El
escandaloso episodio recientemente protagonizado por la Conferencia Episcopal
alemana relacionado con la llamada intercomunión entre católicos y luteranos
para los casos de matrimonios mixtos, y la posterior actitud de la Santa Sede
de negarse a dirimir la cuestión ante el reclamo de unos pocos obispos que se
oponen a esa iniciativa han puesto, una vez más, en el foco de atención los dos
temas que mayor incidencia han tenido y tienen en la actual crisis de la
Iglesia: el ecumenismo y la colegialidad. Ambas cuestiones se hallan implicadas
en el “caso alemán”. En efecto, el planteo
de una intercomunion entre católicos y luteranos sólo pudo tener lugar en el
marco de un ecumenismo que, definitivamente, ha perdido el rumbo; por su parte,
la renuncia papal a pronunciarse sobre un asunto de vital trascendencia
doctrinal y pastoral transfiriendo semejante responsabilidad a una Conferencia
Episcopal sólo ha sido posible en el contexto de la llamada colegialidad,
concepto difuso e indefinido que ha trastocado buena parte de la eclesiología
contemporánea.
Ecumenismo y colegialidad, como bien sabemos, son dos herencias
negativas del Concilio Vaticano II. Si hablamos de ecumenismo, se ha de decir
que jamás la Iglesia dejó de desear y promover la unidad de todos los cristianos
frente a las dolorosas secuelas de las herejías y de los cismas. Pero esa
unidad se cifraba en una sola condición: el retorno al seno de la única y
verdadera Iglesia de Cristo, la Iglesia Católica, de cuantos la habían
abandonado. Ese retorno era el anhelo y la vehemente oración de la Iglesia. Así
lo entendieron unánimemente los Sumos Pontífices quienes, al tiempo que
alentaban los esfuerzos en pro de la verdadera unidad, desalentaban cuando no
directamente prohibían la participación de los católicos en las reuniones e
iniciativas “ecuménicas” por fuera de las estrictas directrices del Magisterio.
Pero la situación cambió radicalmente a partir del Concilio; el Decreto
conciliar Unitatis redintegratio dio un giro más que significativo al sustituir
la explícita exigencia del retorno de todos los separados al seno de la Iglesia
Católica bajo la autoridad del Romano Pontífice por un tono francamente
conciliador y hasta concesivo al reconocer en las confesiones separadas (sobre
todo las derivadas de la Reforma Protestante) ciertos elementos salvíficos que
pueden encontrarse aún fuera del recinto visible de la Iglesia Católica y que
tales elementos, aun desgajados del tronco de la unidad, conservan plenamente
su eficacia. Lo mismo se dice respecto de ciertos actos de culto que practican
los cristianos separados[1]. Todo esto, unido a la ambigua
eclesiología de Lumen Gentium, dio
curso en los años subsiguientes al Concilio a este ecumenismo que, repetimos,
parece definitivamente haber perdido el rumbo.
Ahora bien, uno de los frutos más amargos de este ecumenismo desviado ha
sido, sin duda, el intento de licuar la doctrina católica sobre la Eucaristía en
aras de una supuesta comunión con el luteranismo. Al respecto es bueno recordar
un documento publicado en 2013 con el título Del
conflicto a la comunión. Conmemoración conjunta luterano-católico romana de la
Reforma en el 2017. Este texto, suscripto por la Federación Luterana
Mundial y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los
Cristianos, contiene una serie de importantes consideraciones y conclusiones
respecto de un diálogo entre luteranos y católicos en vista a la conmemoración
conjunta del V Centenario de la Reforma en el pasado año 2017. En el Capítulo
IV, bajo el título Temas fundamentales de la
Teología de Lutero a la luz de los diálogos luterano-católico romanos,
se aborda una serie de temas agrupados en cuatro cuestiones: Justificación,
Eucaristía, Ministerio y Escritura y Tradición. Según el método adoptado por
los redactores del texto, la discusión de cada tema se desarrolla en tres
pasos: la perspectiva de Lutero, luego una breve descripción de la posición
católica y, finalmente, una síntesis en la que se muestra la forma en que los
diálogos ecuménicos han establecido una relación entre la teología de Lutero y
la doctrina católica[2]. Es interesante leer atentamente cuál es
la “síntesis” a la que se llega en el tema
de la Eucaristía: Comprensión común de la presencia real
de Cristo. Tanto luteranos como católicos pueden afirmar en conjunto la presencia
real de Jesucristo en la Cena del Señor: «En el sacramento de la Cena del
Señor, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente total y
enteramente, con su cuerpo y su sangre, bajo los signos del pan y del vino».
Esta declaración en común afirma todos los elementos esenciales de la fe en la
presencia eucarística de Jesucristo sin
adoptar la terminología conceptual de «transustanciación». De esta forma, católicos y luteranos entienden
que «el Señor exaltado está presente en la Cena del
Señor, en el cuerpo y la sangre que él ofreció, con su divinidad y su
humanidad, mediante la palabra de promesa, en los dones del pan y del vino, en
el poder del Espíritu Santo, para su recepción mediante la congregación»[3].
Si se repara en esta fórmula se advertirá con poco esfuerzo que así
enunciada esta proposición sobre la Presencia real de Cristo en la Eucaristía
no corresponde, de ninguna manera, a la doctrina católica por lo que ningún
católico puede aceptarla. En efecto, no se trata de cualquier presencia sino de
una presencia substancial, realísima.
El Magisterio unánime de la Iglesia y de los Concilios, a lo largo de la
historia, ha enseñado constantemente que en el momento de la consagración de
las especies eucarísticas Cristo se hace presente por “la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y de toda
la sustancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular, que la
Iglesia católica justamente y con propiedad llama transustanciación”[4].
Se ve,
por tanto, claramente, que el problema viene de tiempo atrás. Este ecumenismo
extraviado, que nadie corrige, nadie desmiente y el mismo Papa alienta, ha
trastocado lo más sagrado y precioso de la fe católica, el Sacramento de la
Eucaristía. De aquí a la intercomunion no hay más que una lógica e inevitable
consecuencia.
La otra cuestión en juego en todo este penoso asunto de los obispos
alemanes es la colegialidad. Concepto inasible y difuso, como dijimos, fue uno
de los grandes caballitos de batalla del Concilio Vaticano II. Lo que se
proponían los Padres Conciliares era definir la función de los Obispos que en
cuanto sucesores de los Apóstoles constituyen el “Colegio
Apostólico” (de allí lo de “colegialidad”)
y de qué modo ese Colegio se vincula con el Primado. El mismo Benedicto XVI en
su discurso al clero romano la noche del 14 de febrero de 2013, cuando ya había
abdicado pero permanecía aún a cargo del gobierno de la Iglesia, reconoció que
la palabra “colegialidad” era muy discutida,
que se la eligió a falta de otra mejor y que este asunto dio lugar a debates
enconados y exagerados[5]. Mas, sea como fuere, la cuestión es que
la famosa “colegialidad” nunca quedó
definida. Pero lo más grave es que de este concepto indefinido surgieron las
Conferencias Episcopales tal como las conocemos en el día de hoy. Ellas son
hijas del Concilio y poco o nada tienen que ver con las Conferencias y
Asambleas de Obispos que existían desde el siglo XIX y que eran tan sólo meras
reuniones consultivas de los obispos de un mismo país que aunaban sus esfuerzos
para enfrentar los poderes políticos infiltrados y dominados por el laicismo
masónico.
El Concilio dedicó dos de sus Documentos al tema de las Conferencias
Episcopales. La Constitución Dogmática Lumen
Gentium al hablar de los
obispos, recuerda el hecho histórico de que varias Iglesias fundadas por los
Apóstoles y sus sucesores en diversas regiones se reunieron en grupos estables,
orgánicamente unidos, los que dejando siempre a salvo la unidad de la única
Iglesia, constituyeron, con el tiempo, Iglesias particulares cada una con sus
ritos y sus tradiciones propias; y cita entre ellas a las antiguas Iglesias
Patriarcales a las que designa como “madres en la
fe que engendraron a otras como hijas y han quedado unidas con ellas hasta
nuestros días con vínculos más estrechos de caridad en la vida sacramental y en
la mutua observancia de derechos y deberes”[6]. Lo significativo es que hacia el final
del parágrafo se afirma que “de modo análogo, las
Conferencias Episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y
fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta”[7].
Sin lugar a dudas que en esto se advierte un cambio más que importante;
en efecto, a partir de esta declaración del Concilio, las Conferencias
Episcopales hodiernas adquieren una dimensión y una misión esencialmente
distinta de la que venían cumpliendo hasta ese momento puesto que la misión que
ahora se les asigna es que, análogamente a las venerables Iglesias
patriarcales, sean una concreta aplicación del afecto colegial. Sin embargo,
resulta problemático entender qué analogía pueda establecerse entre aquellas
antiguas Iglesias Patriarcales que, como reconoce la misma Lumen Gentium, derivan directamente de la tradición
apostólica, se erigen en torno de una única autoridad local y guardan una
indiscutible unidad de ritos y de tradiciones propias, y estas Conferencias
Episcopales actuales (Coetus Episcopales las denomina el texto original latino, es
decir, reuniones, uniones, asambleas o grupos de obispos) que no reconocen
origen apostólico, ni guardan unidad de tradiciones ni de ritos propios ni
responden a una autoridad única local sino que son meras organizaciones administrativas,
órganos de consulta y de coordinación cuyas autoridades se eligen y se renuevan
por mera elección periódica de sus miembros. Esta dificultad nunca fue del todo
superada. En efecto, ninguno de los Documentos que a partir de Lumen Gentium se ocuparon de las Conferencias
Episcopales (el Decreto Conciliar Christus
Dominus, el Motu Proprio Ecclesiae
Sanctae, de Paulo VI, el Código de Derecho Canónico y el Motu
Proprio Apostolos Suos de Juan Pablo II), aun cuando contienen
abundantes precisiones sobre su organización, funcionamiento y competencias, no
aportan una sólida base jurídica y teológica que sirva de fundamento a las
Conferencias Episcopales cosa que, como veremos enseguida, ha reconocido
explícitamente el actual Sumo Pontífice. Tal fundamento, por otra parte, es hoy
un tema en debate en el que se cruzan posiciones diversas y contrapuestas.
A favor de esta falta de sólido fundamento, en la práctica las
Conferencias Episcopales han sido, en general, más un obstáculo que un
beneficio para la vida de la Iglesia. De hecho han significado una verdadera
reducción de la autoridad de los obispos y un recorte más que importante de sus
atribuciones sin contar el hecho, nada menor, de que en los últimos tiempos
vienen exhibiendo una peligrosa tendencia centrífuga respecto de Roma. Por
desgracia, el actual Papa alienta esta tendencia. En la Exhortación Evangelii Gaudium, tras recordar el ya citado texto
de Lumen Gentium, escribe: Pero este deseo (se refiere a que las Conferencias Episcopales sean
aplicaciones concretas de la colegialidad) no se realizó plenamente, por cuanto
todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las Conferencias
episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo
también alguna auténtica autoridad doctrinal[8].
Si a esto se suma el reciente Motu Proprio Magnum Principium en
el que se confiere a las Conferencias Episcopales la facultad de decidir acerca
de las traducciones de los textos litúrgicos y la reunión de la Comisión de los
nueve Cardenales designados por Francisco (el C9) del pasado 26, 27 y 29 de
febrero donde se anuncia el tratamiento, entre otros temas, del “estatuto teológico” de las Conferencias
Episcopales[9], se tendrá un panorama bastante claro
respecto de dónde apunta en esta materia el Pontificado actual. En este marco,
por tanto, no puede sorprender el gesto del Papa Francisco de negarse a dirimir
la cuestión planteada por los obispos de la minoría de la Conferencia Episcopal
alemana sobre un tema tan grave como la intercomunion. De hecho, Francisco ha
abdicado del ministerio petrino y ha transferido a una Conferencia Episcopal la
facultad irrenunciable e indelegable de decidir respecto de cuestiones que
afectan gravemente al depósito de la fe cuyo custodio supremo es, precisamente,
el Papa. Será muy difícil, a partir de ahora, no suponer que otros Episcopados
reclamen para sí decidir acerca de este o de otros temas similares. De este
modo se va acelerando este proceso de progresiva desmembración de la unidad de
la Iglesia iniciado ya, de alguna manera, en los años del Concilio. Lo que sólo
puede traer mayores males y un daño inconmensurable para las almas.
El ecumenismo y la colegialidad, tal como se han venido planteando y
desarrollando en estos últimos cincuenta años, son dos grandes fuentes de
confusión y de escándalo; por eso nos ha parecido importante reconducir el
grave episodio de la Conferencia Episcopal alemana hacia esas fuentes en las
que reside, sin duda, su causa primera. El Arzobispo de Utrecht, en relación
con este episodio, ha hablado de la apostasía final. Palabras durísimas, por
cierto, que nos han hecho recordar las admonitorias palabras del Señor: Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿hallará acaso fe sobre la
tierra? (Lucas 18, 8).
_____
[2] Cf. Del conflicto a la comunión. Conmemoración conjunta
luterano-católico romana de la Reforma en el 2017, Sal terrae, Cantabria, España, 2013, n. 95.
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