jueves, 3 de mayo de 2018

EL OBJETO DEL ACTO INTERIOR DE LA VOLUNTAD Y LOS MOTIVOS DE INIMPUTABILIDAD EN EL CASO DE LOS MAL LLAMADOS “DIVORCIADOS VUELTOS A CASAR”



Volvemos al tema de la confesión y comunión de los mal llamados “divorciados vueltos a casar”,  tratando de analizar más detenidamente la argumentación a favor de la posibilidad de que se confiesen y comulguen sin hacer el propósito de dejar de tener relaciones sexuales adúlteras.
Al mismo tiempo cumplimos con algo de retardo la promesa de completar el tema del objeto del acto humano, hablando del objeto del acto interior de la voluntad, luego de haber hablado del objeto del acto exterior.
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Recordemos que el argumento básico contra la posibilidad de confesión y comunión eucarística en estas situaciones es el que dice que: “No se puede comulgar en pecado mortal. El adulterio es pecado mortal. El bautizado que está unido maritalmente (lo cual incluye la realización de los actos propios de los esposos) a una persona distinta de su cónyuge legítimo en vida de éste último, está en situación de adulterio. Por tanto, esa persona está en situación objetiva de pecado grave y no puede comulgar sin antes arrepentirse, confesarse y formular propósito de enmienda, lo cual incluye el propósito de dejar las relaciones sexuales adulterinas.”
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EL ACTO VOLUNTARIO Y SU OBJETO
Una primera forma de evadir esta conclusión viene a sostener que el bautizado que está en esa situación puede no estar en adulterio, porque el objeto moral de su acto es otro.
Para analizar esta tesis hay que empezar por distinguir entre los actos humanos y los actos del hombre.
El acto humano se distingue del acto del hombre en que el primero es voluntario, el segundo, no.
Es voluntario aquel acto cuyo principio es intrínseco y que además depende del conocimiento del fin al que ese acto tiende.
Como dice Santo Tomás, siendo el hombre el ente corpóreo que máximamente conoce el fin al que tienden sus actos, en él máximamente se da lo voluntario. (Ia IIae, q. 6, a. 1). En el animal irracional, dice el Aquinate, se da un conocimiento imperfecto del fin, basado solamente en los sentidos, y por eso mismo, se da imperfectamente lo voluntario (a. 2).
De ahí se sigue que lo voluntario, en el hombre, tiene dos componentes: inteligencia y voluntad, es decir, el conocimiento intelectual del fin y de los medios que se ordenan al fin, y el apetito del fin por cual el hombre se mueve, que siendo el apetito que depende del conocimiento intelectual, es el apetito racional”, que llamamos voluntad”.
Es solamente mediante actos humanos, o sea, voluntarios, que el hombre se hace meritorio o culpable moralmente hablando, porque sólo en esos actos se compromete el libre albedrío de la voluntad.
El acto voluntario, además, puede ser directo o indirecto, según que proceda, respectivamente, de la acción o de la inacción de la persona, en aquello en que está obligada a actuar.
De este último modo es voluntaria, indirectamente, en los padres, por ejemplo, la mala conducta de los hijos a los que por negligencia no han educado como debían. 
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Hay dos clases de actos de la voluntad: el acto ilícito, que es el acto de la misma voluntad, por ejemplo, querer levantar el brazo, y el acto imperado, que es el acto de alguna otra facultad humana, movida por la voluntad, por ejemplo, levantar el brazo porque se quiere hacerlo.
Por eso mismo el acto humano es doble: consta del acto interior de la voluntad, y el acto exterior de otras facultades humanas, movidas por la voluntad.
El acto humano tiene un objeto, que es aquello a lo que dicho acto tiende.
El acto humano recibe su especie de su objeto, es decir, es el objeto del acto el que determina la naturaleza del acto mismo, si es robo, o limosna, o adulterio, etc.
El objeto del acto humano también es doble, por lo dicho: se compone del objeto del acto interior de la voluntad, y el objeto del acto exterior de las otras facultades, movidas por la voluntad.
El objeto del acto exterior es la cosa a la que tiende el acto humano, por ejemplo, el objeto del acto de robar es la cosa ajena. Se lo conoce también como finis operiso fin de la acción en sí misma considerada.
La cosa externa es objeto del acto exterior, no en su mera realidad física, sino según el aspecto de esa misma cosa que el intelecto considera y presenta a la voluntad, y considerada en relación con el orden moral objetivo. Nada de esto depende de la voluntad del sujeto, sino que al contrario, la voluntad misma es buena o mala según que tome como fin a una cosa que, así entendida, sea conforme o no con el orden moral objetivo, conocido por la razón. Cfr. Ia IIae, q. 20, a. 1, y q. 19, a. 3.
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El objeto del acto interior de la voluntad es el fin al que la voluntad tiende al actuar. Se lo conoce también como “finis operantiso fin del agente que obra.
Según Santo Tomás, el objeto del acto humano depende formalmente del objeto del acto interior de la voluntad, y materialmente del objeto del acto exterior de las otras facultades, movidas por la voluntad (Ia IIae, q. 18, a. 6). Ahí cita la frase de Aristóteles según la cual el que roba para cometer adulterio es más adúltero que ladrón.
El acto humano, que es doble por naturaleza, es uno desde el punto de vista moral. Esto se explica porque los objetos de los actos interior y exterior se relacionan entre sí como la forma y la materia, que en los cuerpos, de los cuales se toma esta analogía, son una sola sustancia.
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BONDAD O MALDAD DEL ACTO HUMANO
La bondad o maldad moral del acto humano dependen del objeto del acto exterior (q. 18, a. 2), el fin u objeto del acto interior (a. 4),  y las circunstancias (a. 3).
El criterio es que para que el acto sea moralmente bueno deben ser buenos el objeto, el fin y las circunstancias, y para que sea malo, alcanza con que sea malo uno de esos elementos, según el principio que dice que bonum ex integra causa, malum ex quodcumque deffectu: el bien procede de una causa íntegra, el mal, de cualquier defecto. Cfr. Ia IIae, q. 20, a. 2, q. 19, a. 6, ad 1um, y q. 18, a. 4, ad 3um.
Citemos explícitamente esos textos de Santo Tomás, porque es fundamental para que lo siga más adelante:
“(…) hay que tener en cuenta que, como ya se dijo, para que una cosa sea mala, basta un defecto singular, mientras que para que algo sea bueno no basta un bien singular, sino que se requiere integridad de bondad. Por consiguiente, si la voluntad es buena tanto por su propio objeto como por el fin, se sigue que el acto exterior es bueno. Pero, para que el acto exterior sea bueno, no basta la bondad de la voluntad que viene de la intención del fin, sino que, si la voluntad es mala por la intención del fin o por el acto querido, se sigue que el acto exterior es malo.”
 “Como señala Dionisio en el capítulo 4 del De div. nom.el bien se produce de una causa íntegra; en cambio, el mal de defectos singulares. Por eso, para llamar malo aquello hacia lo que se dirige la voluntad, basta que sea malo por su propia naturaleza, o que sea aprehendido como malo. Pero para que esto sea bueno se requiere que lo sea de ambos modos.
“Nada impide que a una acción que tenga una de dichas bondades, le falte otra. Según esto, puede suceder que una acción que es buena según su especie o según las circunstancias, se ordene a un fin malo y al revés. No obstante, no hay una acción buena sin más si no concurren todas las bondades, pues cualquier defecto singular causa un mal; en cambio, el bien nace de una causa íntegra, como dice Dionisio en el capítulo 4 de De div. nom.
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De modo que es posible que el objeto del acto exterior sea bueno, y el objeto del acto interior, o fin, o intención, sea malo, e inversamente. Pero eso no quita la unidad moral del acto humano, que será malo en ambos casos.
Por ejemplo, si se da limosna para ser visto y elogiado, el objeto del acto exterior es bueno, porque es ayudar al necesitado, pero el objeto del acto interior es malo, porque es la vanagloria. Y así, el acto es malo.
Inversamente, si se roba para ayudar a los pobres, el objeto del acto exterior es malo, pues se trata de un robo, pero el objeto del acto interior es bueno.  Y así, el acto es simplemente hablando malo. Es decir, el fin no justifica los medios.
Esto último muestra que el objeto del acto exterior no es tan “material” que no juegue ningún papel determinante en la calificación moral del acto humano, y así Santo Tomás, hablando del objeto del acto exterior,  dice que “el objeto no es una materia de la cual se haga algo (“ex qua”) sino una materia sobre la que versa algo (“circa quam”) y tiene en cierto modo razón de forma, en tanto que da especie (al acto).” Cfr. Ia IIae, q. 18, a. 2, ad 2um.
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Por tanto, cuando el objeto del acto interior y el objeto del acto exterior son distintos, el acto exterior tiene dos especies: una de esas especies la tiene el acto exterior en tanto que imperado por la voluntad, y por tanto, en dependencia del objeto del acto interior, mientras que la segunda la tiene en sí mismo considerado, y según su propio objeto. Cfr. Ia. IIae, q. 20, a. 2, 3, 4, 6, y también q. 1, a. 3, ad 3um.
Así, por ejemplo, el acto del que roba para cometer adulterio es formalmente de adulterio (especie que procede del objeto del acto interior) y materialmente de robo (especie que procede del objeto del acto exterior).
Se sigue de esto también que la bondad o maldad moral material del acto permanece incluso si falta la bondad o maldad formal, concretamente, en el acto involuntario o acto del hombre, donde el acto de la voluntad y el del intelecto están o totalmente ausentes o impedidos en mayor o menor medida por algún factor.
Por lo que el ser humano es culpable de sus malas acciones solamente en la medida en que son voluntarias y por tanto formalmente malas.
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LAS CIRCUNSTANCIAS DEL ACTO HUMANO
Las circunstancias son todo aquello que se agrega a la naturaleza del acto, que viene dada por su objeto, y son de dos clases, que podemos llamar subjetivas y objetivas. La circunstancia subjetiva es el fin o intención, del que ya se ha dicho algo. Las circunstancias objetivas pueden ser el lugar, la cantidad, la duración, el tiempo, etc.
Las circunstancias objetivas no cambian la naturaleza del acto de bueno en malo o a la inversa, pero aumentan o disminuyen la bondad o maldad moral del acto.
Salvo en el caso en que una circunstancia objetiva tiene de suyo alguna relación positiva o negativa con el orden moral objetivo conocido por la razón humana. En ese caso, esa circunstancia pasa a formar parte del objeto mismo del acto, cambiando su naturaleza. Por ejemplo, el que roba en lugar sagrado comete ante todo un pecado de sacrilegio. Y también, el que cumpliendo con la ley quita la vida a alguien en pena de algún crimen o en defensa suya o de la sociedad no comete homicidio, porque se da la circunstancia objetiva de que la víctima es culpable y no inocente. Cfr. Ia IIae, q. 18, a. 10, y también q. 88, a. 6, ad 3um.
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LA BUENA INTENCIÓN
Aplicando todo esto al tema de los mal llamados “divorciados vueltos a casar” y su eventual confesión y comunión sin propósito de enmienda, alguien podría sostener que en realidad estas personas no cometen adulterio, porque el objeto de su acto es otro, y eso, porque el objeto del acto interior de su voluntad es bueno, concretamente, proveer al bien de los hijos que se perjudicarían por una separación de sus padres.
De tal modo que ese objeto del acto interior se impone como forma determinante al objeto del acto exterior, que es malo, dando como resultado un acto moralmente lícito.
Aquí entra por ejemplo la tesis defendida por el Card. Cocopalmerio, que la intención buena alcanza para hacer bueno al acto (o sea, que el fin justifica los medios).
Es claro, por lo arriba dicho, que esto último es insostenible.
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LAS CONSECUENCIAS DEL ACTO
¿Se dirá que en esos casos puede haber una circunstancia que cambie el objeto del acto, de modo que éste ya no sea malo, sino bueno? Por ejemplo, se dice que la persona puede prever que si deja de tener relaciones sexuales con su nueva pareja eso tiene riesgo cierto de separación, la cual perjudicará a los hijos nacidos de esa unión adúltera, de modo que siente el deber moral de seguir teniendo esas relaciones para no perjudicar a sus hijos.
Las circunstancias de que hablamos en este caso son de dos tipos: unas son objetivas, que son las consecuencias previsibles tanto del no tener relaciones sexuales como del tenerlas, y otras son subjetivas, es decir, consisten en la intención de evitar el daño de los hijos, que guiaría la realización de esas relaciones sexuales.
Así lo dicen los Obispos de Buenos Aires en las orientaciones que publicaron acerca de Amoris Laetitia”:
“…no obstante, igualmente es posible un camino de discernimiento. Si se llega a reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad (cf. 301-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva uniónAmorisLaetitia” abre la posibilidad del acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía”
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Ante todo, hay que tener presente que dejar de tener relaciones sexuales adúlteras es algo moralmente bueno de suyo. La cuestión entonces es si un acto de suyo moralmente bueno puede hacerse moralmente malo por las consecuencias previsibles del mismo, en este caso, el daño de los hijos.
Las  consecuencias del acto humano pueden ser previstas o no previstas.
En Ia IIae, q. 20, a. 5 Santo Tomás dice, en cuanto a las consecuencias que no son previstas, que se debe distinguir entre las que se siguen “naturalmente” (per se) del acto en cuestión, y las que se siguen “accidentalmente” del mismo (per accidens). Las primeras agregan a la bondad o maldad moral del acto, las segundas, no.
De las consecuencias previstas dice Santo Tomás que aumentan o disminuyen la bondad o maldad de los actos humanos, y respecto de las que no son previstas, distingue aquellas que se siguen del acto “per se” y las que se siguen del acto per accidens”. Y dice:
“Pero si el acontecimiento subsiguiente no es premeditado, entonces hay que distinguir. Porque si se sigue de por sí o en la mayoría de los casos, ese acontecimiento aumenta la bondad o malicia del acto, pues es claro que es mejor por su género el acto del que pueden seguirse muchos bienes, y peor aquel del que derivan naturalmente muchos males. Pero si el acontecimiento subsiguiente es accidental y excepcional, entonces no incrementa la bondad o la malicia del acto, pues no se juzga una cosa por lo que es por accidente, sino por lo que es de por sí.”
Se plantea al respecto la siguiente objeción en Ia IIae, q. 20, a. 5:
“El efecto preexiste  virtualmente en la causa. Pero los acontecimientos consiguientes siguen a los actos como los efectos a las causas. Luego preexisten virtualmente en los actos. Pero todo se juzga bueno o malo según la virtud, pues virtud es lo que hace bueno a quien la posee, como se dice en II Ethic. Luego los acontecimientos consiguientes aumentan la bondad o malicia del acto.”
Y responde:
“La virtud de una causa se aprecia en lo que es su efecto de por sí, no en lo que lo es por accidente.”
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Es claro que en el argumento que consideramos ahora se trata de consecuencias previstas (el daño que eventualmente sufrirán los hijos), no de consecuencias no previstas.
Pero aquí Santo Tomás no está diciendo que esas consecuencias previstas puedan cambiar la especie moral del acto humano de mala en buena o de buena en mala.
La hipótesis que considera Santo Tomás es aquella en la que el acto y las consecuencias van en la misma línea de bondad o maldad moral, pues preguntas solamente si las consecuencias aumentan o no la bondad o maldad del acto, y no pregunta si las disminuyen, como podría preguntarse si una consecuencia buena disminuye la maldad de un acto malo,  o una consecuencia mala disminuye la bondad de un acto bueno.
De hecho, lo que dice es que “cuando alguien, pensando que de su acción pueden seguirse muchas cosas malas, no por ello deja de obrar, se ve por ello que su voluntad está más desordenada”. Ese más desordenadamuestra que Santo Tomás parte de la hipótesis de que la acción es mala en sí misma, y por eso habla solamente de que las consecuencias previstas “agregana la bondad o maldad moral del acto. 
Esto no se aplica entonces al caso de las personas que dejan de tener relaciones sexuales adúlteras, ya que dicha cesación de esas relaciones es de suyo buena, no mala. No se puede decir, por tanto, que dejar de tener esas relaciones sería una mala acción que debe ser evitada.
Y es que las circunstancias subjetivas, que consisten en la intención del agente, cambian la especie moral del acto si son malas, no si son buenas. Es decir, la mala intención hace malo el acto de suyo bueno, como dar limosna para que nos vean y elogien, y la buena intención no hace bueno el acto de suyo malo, como mentir para ayudar a alguien.
Así que no basta la buena intención de evitar el daño de los hijos para hacer que las relaciones sexuales adúlteras dejen de ser moralmente malas.
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En el caso que nos ocupa, se trata de consecuencias previstas y “per accidens” de un acto de suyo bueno, pero además, obligatorio moralmente: el cese de las relaciones sexuales adúlteras.
Son per accidens”, porque son consecuencias malas, y el mal no se sigue “per se” del bien.
Al no tratarse de consecuencias que van en la misma línea de bondad o maldad del acto en cuestión, no caen directamente bajo lo que dice Santo Tomás en este artículo.
Y si miramos a que en todo caso son consecuencias per accidens”, hay que decir no influyen en la bondad o maldad morales del acto principal.
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Por otra parte, al hablar de “acto bueno” hay que distinguir el que es simplemente lícito, y en todo caso virtuoso, pero no obligatorio, como dar limosna a una persona determinada, y el que es moralmente obligatorio.
Y el hecho es que dejar de tener relaciones sexuales adúlteras es obligatorio moralmente, y entonces, la pregunta es si un acto moralmente obligatorio puede volverse moralmente malo, y por tanto, prohibido, por el hecho de que tenga malas consecuencias, previstas o no previstas.
Es claro que la respuesta es negativa. De lo contrario, muchos mártires habrían pecado dando su vida por la fe y dejando a sus familiares afligidos y sin sostén, o incluso en trance de renegar de la fe a causa del sufrimiento.
Es justamente el caso de los jesuitas apóstatas que aparecen en la película “Silencio” de Scorsese: siguiendo el razonamiento de los intérpretes heterodoxos de Amoris Laetitia, habría que decir no sólo que su apostasía no fue pecado, sino que estaban moralmente obligados a apostatar para evitar las consecuencias que su fidelidad tendría en los fieles japoneses, ya que habían sido amenazados con que en caso de no apostatar, éstos serían torturados y muertos.
De modo que si morían mártires de la fe, cometían un pecado grave…Lo cual es absolutamente absurdo.
De hecho, cuando los heterodoxos hablan de falta de libertaden este caso, tienen que especificar si se refieren a falta de libertad psicológica, por la presión que significa prever el daño que eventualmente sufrirían los hijos, o falta de libertad moral, por la obligación moralen que supuestamente se estaría de seguir pecando.
Lo primero puede disminuir la voluntariedad y por tanto la culpabilidad, pero no tiene nada que ver con lo segundo.
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Se confirma lo dicho con algunos textos de Billuart (Summa Sancti Thomae, IV, IV, IX, pp. 183 – 185, trad. nuestra):
El evento consiguiente previsto y de algún modo intentado añade a la bondad o malicia del acto exterior, sea que se siga de él “per se” o “per accidens” (…) Digo “de algún modo intentado”, porque para que el evento consiguiente añada a la malicia, no es necesario que será intentado directamente, sino que alcanza con que sea intentado indirecta e interpretativamente. Es intentado el acto indirecta e interpretativamente, cuando se lo prevé consiguiente, pudiendo y debiendo impedirlo. Hay obligación de impedir y cesar el acto del que se sigue tal efecto, cuando no subyace un derecho o una razón legítima para realizar ese acto (…) El evento que se sigue por accidente del acto, si no de ningún modo intentado, no añade a la bondad o malicia del acto. Porque no se juzga una cosa según lo que es por accidente Porque de este modo el evento (consiguiente) no es de ningún modo voluntario.”
Billuart pone el ejemplo de una mujer que prevé que si se confiesa con un determinado sacerdote, éste caerá en pecado por desearla. Dice que si no hay otra posibilidad de confesarse “cómodamente” que con ese sacerdote, puede hacerlo, ya que la caída del sacerdote no se sigue “per se”, sino “per accidens” de la confesión. Pero si puede confesarse “cómodamente” con otro, debe hacerlo, por un deber de caridad para con el sacerdote débil.
Es claro que la mujer no está, en este ejemplo, moralmente obligada a confesarse con ese sacerdote, y sin embargo, alcanza con que le sea difícil confesarse con otro para que ya pueda hacerlo, sin pecar, con éste, aun previendo que de tal confesión se seguirá probablemente el pecado de tal sacerdote.
Con mucha más razón, entonces, se puede hacer aquello que se está moralmente obligado a hacer, como por ejemplo dejar de tener relaciones sexuales adúlteras, aun previendo que de ello se pueda seguir algún daño para alguien, en este caso, los hijos de esa unión.
Sin duda que en ese caso, entonces, “subyace un derecho o razón legítima” para realizar ese acto, de modo tal que no se puede decir que la mala consecuencia sea aquí intentada, ni siquiera indirecta o interpretativamente.
Y de hecho, también hace referencia Billuart al caso siguiente:
“…de otros modos se seguirían varias cosas absurdas, entre ellas, que los pecados que Cristo preveía que se seguirían de su predicación, la viciarían.”
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En realidad, sí existe un caso en que alguien puede estar sometido a obligaciones morales contradictorias, y es cuando la conciencia venciblemente errónea manda hacer algo contrario al orden moral objetivo.
En ese caso, el que obedece tal dictamen, peca, porque va contra el orden moral objetivo, y no tiene la excusa de la conciencia invenciblemente errónea; y el que lo desobedece, peca, porque va contra la voz de su conciencia. O sea, que se está obligado, por un lado, a obedecer, y por otro, a no obedecer.
Es claro que la solución en este caso es salir del error, lo cual puede el sujeto hacerlo, puesto que se trata de conciencia venciblemente errónea.
De todos modos, ni siquiera en este caso queda el sujeto excusado de pecado por el hecho de que la alternativa que siguió era moralmente obligatoria.
Que además no lo es, como vimos, en el caso del que cree que está obligado a seguir cometiendo adulterio para no dañar a sus hijos.
Es decir, como es lógico, cuando se está en una situación en que tanto hacer algo como no hacerlo es moralmente obligatorio, se pecará hágase lo que se haga. 
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Y notemos que este argumento de las supuestas obligaciones morales que se tiene para con los hijos de la relación adúltera no tiene nada que ver, en sí mismo considerado,  con el tema de los factores atenuantes o de inimputabilidad.
Los contrarios pertenecen al mismo género. Si dejar de tener relaciones adúlteras en esos casos es moralmente malo, es pecado formal, es acto humano y no solamente  del hombre, es voluntario, entonces seguir teniéndolas es formalmente bueno, y entonces, es acto humano y no solamente del hombre, es voluntario, y entonces, no hay causales de inimputabilidad.
Y es que hacer algo porque se sabe que se está moralmente obligado a hacerlo es poner un acto humano, es decir, voluntario,  y no solamente un acto del hombre. Hay una deliberación y una elección, porque no tiene sentido decir que se cumple con el deber moral cuando no se actúa voluntariamente.
Salvo que se diga que se toma aquí como causal de inimputabilidad la convicción errónea que la persona tiene de estar moralmente obligada a tener relaciones sexuales adúlteras para no dañar a sus hijos. De eso hablaremos en la segunda parte de esta reflexión.
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Además, las circunstancias objetivas no cambian la especie moral del acto a no ser que pasen a formar parte del objeto del acto mismo, por tener por sí mismas una especial relación con el orden moral objetivo, y así, robar en un lugar sagrado es ante todo sacrilegio.
Las consecuencias son un tipo de circunstancias objetivas, en este caso, el presumible o probable daño que sufrirán los hijos por la eventual separación debida al cese de las relaciones sexuales adúlteras.
La cuestión, entonces, es si pueden pasar a formar parte del objeto del acto de dejar de tener relaciones sexuales adúlteras, de modo que este acto pase de ser moralmente bueno a ser moralmente malo.
Pero es imposible que las consecuencias formen parte del objeto del acto, porque sin dicho objeto el acto no existe, y el acto debe estar ya dado en la existencia para que las consecuencias puedan tener lugar, de modo que si formasen parte del objeto del acto deberían ser lógicamente anteriores a sí mismas, lo que es absurdo.
Es errada entonces la afirmación que dice que estas personas caerían en una ulterior falta si dejasen de tener relaciones sexuales adúlteras.
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Tenemos entonces que esas relaciones sexuales son malas desde el punto de vista del objeto del acto exterior, y con eso alcanza para que esos actos sean moralmente malos, es decir, pecaminosos.
Recordemos que estamos en la hipótesis de que se trata de actos voluntarios, es decir, que dependen de la deliberación del intelecto y la libre elección de la voluntad.
De modo que se trata de actos formalmente malos, que hacen culpable a la persona que los realiza, y entonces es imposible que la persona esté en gracia de Dios mientras no se arrepienta de los mismos, forme propósito de enmienda, y reciba la absolución en el sacramento de la Reconciliación.
Concluimos nuevamente, entonces, que en la hipótesis de que se trata de actos humanos, voluntarios, no hay forma de negar que las relaciones sexuales adúlteras en que incurren estas personas son formalmente pecaminosas, de modo que es imposible que al mismo tiempo estén en gracia de Dios y puedan por tanto recibir la comunión eucarística en forma no sacrílega.
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EL ACTO INVOLUNTARIO
Frente a esto, una segunda forma de evadir la conclusión del argumento inicial es decir que no se puede comulgar en pecado mortal formal, pero sí en pecado mortal sólo material, o en pecado venial, y esa puede ser la situación de algunos de estos bautizados.
Es decir, estamos ahora en  la hipótesis de que se trata de actos involuntarios, y en esa medida, de pecados puramente materiales, y esos actos son involuntarios por la presencia de factores subjetivos de inimputabilidad. Porque el acto que el ser humano realiza no le es imputable precisamente en la medida en que no es voluntario.
O al menos, de que se trata, sí, de pecados formales, pero veniales, no mortales, dada la presencia de esos factores atenuantes. Y sí se puede comulgar con pecados solamente veniales sin confesar.
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Dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
“1860. La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.”
Santo Tomás enumera 4 causales de involuntariedad: la violencia (IaIIae, q. 6, a. 5) , el miedo (a. 6), la concupiscencia (a. 7), y la ignorancia (a. 8), que básicamente coinciden con las tres primeras causales que trae el Catecismo, el cual incluye además los trastornos patológicos.  Santo Tomás hace referencia a los mismos al decir que a veces el amor o la ira hacen perder totalmente el uso de razón y con él el  carácter voluntario del acto, como sucede con los amantes y furiosos”.
Dado que el acto es voluntario en la medida en que depende de la inteligencia y la voluntad, los factores de involuntariedad son los que disminuyen o eliminan o bien el conocimiento con que actúa la persona, o bien, la libertad con que elige esa acción.
Esas causales de involuntariedad son por eso mismo factores de inimputabilidad o también atenuantes de la culpa.
En efecto, los factores de inimputabilidad pueden eliminar totalmente el carácter voluntario de las acciones, y en ese caso, eliminan el pecado formal.
Cuando no eliminan totalmente ese carácter voluntario de las acciones, pero lo disminuyen, en esa medida, disminuyen la culpabilidad de las personas, llegando incluso, según Billuart, por ejemplo, a convertir el pecado de suyo mortal en pecado venial.
Dice Santo Tomás en IIa IIae, q. 35, a. 3:
“Sin embargo, es menester tener en cuenta que todos los pecados que son mortales por su género, lo son sólo cuando alcanzan su perfección, y la consumación del pecado está en el consentimiento de la razón. En efecto, hablamos del pecado humano que se realiza en la acción y cuyo principio es la razón. De ahí que, si el pecado se incoa exclusivamente en la sensualidad, sin llegar al consentimiento de la razón, es pecado venial por la imperfección del acto; así, por ejemplo, en materia de adulterio, la concupiscencia centrada exclusivamente en la sensualidad es pecado venial, pero si se llega al consentimiento de la razón, es pecado mortal.”
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LA VIOLENCIA
La violencia a que se refiere Santo Tomás, que viene a coincidir en parte al menos con las “presiones exteriores” del Catecismo, no puede ejercerse sobre la voluntad, porque por definición el acto de la voluntad procede de un principio interno, no externo, (Ia IIae, q. 6, a. 4) sino sobre las otras facultades, de modo que se impida el gobierno de la voluntad sobre las mismas, como cuando se ata a una persona para impedirle ir a un determinado lugar.
La violencia no se ejerce entonces sobre la voluntad sino sobre las otras facultades cuyo acto la voluntad impera.
La violencia es absolutacuando no puede rechazarse de ningún modo, y no lo es, cuando queda alguna posibilidad de evitar aquello a que se nos quiere forzar.
La violencia absoluta causa la involuntariedad simplemente hablando y elimina totalmente la culpabilidad.
La violencia no absoluta causa más o menos la involuntariedad según el  margen menor o mayor que deja a la resistencia y según el menor o mayor consentimiento de la voluntad del que sufre la violencia.
Es claro que la violencia no se aplica como causal de inimputabilidad en el caso de las relaciones sexuales adúlteras de los mal llamados “divorciados vueltos a casar”.
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EL MIEDO
El miedo coincide en parte con lo que el Catecismo trae como “impulso de la sensibilidad” y en parte con lo que llama “presión externa”.
El miedo puede ser grave o leve, según que el mal que se teme sea grave o leve, y el grave puede ser absolutamente grave, si es inminente y capaz de conmover incluso a un “varón constante”, o relativamente grave, si sólo puede conmover a personas que de suyo son temerosas.
En cuanto lo que se hace por miedo, dice Santo Tomás en Ia IIae, q. 6, a. 6,  que es voluntario simplemente hablando, es decir, en cuanto que se quiere hacerlo aquí y ahora, e involuntario bajo cierto aspecto, en tanto que en sí mismo considerado no se querría hacerlo. El ejemplo usual es del comerciante que tira sus bienes al mar para que no se hunda el barco en una tormenta. Lo hace voluntariamente, pero sólo por miedo al naufragio, porque considerando sus mercancías en sí mismas, no querría tirarlas.
Sobre el miedo así entendido citamos a Billuart:
“(…) el miedo grave, en aquellas cosas que son intrínseca e invariablemente malas, o, como se dice, prohibidas porque son malas, no excusa totalmente del pecado, porque esos actos son simplemente voluntarios. De aquí que el que por miedo a la muerte niega la fe, perjura, fornica, etc., peca mortalmente. Excusa sin embargo en parte, y más cuanto más grave es el miedo, ya que disminuye la voluntariedad.” (IV, I, VII, p. 68).
Y en IV, VII, III, pp. 428, dice que el miedo, si es grave, excusa totalmente de pecado en el caso de las cosas que son malas porque son prohibidas”, o sea, en las infracciones a la ley positiva, cuando ésta prohíbe cosas que no son intrínseca e invariablemente malas. Y en esos casos, si no es grave, pero se le acerca, puede convertir el pecado mortal en venial
Es claro por tanto que el miedo, según esto, no hace que el adúltero deje de ser culpable del pecado de adulterio, por ejemplo, en el caso de una persona que sigue teniendo relaciones sexuales adúlteras por miedo de quedar ella y sus hijos en la calle, lo cual es un miedo mucho menos grave, es claro, que el miedo a la muerte.
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LA CONCUPISCENCIA
La concupiscencia, que se relaciona con las pasionesde que habla el Catecismo, es el movimiento del apetito sensitivo a lo que se le presenta como bueno. Puede ser antecedente, si no depende de la voluntad, o consecuente, si depende de ella, sea directamente, lo cual sucede cuando la voluntad tiende con tal vehemencia a un objeto, que también tiende hacia ese objeto el apetito sensitivo, sea indirectamente, cuando la voluntad descuida poner los medios para evitar que ello suceda.
La concupiscencia consecuente no quita la voluntariedad del acto, obviamente, porque la supone.
La concupiscencia antecedente aumenta o disminuye la voluntariedad, según el punto de vista que se adopte.
Si se mira desde el punto de vista de la misma voluntad, la concupiscencia antecedente aumenta la voluntariedad, porque hace que la voluntad tienda hacia el bien en cuestión con más fuerza de la que tendría si no estuviese presente la concupiscencia.
Si se mira desde el punto de vista del conocimiento intelectual, que es aspecto esencial de lo voluntario, la concupiscencia antecedente disminuye la voluntariedad, porque ofusca el juicio de la razón.
Y si se mira desde el punto de vista de la libertad del acto humano, la concupiscencia antecedente la disminuye, porque ofusca, como dijimos, el juicio de la razón, y hace además que ésta se incline más a una parte que a la otra.
Puede por tanto la concupiscencia antecedente puede disminuir la voluntariedad y por tanto la culpabilidad, e incluso eliminarlas de todo, si elimina totalmente el juicio de la razón, como sucede “con los amantes y furiosos”, dice Santo Tomás (q. 6, a. 7, ad 3um, q. 77, a. 7).
Cuando la concupiscencia antecedente no quita totalmente el uso de razón, no quita tampoco totalmente la voluntariedad, pero puede en algunos casos convertir el pecado de suyo mortal en venial.
Esto se deduce al menos del hecho de que puede incluso eliminar totalmente el pecado, y lo que puede lo más, puede lo menos.
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Pero eso está dicho del acto puntual en tanto que puesto bajo el impulso de la concupiscencia antecedente, sin considerar la cuestión de si existe o no el hábito de actuar de ese modo.
En efecto, el hábito facilita, en vez de impedir, el acto de la voluntad, y por otra parte, no quita la libertad, pues se puede resistirlo, y además, si bien inclina más a una parte que a otra, en su origen o causa ha sido adquirido libremente.
Por eso, respecto del que peca por hábito dice Billuart (IV, I, VIII, p. 71):
El que peca por hábito no se excusa del pecado ni total ni parcialmente, sino que más bien es más acusable y peca más gravemente, pues peca con mayor inclinación y delectación y no menor libertad de lo que lo haría sin el hábito. Y por eso Santo Tomás en Ia IIae, q. 78, a. 3, dice que el peca por hábito peca por malicia. Sin embargo, y esto hay que tenerlo en cuenta sobre todo en la praxis, cuando el hábito desagrada al pecador y éste, en cuanto puede,  se esfuerza por erradicarlo aplicando los medios correspondientes, entonces los malos movimientos que proceden de él en forma indeliberada, como blasfemias, etc., no se imputan a culpa, porque dejan de ser libres en su principio.”
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En el caso, entonces, de los mal llamados “divorciados vueltos a casar” que se presentan a la confesión y comunión, es claro, ante todo, que no se trata de un caso de concupiscencia antecedente, porque quien estando casado termina por interesarse en otra persona no lo hace sin el consentimiento previo de su voluntad, que cede a la tentación. 
Se trata por tanto de concupiscencia consecuente, al menos indirectamente voluntaria, por cuanto el casado no puso los medios necesarios, que estaba obligado a poner por su estado a poner, para no caer en la tentación, sea que él haya abandonado a su cónyuge por otra pareja, sea que su cónyuge lo haya abandonado a él y él luego haya consentido en tener una nueva relación.
La concupiscencia consecuente indirecta tampoco exime de pecado, pues la negligencia en poner los medios para conservar la fidelidad conyugal es voluntaria y por tanto culpable.
Dice en efecto Ballerini, Antonio, S.J., Opus theologicum morale, (I, I, IV, pp. 63, trad. nuestra):
“En lo que tiene que ver con la concupiscencia consecuente no debida a alguna acción, sino indirectamente voluntaria, no hay ninguna dificultad, sino que vale la doctrina de Santo Tomás (…) acerca de la concupiscencia voluntaria. Si se trata del pecado, el que no lo cohíbe es culpable, no de otro modo que el que por negligencia se encuentra en la ignorancia.”.
El  autor es probabilista, pero en nuestro tema no se aparta casi de lo que dice el tomista Billuart.
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Y si se habla de que se ha formado el hábito de las relaciones sexuales adúlteras, según lo dicho, tampoco bajo este punto de vista quedan excusados de pecado.
Si, por otra parte, su mal hábito les desagrada y luchan por desarraigarlo, es claro que también se confiesan de los actos cometidos a impulso de ese hábito y hacen propósito de no incurrir más en ellos en el futuro, con lo cual caen fuera de la hipótesis que venimos considerando.
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LA IGNORANCIA
Respecto de la ignorancia, puede quitar el conocimiento necesario para que haya pecado, y en ese sentido, producir involuntariedad y atenuar la culpa o eximir de ella.
En Ia IIae, q. 6, a. 8, distingue Santo Tomás la ignorancia concomitante, la consecuente y la antecedente.
La primera es la que se da junto con el acto del hombre, pero no influye en él de ningún modo, de modo tal que si esa ignorancia no se diese, el hombre actuaría igualmente.  Esa no excusa, dice Santo Tomás, de pecado, pues no determina ninguna involuntariedad.
La segunda es que la depende de la voluntad humana, es decir, es querida directa o indirectamente. En el primer caso se habla de ignorancia afectada, y es cuando se busca no saber, porque no se quiere obedecer la ley moral. Es claro que en este caso no se excusa el pecado, sino que se lo agrava.
En el segundo caso se trata de la negligencia en saber lo que uno está obligado a saber, es decir, la norma general, por hallarse ocupada la voluntad con otras cosas, o en la no aplicación de lo que se sabe al caso particular, precisamente por influjo de la pasión. Esta ignorancia, dice Santo Tomás, no causa involuntariedad simplemente hablando, sino solamente bajo cierto aspecto.  Y por tanto, no excusa de pecado, aunque lo disminuye, cfr. Ia IIae, q. 76, a. 3 y a. 4.
La ignorancia consecuente, o vencible, si es indirecta, puede llegar, según Billuart, a convertir en venial el pecado que de suyo es mortal.
La tercera es la que no depende de la voluntad y además influye en el acto del hombre, de modo tal que si esa ignorancia no se diese, el hombre no actuaría de ese modo. Se la llama ignorancia “invencible”, en el sentido de que el hombre no puede salir de ella con los medios con los que actualmente cuenta, ni siquiera luego de una diligente búsqueda. Esta ignorancia antecedente, invencible,  excusa totalmente de pecado.
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Sobre el tema de la ignorancia nos parece oportuno hacer un breve resumen, mediante traducción nuestra, de lo que dice Ballerini, op. cit., v. 5, X, V, II, VII, CXXV, 7, pp. 561 ss.
El que obra contra el dictamen de su conciencia, peca. Esto también se cumple en el caso de la conciencia errónea. En ese caso, también peca el que sigue el dictamen de su conciencia, puesto que es errónea. El remedio, obviamente, es salir del error.
Pero hay que distinguir también el caso en que al seguir la conciencia errónea se peca formalmente, porque la ignorancia en cuestión es vencible, del caso en que se peca sólo materialmente, porque la ignorancia en cuestión es invencible.
La ignorancia vencible es la ignorancia consecuente, que depende de algún modo de la voluntad, sea directamente (ignorancia afectada, la de que quiere ignorar para poder hacer lo que quiere) o indirectamente, cuando se omite la diligente investigación necesaria para conocer la verdad que se está obligado a conocer.
La ignorancia invencible es la ignorancia antecedente, que no depende de la voluntad de ningún modo.
Cuando el confesor ve que el penitente está en ignorancia respecto de algún pecado grave que objetivamente comete, de modo que no se acusa de ello, debe evaluar primero si se trata de ignorancia vencible o invencible.
En el primer caso, debe enseñar al penitente, y sólo puede darle la absolución si éste acepta esa enseñanza y se arrepiente de su pecado con propósito de no cometerlo más.
Aquí parece claro que no se atiende solamente a la dimensión subjetiva del penitente, sino también al carácter objetivo de la situación de pecado grave en que se encuentra, porque ya vimos que la ignorancia vencible puede llegar a convertir el pecado mortal en venial.
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En el caso de que el penitente esté en ignorancia invencible, el confesor debe evaluar si hay mayor probabilidad de que el penitente acepte esa enseñanza y se arrepienta proponiéndose no pecar más, o si por el contrario es mayor la probabilidad de que rechace esa enseñanza o al menos quede en la duda acerca del tema.
En este último caso, el confesor no debe exponerse a la posibilidad por hipótesis más probable de que el penitente salga de la confesión peor de como vino, y debe entonces callar, dejando al penitente en su errónea opinión y en su paz de conciencia, hasta que se dé la ocasión de sacarlo con bien de ese error, si llega a darse.
Incluso debe exhortarlo a realizar esos actos que su conciencia invenciblemente errónea le dice que debe realizar, a pesar de que objetivamente sean pecados.  Pues de lo contrario, el penitente obraría contra su conciencia, y pecaría formalmente.
Porque en ese caso, la ignorancia invencible del penitente hace que su pecado sea sólo material, no formal, mientras que por el contrario, el obrar con conciencia dudosa, o directamente con conciencia clara de rechazar la enseñanza de la Iglesia, es pecado formal.
En efecto, el que obra con conciencia dudosa, peca, pues libremente se expone a la posibilidad de cometer un pecado.
En esos casos el confesor debe callar incluso aunque de ello se siga daño para terceros, en el ámbito privado.
Otra cosa es en el ámbito público, donde está en juego el bien común de la sociedad, porque el bien común es mayor que el bien individual.
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Dice igualmente Billuart (VI, VI, X, III, p. 401):
“…el confesor debe amonestar al penitente que ignora venciblemente que algo es pecado, que sin embargo realmente lo es; también, aún si ignora invenciblemente, si hay esperanza de enmienda, y no se teme un mal mayor a causa de la amonestación; de lo contrario, no.”
Y ahí mismo, en II, Tractatus de actibus humanis, V, IV, p. 197 ss., agrega que  se debe exceptuar el caso en que la ignorancia verse sobre algo necesario para la salvación, por ejemplo, las verdades fundamentales de la fe, o sobre un precepto de la ley natural que se deduzca fácilmente de los primeros principios evidentes de la misma (o sea, de la segunda tablade la ley natural), o también en los casos que haya escándalo para otros o perjuicio para el bien común. En esos casos, se debe también amonestar.
Respecto de los preceptos de la tercera tablade la ley natural, que son los que se infieren de los primeros principios evidentes de la ley natural con una deducción difícil y complicada, no se debe amonestar al que está en ignorancia invencible si no hay esperanza razonable de enmienda o si hay temor fundado de empeoramiento.
Aplicando esto último a nuestro tema, sobre la ilicitud moral del adulterio se puede discutir en abstracto si es posible o no respecto de ella la ignorancia invencible, pero hoy día no parece que para conocerla hagan falta razonamientos largos y complicados al menos para bautizados que con buena probabilidad conocen las palabras de Nuestro Señor Jesucristo y la doctrina católica al respecto.
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En cuanto a los signos que permiten al confesor saber si la persona está en ignorancia invencible, Ballerini parece partir de la base de que la ausencia de duda e inquietud al respecto muestra que la persona está de total buena fe en su error, mientras que por el contrario, la presencia de dudas sobre si está bien o mal lo que hace ya es signo de conciencia venciblemente errónea.
Porque en efecto, el que, estando en el error, no duda acerca de si está en el error o no no puede salir de ese error, mientras que el que en esa misma situación duda tiene la posibilidad de investigar y salir del error.
Matiza sin embargo Billuart que incluso ante la ausencia total de dudas en el presente cabe la posibilidad de que la ignorancia sea culpable, si es el caso de una persona que vive habitualmente en pecado y despreocupada de la rectitud moral de sus acciones, en ese caso, esa ignorancia es indirectamente voluntaria pues ha mediado negligencia culpable en conocer lo que había obligación de conocer (incluso en algunos casos dice que pueda ser afectada o directamente voluntaria); es por tanto consecuente y no antecedente.
Según Ballerini, la ignorancia que el confesor debe evaluar en cuanto a su invencibilidad o no es la actual, independientemente de si en el pasado esa ignorancia pudo ser vencible y culpable, pues puede darse que luego se haya vuelto invencible e inculpable, por ejemplo, por la enseñanza errónea de algún director espiritual o confesor
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Véase entonces cómo el argumento de estos autores en el caso de la ignorancia invencible (porque en el caso de la ignorancia vencible es absolutamente claro que la persona no puede confesarse válidamente ni comulgar hasta que no salga de esa ignorancia, y por tanto, hasta que se arrepienta y manifieste propósito de enmienda) no es están en estado de gracia, por tanto, pueden comulgar”, sino por más que estén en estado de gracia, su situación es objetivamente mala, y por tanto, se les debe sacar de la ignorancia para que, arrepintiéndose, puedan recibir la absolución y la comunión, salvo en el caso de que se prevea que por esa enseñanza se harán peores, no mejores”.
En ese caso, lo que se hace es tolerar un mal menor, el pecado material, para evitar un mal mayor, el pecado formal.
Así lo dice Billuart (I, Tractatus de actibus humanis, V, IV, p. 198):
“…si donde no hay esperanza de enmienda cesa la obligación de amonestar, con más razón si de la amonestación se [prevé que] se seguirán gravísimos inconvenientes. La razón de esta segunda parte es que de muchos males se debe elegir el menor.”
Obviamente que Billuart no habla de elegir hacer el mal menor, sino sólo de elegir permitirlo.
Por eso, el mal menor”, en este caso, sólo puede ser el pecado material, no formal , que la persona comete al realizar esos actos objetivamente pecaminosos, no confesarlos , y comulgar en ese estado. 
Dice en efecto Billuart poco antes: 
“…faltando la esperanza de enmienda, se sigue un gravísimo inconveniente, a saber, que este penitente pecará formalmente, mientras que antes pecaba solo materialmente, y que amonestado se condene el que no amonestado se podía haber salvado…”
Recuérdese que en el texto antes citado decía Billuart que en el caso de ignorancia invencible. si se preveía que no habría enmienda en caso de amonestación, se debía evitar el mal mayor que de ello se seguiría, lo que quiere decir que aún en el caso de la ignorancia invencible hay un mal (menor) que sólo puede ser el pecado material
Lo cual quiere decir que estas personas, cuando comulgan, no cometen el pecado formal de sacrilegio. 
Véase entonces que la razón por la cual estas personas pueden confesarse y comulgar en ese estado no es que están bajo una causal de inimputabilidad, sino que no se prevé buen fruto, y eventualmente, sí se prevé uno malo, del hecho de darles a conocer la verdad de su situación y exigirles el consiguiente arrepentimiento y propósito de enmienda. 
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Es más, el argumento que da el autor implica que si la persona llega a conocer la doctrina de la Iglesia y la rechaza o pone en duda, su situación será peor que la que tenía cuando de buena fe erraba sobre la doctrina católica.
Eso muestra que no es claro en qué sentido puede ser un factor de inimputabilidad la “incomprensión de los valores inherentes a la norma moral” de que habla Amoris Laetitia”.
Al menos, digo,  si se toma esa “incomprensión” como algo distinto de la ignorancia, puesto que se podría argumentar que no se conoce la ley moral si se la conoce en forma defectuosa y deforme o se la entiende en un sentido contrario al verdadero.
Porque en efecto, si se conoce la norma moral que la Iglesia enseña, es claro que no se puede estar en ignorancia invencible respecto de ella, y eso basta, dicen estos autores, para que haya pecado formal.
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En cuanto al ministro de la Eucaristía y cuándo debe concederla o negarla a los que la piden, los tratadistas distinguen el caso del pecador público y el del pecador oculto, y el caso en que la Eucaristía se pide públicamente, del que se pide ocultamente.
Si el pecador público pide la Eucaristía públicamente, se le niega por su situación objetiva de pecado.
Este pecador público, suponemos nosotros que es alguien que no ha pasado por el Sacramento de la Reconciliación, porque en ese caso, al haber escándalo de por medio en caso de comulgar, el sacerdote lo habría amonestado y enseñado aún estando esta persona en ignorancia invencible y aún previendo el sacerdote la inutilidad o carácter accidentalmente perjudicial de la amonestación.   
Y entonces, o se habría arrepentido y habría manifestado propósito de enmienda, en cuyo caso se lo orientaría a comulgar en forma discreta y no públicamente, o no lo habría hecho, y no habría recibido la absolución.
Si el pecador público pide ocultamente la comunión, y no manifiesta arrepentimiento ni propósito de enmienda de su culpa, se le niega, por la misma razón.
Salvo, decimos en base a lo anterior,  que haya de por medio ignorancia invencible, y que el sacerdote entienda que no hay esperanzas de que la amonestación le haga bien en vez de mal. Pues en este caso no habría escándalo.
Si el pecador oculto pide la Eucaristía ocultamente, sin arrepentimiento ni propósito de enmienda, se le debe negar, con la misma salvedad del caso anterior.
Si el pecador oculto pide la Eucaristía públicamente, sin arrepentirse ni formular propósito de enmienda, se le debe dar, para no perjudicar su buena fama haciendo público su pecado.
En este caso, el sacerdote debe tolerar el sacrilegio formal que comete la persona, pues la única forma de evitarlo sería incurriendo el sacerdote en pecado de difamación, y no se puede hacer el mal para que venga el bien.
Con más razón entonces debe tolerar el sacerdote la comunión en estado objetivo de pecado de aquellos que tienen ignorancia invencible y de los que el sacerdote prevé que con la corrección se harían peores y no mejores, porque en esos casos, como dijimos, no hay pecado formal.
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APLICACIÓN A NUESTRO TEMA
Aplicado esto a los mal llamados “divorciados vueltos a casar”, resulta que no parece que  en la generalidad de estos casos haya ignorancia invencible, tal que las personas con absoluta buena fe, sin duda ni inquietud alguna, crean que lo que hacen no es pecado mortal.
Ante todo, porque, como ya dijimos, es obvio que en la gran mayoría de estos casos se conoce la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio y el carácter pecaminoso del adulterio.
Fijarse que Ballerini reprueba incluso el que se haga preguntas directas al penitente para ver si está o no en duda respecto a esos actos  u omisiones, porque, dice, eso puede introducir la duda donde antes no la había, y entonces la persona comienza a pecar formalmente. Sólo admite que se pregunte en general si la persona no cree deber confesar algo en materia grave.
Por tanto, decimos nosotros, si las meras preguntas bastan o pueden bastar para quitar la ignorancia invencible ¡cuánto más la doctrina católica proclamada hace tiempo a los cuatro vientos, y especialmente ahora, desde que se agita en la Iglesia el tema que nos ocupa!
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Pero suponiendo que en algunos casos (que en toda hipótesis serán los menos)  haya ignorancia invencible, con eso no alcanza, como vimos, para que puedan comulgar, sino que el confesor debe en principio sacarlos de la ignorancia y por tanto llamarlos al arrepentimiento y el propósito de enmienda, y solamente debe renunciar a hacerlo en el caso en que perciba que el resultado sería probablemente malo y no bueno.
Exceptuando, por lo dicho, el caso en que el dar la comunión a estas personas provocase escándalo en los demás,  porque entonces  el sacerdote debería intentar sacarlos de su ignorancia aún previendo que la reacción de ellos pudiese ser negativa -  en cuyo caso, obviamente, no podría darles la absolución.
Ahora bien, en este caso concreto no es fácil pensar una hipótesis en la que no haya escándalo, porque la situación objetiva de pecado en que se encuentran estas personas es pública de por sí, al haber pasado por un registro civil para formalizar su relación adúltera y ser normalmente sabido por todo el mundo que son divorciados y vueltos a casar”.
Incluso, si se los orienta a comulgar en forma discreta u oculta para evitar ese escándalo ¿en qué queda su hipotética ignorancia invencible, que según Ballerini podría quedar afectada por las solas preguntas demasiado directas del confesor?
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En cuanto al discernimiento que hace el sacerdote, es en sus líneas esenciales el que acabamos de delinear, y no presupone un conocimiento del interior de las personas más que por lo que se manifiesta al exterior en las palabras.
Algunos han dicho que ese discernimiento debe hacerlo el fiel, no el sacerdote. Pero siendo los motivos de inimputabilidad los únicos que eventualmente harían posible la confesión y comunión en estos casos, y siendo la ignorancia invencible, entre ellos, el único que la haría posible, por lo visto, es imposible que el fiel sea el que hace el discernimiento aludido, porque es imposible que alguien diga estoy en ignorancia invencible respecto de tal norma o de tal situación” y siga estando en ignorancia invencible respecto de ello.
Sería como si alguien dijese ignoro en forma invencible que dos más dos son cuatro”.
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Se plantea la hipótesis de que la persona piensa que la ley no se aplica a su caso, y lo piense con esa tranquila y segura confianza que es propia de la ignorancia invencible.
Por ejemplo, por creer que en su caso el matrimonio ha sido inválido, y que está legítimamente casada con su pareja en realidad adulterina.
Pero incluso aunque su primer matrimonio hubiese sido inválido, el hecho es que no puede considerarse tal en la Iglesia sin la correspondiente declaración del tribunal eclesiástico, y al menos respecto de su legítimo matrimonio con su segunda pareja sí hay error, puesto que no ha guardado la forma canónica del matrimonio para un bautizado, por lo que su estado objetivo equivale, si no al adulterio, sí a la fornicación.  
Con lo cual volvemos a lo arriba dicho sobre la ignorancia.
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¿MISERICORDIA SIN PECADO NI PERDÓN?
Para terminar, señalamos la contradicción en que incurre el modo habitual de pensar “misericordioso” en la actualidad: la misericordia no tiene sentido allí donde no hay pecado formal que perdonar, pero se habla a la vez de misericordia y de ausencia de pecado formal en el caso de estas personas a las que se quiere autorizar a recibir los sacramentos sin propósito de enmienda y por tanto sin arrepentimiento por sus pecados.
Incluso si el argumento no fuese que no hay pecado formal, sino que el pecado se ha transformado de mortal en venial por los causales de inimputabilidad o los atenuantes, el hecho es que se renuncia a perdonar ese pecado, pues se renuncia a exigir la confesión del mismo, propósito de enmienda incluido, antes de la recepción de la Eucaristía. Y entonces se está hablando de una “misericordia sin perdón” que no tiene nada que ver con la misericordia cristiana.
Nos place coincidir en esto último con recientes declaraciones del Card. Burke:
“Si no somos conscientes de nuestro pecado y nos arrepentimos del mismo, ¿qué sentido tiene pedir la misericordia de Dios? ¿Por qué estamos pidiendo la misericordia de Dios si no hemos pecado? Así que es tan simple como eso. De lo contrario, la misericordia es un término sin sentido. Debemos admitir que el pecado que cometimos es malo, que lo sentimos profundamente y que por ello pedimos la misericordia de Dios.”
Porque si se dice que la misericordia, en este caso, consiste en quitar de los hombros de estas personas una carga que en realidad no deberían soportar, no se está hablando de misericordia, sino de justicia.
Néstor

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