¿Por qué es un Misterio? ¿Es verdad que el hombre no
puede llegar a comprenderlo?
Un breve artículo para conocer la
explicación que da la teología al respecto.
Muy
conocida es la anécdota de la vida de San Agustín cuando, meditando cierto día
sobre el misterio de la Santísima Trinidad, se encontró a un niño que pretendía
con una concha vaciar el mar en un pequeño agujero. Dios le daba a entender así
la desproporción de querer penetrar en la profundidad de Sus Misterios con la
capacidad de una mente creada.
Hay un
límite a lo que la razón humana -aun en condiciones óptimas- puede captar y
entender. Dado que Dios es un Ser infinito, ningún intelecto creado, por dotado
que esté, puede abarcar su insondable grandeza.
La más
profunda de las verdades de fe es ésta: habiendo un solo Dios, existen en Él
tres Personas distintas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-. Hay una sola naturaleza
divina, pero tres Personas divinas. En lo creado, a cada “naturaleza” corresponde siempre una “persona”. Si hay cuatro personas en una oficina,
cuatro naturalezas humanas están presentes; si sólo está una naturaleza humana
presente, hay una sola persona. Así, cuando tratamos de pensar en Dios como
tres Personas con una y la misma naturaleza, nos encontramos como dando de
topes contra la pared.
Aunque
esta verdad (y otras que después veremos) no quepan dentro de lo limitado de
nuestras facultades, no por eso dejan de ser verdades y realidades. Las creemos
no porque las descubra la razón, sino porque Dios nos las ha manifestado, y Él
es infinitamente sabio y veraz. Para captarlas mejor tenemos que esperar a que
Él se nos manifieste del todo en el cielo.
Sin
embargo, los teólogos se han esforzado para explicarnos algunas cosas. Nos
dicen que la distinción entre las tres Personas divinas se basa en la relación
que existe entre ellas. Veamos cómo razonan.
En primer
lugar, consideremos a Dios Padre. Éste, con su infinita sabiduría, al conocerse
a Sí mismo, formula un pensamiento de Sí mismo. Tú y yo, muchas veces, hacemos
una cosa parecida. Cuando piensas en ti (o yo en mí), lo que haces es formarte
un concepto sobre el propio yo “Juan López”, o
“María Pérez”, es decir, “aquello que eres tú para ti mismo”.
Sin
embargo, hay una diferencia muy grande entre nuestro propio conocimiento y el
de Dios sobre Sí mismo. Nuestro conocimiento propio es imperfecto, incompleto (“nadie es buen juez en causa propia”). E incluso,
si nos conociéramos perfectamente, -es decir, si nuestro concepto sobre el
propio yo fuera una clarísima reproducción de nosotros mismos-, tan sólo sería
un pensamiento que no saldría de nuestro interior, sin existencia
independiente, sin vida propia. El pensamiento cesaría de existir, aun en mi
mente, tan pronto como volviera mi atención a otro asunto.
Tratándose
de Dios, las cosas son muy distintas. Su pensamiento sobre Sí mismo es
perfectísimo: abarca completamente todos y cada uno de los aspectos de su
infinitud. Pero un pensamiento perfectísimo, para que de verdad lo sea, ha de
tener existencia propia (si puede desaparecer, le faltaría esa perfección). Tal
fuerza tiene Su pensamiento, es tan infinitamente completo y perfecto, que lo
ha re-producido con existencia propia. La imagen que Dios ve de Sí mismo, la
Palabra silenciosa con que eternamente se expresa a Sí mismo, debe tener una
existencia propia, distinta. A este Pensamiento vivo en que Dios se expresa a
Sí mismo perfectamente lo llamamos Dios Hijo. Dios Padre es Dios conociéndose a
Sí mismo; Dios Hijo es la expresión del conocimiento que Dios tiene de Sí. Por
ello, la segunda Persona de la Santísima Trinidad es llamada Hijo, precisamente
porque es generado por toda la eternidad, engendrado en la mente divina del
Padre.
Además,
como esa generación es intelectual, se le llama “Verbo”
es decir, “Palabra”. Dios Hijo es la “Palabra interior” que Dios Padre pronuncia cuando
su infinita sabiduría conoce su esencia infinita.
Aunque en
este punto ya habremos tenido necesidad de poner a trabajar la mente un poco
más que de ordinario, hagamos un esfuerzo adicional para ver cómo nos explican
los teólogos la realidad del Espíritu Santo.
Dios
Padre (Dios conociéndose a Sí mismo) y Dios Hijo (el conocimiento de Dios sobre
Sí mismo) contemplan la naturaleza que ambos poseen en común. Al verse (estamos
hablando, claro está, de modo humano), contemplan en esa naturaleza lo bello y
lo bueno en grado infinito. Y como lo bello y lo bueno producen amor, la
Voluntad divina mueve a ambas Personas a un acto de amor infinito, de la Una
hacia la Otra. Ya que el amor de Dios a Sí mismo, como el conocimiento de Dios
de Sí mismo, son de la misma naturaleza divina, tiene que ser un amor vivo.
Este amor infinitamente perfecto, infinitamente intenso, que dimana eternamente
del Padre y del Hijo es el que llamamos Espíritu Santo “que
procede del Padre y del Hijo”. Es la tercera persona de la Santísima
Trinidad. El Espíritu Santo es el “Amor
Subsistente”, el “Amor hecho Persona”.
Tal es el
misterio de la Santísima Trinidad: tres Personas distintas en un solo Dios
verdadero.
EL MAYOR MISTERIO
Indudablemente,
la Trinidad es un misterio. Si no se nos hubiera hablado de ella, jamás habríamos
sospechado su existencia. Ahora que sabemos que existe, no podemos
comprenderla. Aquel que tratara de penetrar este misterio sería como un pobre
miope que tratara de divisar las costas africanas desde las brasileñas. No, no
es posible penetrar las profundidades del Océano de la divinidad con nuestra
limitada inteligencia.
Puede
parecer digno a una mente contemporánea adoptar una actitud altiva contra el
misterio, empuñar una maza y lanzarse, como un cruzado, a destrozar las
vidrieras celestes tras las cuales se oculta. Ahora bien, ¿por qué no empezar
la cruzada por la propia casa? Antes de que termináramos nuestra tarea en el
mundo, la maza estaría rota, nuestro brazo agarrotado y nuestro espíritu lo
suficientemente humillado como para comprender que el misterio nos rodea por
todas partes, que no sólo se oculta tras los ventanales del cielo. ¿Qué
sabemos, por ejemplo, de la electricidad, aparte de sus efectos? ¿Qué de las ondas
hertzianas, aparte de que nos permiten oír la radio?…
Sabemos
que una luz roja está compuesta de 132 millones de vibraciones por segundo,
pero esto no nos sirve de mucho cuando la luz roja de un semáforo nos obliga a
detenernos. Sabemos también que un cultivo desarrollado a partir del cerebro o
de la médula espinal de un perro loco detiene la rabia, pero no sabemos por qué
lo hace. Y así podríamos multiplicar los ejemplos. ¿No es, pues, un poco
absurdo, que nos sorprendamos de que Dios pueda proponernos verdades que
superan la capacidad de nuestro intelecto? ¿No hay rayos de luz invisibles para
nosotros, sonidos inaudibles? Son limitaciones que aceptamos. Pues bien, con el
intelecto ocurre lo mismo: hay verdades que no comprendemos, que no captamos,
porque rebasan nuestra capacidad de conocimiento.
Dentro
del misterio trinitario debemos estar prevenidos contra un error: el de pensar
en Dios Padre como el que “apareció primero”, en
Dios Hijo como el que vino después y en Dios Espíritu Santo como quien llegó al
final. Los tres son igualmente eternos, ya que poseen la misma y única naturaleza
divina; el Verbo de Dios y el Amor de Dios son tan sin tiempo como la
Naturaleza de Dios. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio de tres
Personas co-iguales, co-eternas y consustanciales, realmente distintas, que
tienen la misma naturaleza divina y constituyen un único y solo Dios.
No
obstante, a cada Persona divina se le atribuyen ciertas actividades u obras,
que parecen más apropiadas a la particular relación de tal o cual Persona
divina. Por ejemplo, a Dios Padre se le adscribe la obra de la creación, ya que
pensamos en Él como “el principio”, el
arranque, el motor de todas las cosas. Como Dios Hijo es la Sabiduría o
Conocimiento del Padre, le apropiamos las obras de sabiduría; es Él quien vino
a la Tierra para mostrarnos la verdad. Por último, como el Espíritu Santo es el
Amor Sustancial, le atribuimos las obras de amor, particularmente la acción
santificadora de las almas.
Dios
Padre es el Creador, Dios Hijo es el Redentor, Dios Espíritu Santo es el
Santificador. Y, sin embargo, lo que Una Persona hace, lo hacen todas; donde
Una está, están las tres.
El
misterio de la Santísima Trinidad es el mayor misterio que existe. La fuente de
la que procede nuestro conocimiento de él es la autoridad de Dios, porque sólo
Él lo conoce y sólo Él podría revelarlo. Nos lo ha revelado y nuestras mentes
se inclinan a Dios con gratitud. En ese misterio está la culminación de toda
vida, su cima más alta y también sus raíces más profundas, el principio que es
también la meta.
DIOS ESCONDIDO
Cuenta un
autor inglés la anécdota de cierto muchacho, procedente de un arrabal de
Londres, que fue a confesarse y redujo su confesión a lo siguiente: “Perdóneme, Padre, porque he pecado; he tirado piedras a
los autobuses y no creo en el Espíritu Santo”. No sé si a alguien, pero
a mí personalmente, nunca me ha asaltado la tentación de lanzar proyectiles a
los autobuses y, por tanto, no puedo decir qué justificación tendría el
penitente para esta conducta tan desconsiderada hacia la propiedad pública. Sí
encuentro justificación, en cambio, para acusarme de no tener demasiada fe en
el Espíritu Santo. Porque es, para mí y para el común de los católicos, “el Gran Desconocido”. Dios Padre es el Creador,
el interlocutor del Padre Nuestro. El Hijo es, ni más ni menos, quien se hizo
hombre para salvarnos. Pero, ¿qué sabemos del Espíritu Santo?
Por
principio de cuentas, sabemos que es una de las tres Personas divinas que, con
el Padre y el Hijo, constituyen la Santísima Trinidad. Sabemos también que se
le llama Paráclito (palabra griega que significa “Consolador”).
Se le llama además Espíritu de verdad, Espíritu de Dios, Espíritu de Amor.
Sabemos también que llega a nuestra alma en el bautismo, y que continúa morando
en ella mientras no lo echemos por el pecado mortal.
Y a esto
se reduce el conocimiento del Espíritu Santo para muchos católicos, que les
hace a no tener más que una somera comprensión del proceso interior de
santificación que desarrolla, precisamente, el Espíritu Santo.
Hasta que
Cristo la reveló, la existencia del Espíritu Santo -y, por supuesto, la de la
Santísima Trinidad- era desconocida para la humanidad. Dios quería sobre todo
insistir en la idea de Su Unidad, ya que los judíos estaban rodeados de
naciones politeístas. Más de una vez dejaron el culto al Dios único, por la
idolatría de los muchos dioses de su vecinos. En consecuencia, Dios, por medio
de sus profetas, les inculcaba insistentemente la idea de Su Unidad. No
complicó las cosas revelando al hombre pre-cristiano que hay tres Personas en
Dios. Había de ser Jesucristo quien nos comunicara este maravilloso vislumbre
de la íntima naturaleza divina.
Pues
bien, ya que nosotros creemos en el Espíritu Santo, además del Padre y del
Hijo, sería bueno que recordásemos qué queremos decir con esto. Quizá nos convenga
no olvidar que el Espíritu Santo ha existido desde toda la eternidad, y la
Trinidad no sería tal sin el Espíritu Santo. Remontémonos hasta el mismo inicio
de todas las cosas, imaginemos a Dios existiendo fuera del tiempo,
independiente de los mundos e incluso de los ángeles. Desde toda la eternidad
ha habido una riqueza infinita de vida dentro de la simplicísima unidad de la
Divinidad.
Explicábamos
antes que Dios, el Padre, desde la eternidad ha dicho una Palabra; o, si
queremos expresarlo de una manera más luminosa, ha producido un Pensamiento de
Sí mismo. Cuando tú y yo pensamos, el pensamiento no tiene existencia alguna
fuera de nuestras mentes; pero cuando la Mente eterna piensa en Sí misma,
produce un Pensamiento tan eterno y tan perfecto como Ella, y ese Pensamiento
es, como la Mente eterna, una Persona divina. Así que tenemos ya dos Personas
dentro de la Santísima Trinidad: la Mente eterna y su eterno Pensamiento. Ahora
bien, es imposible que esas dos Personas divinas existiendo juntas resulten
mutuamente indiferentes: debe haber una actitud de la una hacia la otra, que no
es difícil adivinar cuál será: se amarán recíprocamente.
El Amor
que brota tanto de la Mente eterna como de su eterno Pensamiento, como un lazo
mutuo, es el Espíritu Santo. Por eso decimos que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”. Él es la respuesta
consciente del Amor que surge entre ellos, que va del uno al otro.
Ricardo Sada Fernández
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