de los casos, ese acontecimiento
aumenta la bondad o malicia del acto, pues es claro que es mejor por su género el acto del que pueden seguirse muchos bienes, y
peor aquel del que derivan naturalmente muchos males. Pero si el
acontecimiento subsiguiente es accidental y excepcional, entonces no incrementa
la bondad o la malicia del acto, pues no
se juzga una cosa por lo que es por accidente, sino por lo que es de por sí.”
Se plantea al
respecto la siguiente objeción en Ia
IIae, q. 20, a. 5:
“El efecto preexiste
virtualmente en la causa. Pero los acontecimientos consiguientes siguen a
los actos como los efectos a las causas. Luego preexisten virtualmente en los
actos. Pero todo se juzga bueno o malo según la virtud, pues virtud es
lo que hace bueno a quien la posee, como se dice en II Ethic. Luego
los acontecimientos consiguientes aumentan la bondad o malicia del acto.”
Y responde:
“La virtud de
una causa se aprecia en lo que es su
efecto de por sí, no en lo que lo es por accidente.”
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Es claro que en el argumento
que consideramos ahora se trata de
consecuencias previstas (el daño que eventualmente sufrirán los hijos),
no de consecuencias no previstas.
Pero aquí Santo Tomás no está diciendo que esas consecuencias
previstas puedan cambiar la especie moral del acto humano de mala en buena o de buena en mala.
La hipótesis que considera
Santo Tomás es aquella en la que el
acto y las consecuencias van en la misma línea de bondad o maldad moral,
pues preguntas solamente si las consecuencias aumentan o no la bondad o maldad del acto, y no pregunta si las disminuyen, como podría
preguntarse si una consecuencia buena
disminuye la maldad de un acto malo,
o una consecuencia mala
disminuye la bondad de un acto bueno.
De hecho, lo que dice es que “cuando alguien, pensando que de su acción pueden
seguirse muchas cosas malas, no por ello deja de obrar, se ve por ello que su
voluntad está más desordenada”. Ese
“más
desordenada” muestra que Santo Tomás parte de la hipótesis de que la acción es mala en sí misma,
y por eso habla solamente de que las consecuencias previstas “agregan” a la bondad o maldad moral del acto.
Esto no se aplica entonces al
caso de las personas que dejan de tener relaciones sexuales adúlteras, ya que
dicha cesación de esas
relaciones es de suyo buena, no mala.
No se puede decir, por tanto, que dejar de tener esas relaciones sería una mala acción que debe ser evitada.
Y es que las circunstancias subjetivas, que consisten en la intención del agente, cambian la especie moral del acto si son
malas, no si son buenas. Es decir, la mala intención hace malo el acto de suyo bueno, como dar limosna
para que nos vean y elogien, y la buena
intención no hace bueno el acto de suyo malo, como mentir para ayudar a
alguien.
Así que no basta la buena intención de evitar el daño
de los hijos para hacer que las relaciones sexuales adúlteras dejen de
ser moralmente malas.
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En el caso que nos ocupa, se
trata de consecuencias previstas y “per accidens” de
un acto de suyo bueno, pero
además, obligatorio moralmente:
el cese de las relaciones sexuales adúlteras.
Son “per accidens”, porque son
consecuencias malas, y el mal no se sigue “per
se” del bien.
Al no tratarse de consecuencias que van en la misma línea de bondad o maldad del acto en cuestión, no caen directamente bajo lo que dice
Santo Tomás en este artículo.
Y si miramos a que en todo
caso son consecuencias “per accidens”, hay que decir no influyen en la bondad o maldad morales del acto principal.
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Por otra parte, al hablar de “acto bueno” hay que distinguir el que es simplemente lícito, y en todo caso virtuoso,
pero no obligatorio, como dar
limosna a una persona determinada, y el que es moralmente obligatorio.
Y el hecho es que dejar de
tener relaciones sexuales adúlteras es
obligatorio moralmente, y entonces, la pregunta es si un acto moralmente obligatorio puede
volverse moralmente malo, y por tanto, prohibido, por el hecho de que
tenga malas consecuencias,
previstas o no previstas.
Es claro que la respuesta es negativa. De lo contrario, muchos mártires habrían pecado dando su vida
por la fe y dejando a sus familiares afligidos y sin sostén, o incluso en trance de renegar de la fe a causa del sufrimiento.
Es justamente el caso de los jesuitas apóstatas que aparecen en la
película “Silencio” de Scorsese:
siguiendo el razonamiento de los intérpretes heterodoxos de “Amoris
Laetitia”, habría que decir no sólo que su apostasía no fue pecado, sino que estaban moralmente obligados a apostatar para
evitar las consecuencias que su fidelidad tendría en los fieles japoneses, ya
que habían sido amenazados con que en caso de no apostatar, éstos serían
torturados y muertos.
De modo que si morían mártires de la fe, cometían un
pecado grave…Lo cual es absolutamente absurdo.
De hecho, cuando los
heterodoxos hablan de “falta de libertad” en este caso, tienen que especificar si se
refieren a falta de libertad
psicológica, por la presión que significa prever el daño que
eventualmente sufrirían los hijos, o falta
de libertad moral, por la “obligación moral” en que
supuestamente se estaría de seguir pecando.
Lo primero puede disminuir la voluntariedad y por tanto
la culpabilidad, pero no tiene nada que
ver con lo segundo.
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Se confirma lo dicho
con algunos textos de Billuart (Summa Sancti Thomae, IV, IV, IX,
pp. 183 – 185, trad. nuestra):
“El
evento consiguiente previsto y de algún
modo intentado añade a la bondad o malicia del acto exterior, sea que se
siga de él “per se” o “per accidens” (…) Digo “de algún modo intentado”, porque para que el evento consiguiente
añada a la malicia, no es necesario que será intentado directamente, sino que alcanza con que sea intentado indirecta e interpretativamente. Es
intentado el acto indirecta e interpretativamente, cuando se lo prevé
consiguiente, pudiendo y debiendo
impedirlo. Hay obligación de impedir y cesar el acto del que se sigue
tal efecto, cuando no subyace un
derecho o una razón legítima para realizar ese acto (…) El evento que se sigue por accidente del
acto, si no de ningún modo intentado, no añade a la bondad o malicia del acto.
1° Porque no
se juzga una cosa según lo que es por accidente 2° Porque de este modo el evento (consiguiente) no es de
ningún modo voluntario.”
Billuart pone el
ejemplo de una mujer que prevé que si
se confiesa con un determinado sacerdote, éste caerá en pecado por desearla.
Dice que si no hay otra posibilidad de
confesarse “cómodamente” que con ese sacerdote, puede hacerlo, ya que la caída del sacerdote no se sigue “per
se”, sino “per accidens” de la confesión. Pero si puede confesarse “cómodamente” con
otro, debe hacerlo, por un deber de caridad para con el sacerdote débil.
Es claro que la mujer no está, en este ejemplo, moralmente obligada
a confesarse con ese sacerdote, y sin embargo, alcanza con que le sea difícil confesarse con otro para que ya
pueda hacerlo, sin pecar, con
éste, aun previendo que de tal
confesión se seguirá probablemente el pecado de tal sacerdote.
Con mucha más razón, entonces, se puede hacer aquello que se
está moralmente obligado a hacer, como por ejemplo dejar de tener relaciones sexuales adúlteras,
aun previendo que de ello se pueda seguir algún daño para alguien, en este
caso, los hijos de esa unión.
Sin duda que en ese caso,
entonces, sí “subyace
un derecho o razón legítima” para
realizar ese acto, de modo tal que no
se puede decir que la mala consecuencia sea aquí intentada, ni siquiera indirecta o interpretativamente.
Y de hecho, también
hace referencia Billuart al caso
siguiente:
“…de otros modos
se seguirían varias cosas absurdas, entre ellas, que los pecados que Cristo preveía que se seguirían de su predicación, la
viciarían.”
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En realidad, sí existe un caso en que alguien puede estar
sometido a obligaciones morales contradictorias, y es cuando la
conciencia venciblemente errónea
manda hacer algo contrario al orden moral objetivo.
En ese caso, el que obedece tal dictamen, peca, porque va contra el orden moral
objetivo, y no tiene la excusa de la conciencia invenciblemente errónea; y el
que lo desobedece, peca, porque va contra la voz de su
conciencia. O sea, que se está obligado, por un lado, a obedecer, y por otro, a
no obedecer.
Es claro que la solución en este caso es salir del error,
lo cual puede el sujeto hacerlo, puesto que se trata de conciencia venciblemente errónea.
De todos modos, ni siquiera en este caso queda el sujeto
excusado de pecado por el hecho de que la alternativa que siguió era moralmente
obligatoria.
Que además no lo es, como vimos, en el caso del
que cree que está obligado a seguir
cometiendo adulterio para no dañar a sus hijos.
Es decir, como es lógico,
cuando se está en una situación en que tanto
hacer algo como no hacerlo es moralmente obligatorio, se pecará hágase lo que se haga.
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Y notemos que este argumento
de las supuestas obligaciones morales que se tiene para con los hijos de la
relación adúltera no tiene nada que
ver, en sí mismo considerado, con el tema de los factores atenuantes o de
inimputabilidad.
Los contrarios pertenecen al mismo género. Si dejar de tener relaciones adúlteras en esos casos es moralmente malo, es pecado formal, es acto humano y no solamente del
hombre, es voluntario, entonces
seguir teniéndolas es formalmente bueno,
y entonces, es acto humano y no
solamente del hombre, es voluntario,
y entonces, no hay causales de
inimputabilidad.
Y es que hacer algo porque se sabe que se está moralmente
obligado a hacerlo es poner un acto
humano, es decir, voluntario,
y no solamente un acto del hombre. Hay una deliberación y una elección, porque no tiene sentido decir que se cumple con el deber moral cuando no se actúa voluntariamente.
Salvo que se diga que se toma aquí como causal de inimputabilidad la convicción errónea que la persona tiene de estar moralmente obligada a tener relaciones
sexuales adúlteras para no dañar a sus hijos. De eso hablaremos en la segunda parte de esta reflexión.
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Además, las
circunstancias objetivas no
cambian la especie moral del acto a no
ser que pasen a formar parte del objeto del acto mismo, por tener por sí
mismas una especial relación con el orden moral objetivo, y así, robar en un lugar sagrado es ante todo
sacrilegio.
Las consecuencias son un tipo de circunstancias objetivas, en este
caso, el presumible o probable daño que sufrirán los hijos por la eventual
separación debida al cese de las relaciones sexuales adúlteras.
La cuestión, entonces, es si pueden pasar a formar parte del objeto del
acto de dejar de tener relaciones sexuales adúlteras, de modo que este
acto pase de ser moralmente bueno a ser moralmente malo.
Pero es imposible que las consecuencias formen parte del objeto del acto,
porque sin dicho objeto el acto no
existe, y el acto debe estar ya dado en la existencia para que las
consecuencias puedan tener lugar, de modo que si formasen parte del objeto del
acto deberían ser lógicamente
anteriores a sí mismas, lo que es absurdo.
Es errada entonces la afirmación que dice que estas personas caerían en una ulterior falta si
dejasen de tener relaciones sexuales adúlteras.
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Tenemos entonces que esas relaciones sexuales son malas desde el
punto de vista del objeto del acto exterior, y con eso alcanza para que esos
actos sean moralmente malos, es decir, pecaminosos.
Recordemos que estamos en la hipótesis de que se trata de
actos voluntarios, es decir, que dependen de la deliberación del
intelecto y la libre elección de la voluntad.
De modo que se trata de actos formalmente malos, que hacen culpable a la persona que los realiza,
y entonces es imposible que la persona
esté en gracia de Dios mientras no se arrepienta de los mismos, forme
propósito de enmienda, y reciba la absolución en el sacramento de la
Reconciliación.
Concluimos nuevamente,
entonces, que en la hipótesis de que se
trata de actos humanos, voluntarios, no hay forma de negar que las
relaciones sexuales adúlteras en que incurren estas personas son formalmente pecaminosas, de modo
que es imposible que al mismo tiempo
estén en gracia de Dios y puedan por tanto recibir la comunión eucarística en
forma no sacrílega.
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EL ACTO INVOLUNTARIO
Frente a esto, una segunda forma de evadir la conclusión
del argumento inicial es decir que no
se puede comulgar en pecado mortal formal, pero sí en pecado mortal sólo
material, o en pecado venial, y esa puede ser la situación de algunos de estos
bautizados.
Es decir, estamos ahora en la hipótesis de que se
trata de actos involuntarios, y en esa medida, de pecados puramente materiales, y esos actos son
involuntarios por la presencia de factores
subjetivos de inimputabilidad. Porque el acto que el ser humano realiza no le es imputable precisamente en la
medida en que no es voluntario.
O al menos, de que se trata,
sí, de pecados formales, pero veniales,
no mortales, dada la presencia de esos factores atenuantes. Y sí se puede comulgar con pecados solamente
veniales sin confesar.
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Dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
“1860. La ignorancia involuntaria puede
disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone
que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la
conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden
igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las
presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el
que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.”
Santo Tomás enumera 4 causales de involuntariedad: la violencia
(IaIIae, q. 6, a. 5) , el miedo (a. 6), la concupiscencia (a. 7), y la
ignorancia (a. 8), que básicamente coinciden con las tres primeras
causales que trae el Catecismo, el cual incluye además los trastornos patológicos. Santo
Tomás hace referencia a los mismos al decir que a veces el amor o la ira hacen
perder totalmente el uso de razón y con él el carácter voluntario del
acto, como sucede con los “amantes y furiosos”.
Dado que el acto es voluntario en la medida en que depende
de la inteligencia y la voluntad, los factores de involuntariedad son los que disminuyen o eliminan o bien el conocimiento con que actúa la persona,
o bien, la libertad con que
elige esa acción.
Esas causales de involuntariedad son por eso mismo
factores de inimputabilidad o
también atenuantes de la culpa.
En efecto, los factores de
inimputabilidad pueden eliminar
totalmente el carácter voluntario de las acciones, y en ese caso, eliminan el pecado formal.
Cuando no eliminan totalmente ese carácter voluntario de las acciones, pero lo
disminuyen, en esa medida, disminuyen
la culpabilidad de las personas, llegando incluso, según Billuart, por ejemplo, a convertir el pecado de suyo mortal en pecado
venial.
Dice Santo Tomás en IIa IIae, q. 35, a. 3:
“Sin embargo, es
menester tener en cuenta que todos los
pecados que son mortales por su género, lo son sólo cuando alcanzan su
perfección, y la consumación del pecado está en el consentimiento de la razón. En efecto, hablamos del pecado
humano que se realiza en la acción y cuyo principio es la razón. De ahí que, si
el pecado se incoa exclusivamente en la
sensualidad, sin llegar al consentimiento de la razón, es pecado venial por la
imperfección del acto; así, por ejemplo, en materia de adulterio, la
concupiscencia centrada exclusivamente en la sensualidad es pecado venial, pero
si se llega al consentimiento de la razón, es pecado mortal.”
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LA VIOLENCIA
La violencia a que se refiere Santo Tomás, que viene a coincidir en
parte al menos con las “presiones exteriores” del
Catecismo, no puede ejercerse sobre la
voluntad, porque por definición el acto de la voluntad procede de un
principio interno, no externo, (Ia IIae, q. 6, a. 4) sino
sobre las otras facultades, de modo que se impida el gobierno de la voluntad
sobre las mismas, como cuando se ata a una persona para impedirle ir a un
determinado lugar.
La violencia no se ejerce
entonces sobre la voluntad sino sobre
las otras facultades cuyo acto la voluntad impera.
La violencia es “absoluta”
cuando no puede rechazarse de
ningún modo, y no lo es, cuando queda alguna posibilidad de evitar
aquello a que se nos quiere forzar.
La violencia absoluta causa la involuntariedad simplemente hablando y
elimina totalmente la culpabilidad.
La violencia no absoluta causa más o menos la involuntariedad según el margen menor o mayor que deja
a la resistencia y según el menor o mayor consentimiento de la voluntad del que sufre la violencia.
Es claro que la violencia no se aplica como causal de inimputabilidad
en el caso de las relaciones sexuales adúlteras de los mal llamados “divorciados vueltos a casar”.
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EL MIEDO
El miedo coincide en parte con lo que el Catecismo trae como “impulso de la
sensibilidad” y en parte con lo que llama “presión
externa”.
El miedo puede ser grave o leve, según que el mal que se teme sea grave o leve, y el grave
puede ser absolutamente grave,
si es inminente y capaz de conmover incluso a un “varón constante”,
o relativamente grave, si
sólo puede conmover a personas que de suyo son temerosas.
En cuanto lo que se hace por
miedo, dice Santo Tomás en Ia IIae, q.
6, a. 6, que es voluntario
simplemente hablando, es decir, en cuanto que se quiere hacerlo aquí y
ahora, e involuntario bajo cierto
aspecto, en tanto que en sí mismo considerado no se querría hacerlo. El
ejemplo usual es del comerciante que
tira sus bienes al mar para que no se hunda el barco en una tormenta. Lo
hace voluntariamente, pero sólo
por miedo al naufragio, porque considerando sus mercancías en sí mismas, no querría tirarlas.
Sobre el miedo así
entendido citamos a Billuart:
“(…) el miedo
grave, en aquellas cosas que son intrínseca
e invariablemente malas, o, como se dice, prohibidas porque son malas, no excusa totalmente del pecado, porque esos actos son simplemente voluntarios. De aquí que
el que por miedo a la muerte niega la
fe, perjura, fornica, etc., peca
mortalmente. Excusa sin embargo en
parte, y más cuanto más grave es el miedo, ya que disminuye la
voluntariedad.” (IV, I, VII, p. 68).
Y en IV, VII, III, pp. 428, dice que el miedo, si es grave, excusa totalmente
de pecado en el caso de las cosas que son “malas porque son prohibidas”, o
sea, en las infracciones a la ley
positiva, cuando ésta prohíbe cosas que no son intrínseca e invariablemente malas. Y en esos casos, si no es grave, pero se le acerca, puede convertir el pecado mortal en venial
Es claro por tanto que el
miedo, según esto, no hace que el
adúltero deje de ser culpable del pecado de adulterio, por ejemplo, en
el caso de una persona que sigue teniendo relaciones sexuales adúlteras por miedo de quedar ella y sus hijos en la
calle, lo cual es un miedo mucho
menos grave, es claro, que el miedo a la muerte.
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LA CONCUPISCENCIA
La concupiscencia, que se relaciona con las “pasiones” de que habla el
Catecismo, es el movimiento del apetito
sensitivo a lo que se le presenta como bueno. Puede ser antecedente, si no depende de la
voluntad, o consecuente, si
depende de ella, sea directamente,
lo cual sucede cuando la voluntad tiende con tal vehemencia a un objeto, que
también tiende hacia ese objeto el apetito sensitivo, sea indirectamente, cuando la voluntad
descuida poner los medios para evitar que ello suceda.
La concupiscencia consecuente no quita la voluntariedad
del acto, obviamente, porque la supone.
La concupiscencia antecedente aumenta o disminuye la
voluntariedad, según el punto de vista que se adopte.
Si se mira desde el punto de
vista de la misma voluntad, la
concupiscencia antecedente aumenta
la voluntariedad, porque hace que la voluntad tienda hacia el bien en cuestión con más fuerza de la que tendría
si no estuviese presente la concupiscencia.
Si se mira desde el punto de
vista del conocimiento intelectual,
que es aspecto esencial de lo voluntario, la concupiscencia antecedente disminuye la voluntariedad, porque ofusca el juicio de la razón.
Y si se mira desde el punto de
vista de la libertad del acto humano,
la concupiscencia antecedente la disminuye,
porque ofusca, como dijimos, el juicio de la razón, y hace además que ésta se incline más a una parte que a la otra.
Puede por tanto la
concupiscencia antecedente puede
disminuir la voluntariedad y por tanto
la culpabilidad, e incluso eliminarlas de todo, si elimina totalmente el
juicio de la razón, como sucede “con los amantes y furiosos”, dice Santo
Tomás (q. 6, a. 7, ad 3um, q. 77, a. 7).
Cuando la concupiscencia
antecedente no quita totalmente el uso
de razón, no quita tampoco totalmente la voluntariedad, pero puede en
algunos casos convertir el pecado de
suyo mortal en venial.
Esto se deduce al menos del hecho de que puede incluso eliminar totalmente el pecado, y lo que puede lo más, puede lo menos.
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Pero eso está dicho del acto
puntual en tanto que puesto bajo el impulso de la concupiscencia antecedente, sin considerar la cuestión de si existe o no
el hábito de actuar de ese modo.
En efecto, el hábito facilita, en vez de impedir, el acto de la
voluntad, y por otra parte, no
quita la libertad, pues se puede resistirlo, y además, si bien inclina
más a una parte que a otra, en su
origen o causa ha sido adquirido libremente.
Por eso, respecto
del que peca por hábito dice Billuart
(IV, I, VIII, p. 71):
“El que peca por hábito no se excusa del
pecado ni total ni parcialmente, sino que más bien es más acusable y peca más gravemente, pues peca con
mayor inclinación y delectación y no menor libertad de lo que lo haría sin el
hábito. Y por eso Santo Tomás en
Ia IIae, q. 78, a. 3, dice que
el peca por hábito peca por malicia.
Sin embargo, y esto hay que tenerlo en cuenta sobre todo en la praxis, cuando el hábito desagrada al pecador y éste,
en cuanto puede, se esfuerza por erradicarlo aplicando los medios
correspondientes, entonces los malos movimientos que proceden de él en
forma indeliberada, como blasfemias, etc., no se imputan a culpa, porque dejan de ser libres en su principio.”
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En el caso, entonces, de los mal llamados “divorciados
vueltos a casar” que se
presentan a la confesión y comunión, es claro, ante todo, que no se trata de un caso de concupiscencia
antecedente, porque quien estando casado termina por interesarse en otra
persona no lo hace sin el
consentimiento previo de su voluntad, que cede a la tentación.
Se trata por tanto de concupiscencia consecuente, al menos indirectamente voluntaria, por cuanto
el casado no puso los medios necesarios,
que estaba obligado a poner por su estado a poner, para no caer en la
tentación, sea que él haya abandonado a su cónyuge por otra pareja, sea que su
cónyuge lo haya abandonado a él y él luego haya consentido en tener una nueva
relación.
La concupiscencia consecuente indirecta tampoco exime de pecado,
pues la negligencia en poner los
medios para conservar la fidelidad conyugal es voluntaria y por tanto culpable.
Dice en efecto Ballerini, Antonio, S.J., Opus theologicum morale, (I, I, IV, pp. 63, trad. nuestra):
“En lo que tiene
que ver con la concupiscencia
consecuente no debida a alguna acción, sino indirectamente voluntaria, no hay ninguna dificultad, sino que
vale la doctrina de Santo Tomás (…) acerca de la concupiscencia voluntaria. Si
se trata del pecado, el que no lo
cohíbe es culpable, no de otro modo que el que por negligencia se encuentra en la
ignorancia.”.
El autor es probabilista, pero en nuestro tema no
se aparta casi de lo que dice el tomista Billuart.
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Y si se habla de que se ha formado el hábito de las relaciones
sexuales adúlteras, según lo dicho, tampoco bajo este punto de vista quedan excusados de pecado.
Si, por otra parte, su mal
hábito les desagrada y luchan por
desarraigarlo, es claro que también se confiesan de los actos cometidos a impulso de ese hábito y hacen propósito de no incurrir más en ellos
en el futuro, con lo cual caen fuera
de la hipótesis que venimos considerando.
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LA IGNORANCIA
Respecto de la ignorancia, puede quitar el conocimiento necesario para que haya
pecado, y en ese sentido, producir involuntariedad
y atenuar la culpa o eximir de ella.
En Ia IIae, q. 6, a. 8, distingue Santo Tomás la ignorancia concomitante, la consecuente y la antecedente.
La primera es la que se da junto
con el acto del hombre, pero no
influye en él de ningún modo, de modo tal que si esa ignorancia no se diese, el hombre actuaría igualmente.
Esa no excusa, dice Santo Tomás,
de pecado, pues no determina ninguna
involuntariedad.
La segunda es que la depende
de la voluntad humana, es decir, es querida directa o indirectamente. En el primer caso se habla de
ignorancia afectada, y es cuando
se busca no saber, porque no se
quiere obedecer la ley moral. Es claro que en este caso no se excusa el pecado, sino que se lo agrava.
En el segundo caso se trata de
la negligencia en saber lo que uno está
obligado a saber, es decir, la norma general, por hallarse ocupada la
voluntad con otras cosas, o en la no
aplicación de lo que se sabe al caso particular, precisamente por
influjo de la pasión. Esta ignorancia, dice Santo Tomás, no causa involuntariedad simplemente
hablando, sino solamente bajo cierto aspecto. Y por tanto, no excusa de pecado, aunque lo disminuye,
cfr. Ia IIae, q. 76, a. 3 y a. 4.
La ignorancia consecuente, o vencible, si es indirecta, puede llegar, según
Billuart, a convertir en venial el
pecado que de suyo es mortal.
La tercera es la que no depende de la voluntad y además influye en
el acto del hombre, de modo tal que si esa ignorancia no se diese, el hombre no actuaría de ese modo.
Se la llama ignorancia “invencible”, en el sentido de que el hombre no puede salir
de ella con los medios con los que actualmente cuenta, ni siquiera luego de una
diligente búsqueda. Esta ignorancia antecedente,
invencible, excusa totalmente de
pecado.
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Sobre el tema de la ignorancia nos parece oportuno hacer
un breve resumen, mediante traducción nuestra, de lo que dice Ballerini, op. cit., v. 5, X, V, II, VII, CXXV, 7, pp.
561 ss.
El que obra contra el dictamen de su conciencia, peca.
Esto también se cumple en el caso de la conciencia errónea. En ese caso, también
peca el que sigue el dictamen de su conciencia, puesto que es errónea. El remedio, obviamente, es salir del error.
Pero hay que distinguir
también el caso en que al seguir la conciencia errónea se peca formalmente, porque la ignorancia en
cuestión es vencible, del caso
en que se peca sólo materialmente,
porque la ignorancia en cuestión es invencible.
La ignorancia vencible es la ignorancia consecuente, que depende de algún modo
de la voluntad, sea directamente
(ignorancia afectada, la de que
quiere ignorar para poder hacer lo que quiere) o indirectamente, cuando se omite
la diligente investigación necesaria para conocer la verdad que se está obligado a conocer.
La ignorancia invencible es la ignorancia antecedente, que no depende de la voluntad de ningún
modo.
Cuando el confesor ve que el penitente está en ignorancia respecto de algún pecado
grave que objetivamente comete, de modo que no se acusa de ello, debe evaluar
primero si se trata de ignorancia vencible
o invencible.
En el primer caso, debe enseñar al penitente, y sólo
puede darle la absolución si
éste acepta esa enseñanza y se arrepiente
de su pecado con propósito de no
cometerlo más.
Aquí parece claro que no se atiende solamente a la dimensión
subjetiva del penitente, sino también al carácter objetivo de la situación de pecado grave en que se
encuentra, porque ya vimos que la ignorancia vencible puede llegar a convertir el pecado mortal en venial.
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En el caso de que el penitente
esté en ignorancia invencible,
el confesor debe evaluar si hay mayor probabilidad de que el penitente
acepte esa enseñanza y se
arrepienta proponiéndose no pecar más, o si por el contrario es mayor la probabilidad de que rechace esa enseñanza o al menos quede
en la duda acerca del tema.
En este último caso, el
confesor no debe exponerse a la
posibilidad por hipótesis más probable de que el penitente salga de la
confesión peor de como vino, y debe
entonces callar, dejando al penitente en su errónea opinión y en su paz
de conciencia, hasta que se dé la ocasión de sacarlo con bien de ese error, si
llega a darse.
Incluso debe exhortarlo a realizar esos actos que su
conciencia invenciblemente errónea le dice que debe realizar, a pesar de
que objetivamente sean pecados.
Pues de lo contrario, el penitente obraría contra su conciencia, y pecaría formalmente.
Porque en ese caso, la
ignorancia invencible del
penitente hace que su pecado sea sólo
material, no formal, mientras que por el contrario, el obrar con conciencia dudosa, o directamente
con conciencia clara de rechazar la
enseñanza de la Iglesia, es pecado formal.
En efecto, el que obra con conciencia dudosa, peca,
pues libremente se expone a la posibilidad de cometer un pecado.
En esos casos el confesor debe callar incluso aunque de
ello se siga daño para terceros, en el ámbito privado.
Otra cosa es en el ámbito público, donde está en juego el bien común de la sociedad, porque
el bien común es mayor que el bien individual.
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Dice igualmente Billuart (VI, VI, X, III, p. 401):
“…el confesor debe amonestar al penitente que ignora
venciblemente que algo es pecado, que sin embargo realmente lo es; también, aún si ignora invenciblemente, si hay
esperanza de enmienda, y no se teme un mal mayor a causa de la
amonestación; de lo contrario, no.”
Y ahí mismo, en II, Tractatus de actibus humanis,
V, IV, p. 197 ss., agrega que se debe exceptuar el caso en que la ignorancia verse sobre algo necesario para la salvación, por
ejemplo, las verdades fundamentales de
la fe, o sobre un precepto de la
ley natural que se deduzca fácilmente de los primeros principios
evidentes de la misma (o sea, de la “segunda tabla” de la ley
natural), o también en los casos que haya escándalo para otros o perjuicio
para el bien común. En esos casos, se debe también amonestar.
Respecto de los preceptos de
la “tercera
tabla” de la ley natural, que son los que se infieren de los
primeros principios evidentes de la ley natural con una deducción difícil y complicada, no se debe amonestar al que está en ignorancia invencible si no hay esperanza razonable de enmienda o si hay temor fundado de empeoramiento.
Aplicando esto último a
nuestro tema, sobre la ilicitud moral
del adulterio se puede discutir en abstracto si es posible o no respecto
de ella la ignorancia invencible, pero hoy
día no parece que para conocerla hagan falta razonamientos largos y complicados
al menos para bautizados que con
buena probabilidad conocen las palabras
de Nuestro Señor Jesucristo y la doctrina católica al respecto.
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En cuanto a los signos que permiten al confesor saber si la persona está en ignorancia invencible,
Ballerini parece partir de la
base de que la ausencia de duda e
inquietud al respecto muestra que la persona está de total buena fe en
su error, mientras que por el contrario, la presencia de dudas sobre si está bien o mal lo que
hace ya es signo de conciencia venciblemente
errónea.
Porque en efecto, el que,
estando en el error, no duda
acerca de si está en el error o no no
puede salir de ese error, mientras que el que en esa misma situación duda tiene la posibilidad de
investigar y salir del error.
Matiza sin embargo Billuart que incluso ante la ausencia total de dudas en el presente cabe la
posibilidad de que la ignorancia sea culpable,
si es el caso de una persona que vive habitualmente en pecado y despreocupada
de la rectitud moral de sus acciones, en ese caso, esa ignorancia es indirectamente voluntaria pues ha
mediado negligencia culpable en
conocer lo que había obligación de conocer (incluso en algunos casos dice que
pueda ser afectada o directamente
voluntaria); es por tanto consecuente y
no antecedente.
Según Ballerini, la ignorancia que el confesor debe evaluar en cuanto a
su invencibilidad o no es la actual,
independientemente de si en el pasado
esa ignorancia pudo ser vencible y culpable, pues puede darse que luego se haya vuelto invencible e inculpable,
por ejemplo, por la enseñanza errónea
de algún director espiritual o confesor.
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Véase entonces cómo el
argumento de estos autores en el caso de la ignorancia invencible (porque en el caso de la ignorancia vencible es absolutamente claro que la
persona no puede confesarse válidamente ni comulgar hasta que no salga de esa
ignorancia, y por tanto, hasta que se arrepienta
y manifieste propósito de enmienda)
no es “están
en estado de gracia, por tanto, pueden comulgar”, sino “por más que
estén en estado de gracia, su situación es objetivamente mala, y por tanto, se
les debe sacar de la ignorancia para que, arrepintiéndose, puedan
recibir la absolución y la comunión, salvo
en el caso de que se prevea que por esa enseñanza se harán peores, no mejores”.
En ese caso, lo que se hace es
tolerar un mal menor, el pecado material, para evitar un mal
mayor, el pecado formal.
Así lo dice Billuart (I, Tractatus de actibus humanis, V,
IV, p. 198):
“…si donde no
hay esperanza de enmienda cesa la obligación de amonestar, con más razón si de
la amonestación se [prevé que] se seguirán gravísimos inconvenientes. La razón
de esta segunda parte es que de muchos
males se debe elegir el menor.”
Obviamente que Billuart no
habla de elegir hacer el mal
menor, sino sólo de elegir permitirlo.
Por eso, el “mal menor”,
en este caso, sólo puede ser el pecado
material, no formal , que la persona comete al realizar esos actos objetivamente pecaminosos, no confesarlos , y comulgar en ese estado.
Dice en efecto Billuart poco antes:
“…faltando la
esperanza de enmienda, se sigue un gravísimo inconveniente, a saber, que este
penitente pecará formalmente, mientras
que antes pecaba solo materialmente, y que amonestado se condene el que
no amonestado se podía haber salvado…”
Recuérdese que en el texto
antes citado decía Billuart que en el caso de ignorancia invencible. si se preveía que no habría enmienda
en caso de amonestación, se debía evitar
el mal mayor que de ello se seguiría, lo que quiere decir que aún en el caso de la ignorancia invencible
hay un mal (menor) que
sólo puede ser el pecado material.
Lo cual quiere decir que estas
personas, cuando comulgan, no cometen el pecado formal de
sacrilegio.
Véase entonces que la razón por la cual estas personas pueden
confesarse y comulgar en ese estado no es que están bajo una causal de
inimputabilidad, sino que no se
prevé buen fruto, y eventualmente, sí se prevé uno malo, del hecho de darles a conocer la verdad de
su situación y exigirles el consiguiente arrepentimiento y propósito de
enmienda.
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Es más, el argumento que da el
autor implica que si la persona llega a conocer la doctrina de la Iglesia y la rechaza o pone en duda, su situación será peor que la que
tenía cuando de buena fe erraba sobre la doctrina católica.
Eso muestra que no es claro en qué sentido puede ser un
factor de inimputabilidad la “incomprensión de los
valores inherentes a la norma moral” de
que habla “Amoris Laetitia”.
Al menos, digo, si se toma esa “incomprensión”
como algo distinto de la ignorancia, puesto que se podría
argumentar que no se conoce la ley
moral si se la conoce en forma defectuosa y deforme o se la entiende en
un sentido contrario al verdadero.
Porque en efecto, si se conoce la norma moral que la
Iglesia enseña, es claro que no se
puede estar en ignorancia invencible respecto de ella, y eso basta,
dicen estos autores, para que haya pecado
formal.
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En cuanto al ministro de la Eucaristía y cuándo debe concederla o negarla a los
que la piden, los tratadistas distinguen el caso del pecador público y el del pecador oculto, y el caso en que la Eucaristía
se pide públicamente, del que se
pide ocultamente.
Si el pecador público pide la Eucaristía públicamente, se le niega por su situación objetiva de
pecado.
Este pecador público, suponemos nosotros que es alguien que no ha
pasado por el Sacramento de la Reconciliación, porque en ese caso, al
haber escándalo de por medio en
caso de comulgar, el sacerdote lo
habría amonestado y enseñado aún estando esta persona en ignorancia invencible y aún previendo
el sacerdote la inutilidad o carácter
accidentalmente perjudicial de la amonestación.
Y entonces, o se habría arrepentido y habría
manifestado propósito de enmienda,
en cuyo caso se lo orientaría a
comulgar en forma discreta y no públicamente, o no lo habría hecho, y no habría recibido la absolución.
Si el pecador público pide ocultamente la comunión, y no manifiesta arrepentimiento ni
propósito de enmienda de su culpa, se le niega, por la misma razón.
Salvo, decimos en base a lo
anterior, que haya de por medio ignorancia
invencible, y que el sacerdote entienda que no hay esperanzas de que la
amonestación le haga bien en vez de mal. Pues en este caso no habría escándalo.
Si el pecador oculto pide la Eucaristía ocultamente, sin arrepentimiento ni
propósito de enmienda, se le debe negar,
con la misma salvedad del caso anterior.
Si el pecador oculto pide la Eucaristía públicamente, sin arrepentirse ni
formular propósito de enmienda, se le
debe dar, para no perjudicar su buena fama haciendo público su pecado.
En este caso, el sacerdote debe tolerar el sacrilegio
formal que comete la persona, pues la única forma de evitarlo sería incurriendo el sacerdote en pecado de difamación, y no se puede hacer el mal
para que venga el bien.
Con más razón entonces debe tolerar el sacerdote la
comunión en estado objetivo de pecado de aquellos que tienen ignorancia invencible y de los que el
sacerdote prevé que con la corrección se
harían peores y no mejores, porque en esos casos, como dijimos, no hay pecado formal.
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APLICACIÓN A NUESTRO TEMA
Aplicado esto a los mal
llamados “divorciados vueltos a casar”, resulta
que no parece que en la
generalidad de estos casos haya ignorancia invencible, tal que las
personas con absoluta buena fe, sin duda ni inquietud alguna, crean que lo que
hacen no es pecado mortal.
Ante todo, porque, como ya
dijimos, es obvio que en la gran
mayoría de estos casos se conoce la doctrina de la Iglesia sobre la
indisolubilidad del matrimonio y el carácter pecaminoso del adulterio.
Fijarse que Ballerini reprueba incluso el que se haga
preguntas directas al penitente para ver si está o no en duda respecto a esos actos u omisiones,
porque, dice, eso puede introducir la
duda donde antes no la había, y entonces la persona comienza a pecar formalmente. Sólo admite que se
pregunte en general si la persona
no cree deber confesar algo en materia grave.
Por tanto, decimos nosotros,
si las meras preguntas bastan o
pueden bastar para quitar la ignorancia
invencible ¡cuánto más la
doctrina católica proclamada hace tiempo a los cuatro vientos, y
especialmente ahora, desde que
se agita en la Iglesia el tema que nos ocupa!
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Pero suponiendo que en algunos casos (que en toda hipótesis serán los menos) haya ignorancia invencible, con eso no alcanza, como vimos, para que puedan comulgar, sino que el
confesor debe en principio sacarlos de
la ignorancia y por tanto llamarlos
al arrepentimiento y el propósito de enmienda, y solamente debe renunciar a hacerlo en el caso en que perciba que
el resultado sería probablemente malo y no bueno.
Exceptuando, por lo dicho, el caso en que el dar la comunión a estas personas
provocase escándalo en los
demás, porque entonces el sacerdote debería intentar sacarlos de su ignorancia aún
previendo que la reacción de ellos pudiese ser negativa - en cuyo caso, obviamente, no podría darles la
absolución.
Ahora bien, en este caso concreto no es fácil pensar una
hipótesis en la que no haya escándalo, porque la situación objetiva de
pecado en que se encuentran estas personas es pública de por sí, al haber pasado por un registro civil para formalizar su
relación adúltera y ser normalmente sabido por todo el mundo que son “divorciados y
vueltos a casar”.
Incluso, si se los orienta a comulgar en forma
discreta u oculta para evitar ese escándalo ¿en qué queda su hipotética ignorancia invencible, que según Ballerini podría quedar afectada por
las solas preguntas demasiado directas
del confesor?
——————————————-
En cuanto al discernimiento que hace el sacerdote, es en sus líneas esenciales
el que acabamos de delinear, y no presupone un conocimiento del interior de las personas más que por lo que se
manifiesta al exterior en las palabras.
Algunos han dicho que ese
discernimiento debe hacerlo el fiel, no
el sacerdote. Pero siendo los motivos de inimputabilidad los únicos que eventualmente harían posible la
confesión y comunión en estos casos, y siendo la ignorancia invencible, entre ellos, el único que la haría posible, por lo visto, es imposible que el fiel sea el que hace el
discernimiento aludido, porque es imposible que alguien diga “estoy en
ignorancia invencible respecto de tal norma o de tal situación” y
siga estando en ignorancia
invencible respecto de ello.
Sería como si alguien dijese “ignoro en forma
invencible que dos más dos son cuatro”.
——————————————-
Se plantea la hipótesis de que
la persona piensa que la ley no se
aplica a su caso, y lo piense con esa tranquila y segura confianza que es propia de la ignorancia invencible.
Por ejemplo, por creer que en
su caso el matrimonio ha sido inválido,
y que está legítimamente casada
con su pareja en realidad adulterina.
Pero incluso aunque su primer
matrimonio hubiese sido inválido,
el hecho es que no puede considerarse
tal en la Iglesia sin la correspondiente declaración del tribunal eclesiástico,
y al menos respecto de su legítimo matrimonio con su segunda pareja sí hay error, puesto que no ha guardado la forma canónica del
matrimonio para un bautizado, por lo que su estado objetivo equivale, si no al adulterio, sí a la fornicación.
Con lo cual volvemos a lo
arriba dicho sobre la ignorancia.
——————————————-
¿MISERICORDIA SIN PECADO NI PERDÓN?
Para terminar, señalamos la contradicción en que incurre el modo
habitual de pensar “misericordioso” en la
actualidad: la misericordia no tiene sentido allí donde no hay pecado formal
que perdonar, pero se habla a la
vez de misericordia y de ausencia de pecado formal en el caso de estas
personas a las que se quiere autorizar a recibir los sacramentos sin propósito
de enmienda y por tanto sin arrepentimiento por sus pecados.
Incluso si el argumento no
fuese que no hay pecado formal, sino que
el pecado se ha transformado de mortal en venial por los causales de
inimputabilidad o los atenuantes, el hecho es que se renuncia a perdonar ese pecado, pues se renuncia a exigir la
confesión del mismo, propósito de enmienda incluido, antes de la recepción de
la Eucaristía. Y entonces se está hablando de una “misericordia sin perdón” que no
tiene nada que ver con la misericordia cristiana.
Nos place coincidir
en esto último con recientes declaraciones
del Card. Burke:
“Si no somos
conscientes de nuestro pecado y nos arrepentimos del mismo, ¿qué sentido tiene pedir la misericordia de
Dios? ¿Por qué estamos
pidiendo la misericordia de Dios si no hemos pecado? Así que es tan
simple como eso. De lo contrario, la misericordia es un término sin sentido.
Debemos admitir que el pecado que cometimos es malo, que lo sentimos
profundamente y que por ello pedimos la misericordia de Dios.”
Porque si se dice que la
misericordia, en este caso, consiste en quitar de los hombros de estas personas
una carga que en realidad no deberían
soportar, no se está hablando de misericordia,
sino de justicia.
Néstor
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