16 mayo 2016
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
Lucas 22, 7-20
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
Lucas 22, 7-20
«Llegó el día de los Ázimos, en el cual había que sacrificar la
Pascua. Envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: Id y preparadnos la
Pascua para comerla. Ellos le dijeron: ¿dónde quieres que la preparemos? Y
les respondió: Mirad, cuando entréis en la ciudad, os saldrá al encuentro un
hombre llevando una vasija de agua; seguidle hasta la casa en que entre, y
decidle al dueño de la casa: el maestro te dice: ¿dónde está la estancia en que
he de comer la Pascua con mis discípulos? El os mostrará una
habitación superior, grande, aderezada. Preparadla allí. Marcharon y encontraron
todo como les había dicho y prepararon la Pascua. Cuando llegó la
hora, se puso a la mesa y los doce Apóstoles con él. Y les dijo: Ardientemente
he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que
no la volveré a comer hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios. Y
tomando el cáliz, dio gracias y dijo: Tomadlo y distribuidlo entre vosotros;
pues os digo que a partir de ahora no beberé del fruto de la vid hasta que
venga el Reino de Dios. Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio
diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en
memoria mía. Y del mismo modo el cáliz después de haber cenado, diciendo: Este
cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros». (Lucas 22, 7-20)
1. LA PREPARACIÓN
«El primer día de
los Ázimos, cuando se sacrificaba el Cordero pascual, dijeron a Jesús los
discípulos: ¿Dónde quieres que preparemos la Pascua?
Y Jesús les dijo:
-Id a la ciudad y
encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua. Le decís: El Maestro
pregunta:
¿Dónde está la sala en
que voy a comer la Pascua con mis discípulos? Y él os enseñará, en el
piso superior, una sala grande y bien dispuesta. Preparad allí.
Y ellos fueron y lo
hicieron así.»
2. INSTITUCIÓN DELA
EUCARISTÍA
El evangelio
continúa: «Llegó la
hora y Cristo se puso a la mesa con los suyos».
¡Llegó la
hora!
Llegó el
momento.
No
podemos dar largas a Dios, ni decirle: «Mañana».
Ésta es
la hora en que Cristo quiere entrar en la intimidad de nuestro corazón.
Hay que
tener todo preparado.
Hay que
recibirle.
«Si alguno me abre
y me recibe, yo cenaré con él y él conmigo» (Apocalipsis
3, 20).
¡Llegó la
hora!
Y Cristo
mismo inicio un diálogo lleno de énfasis y de emoción: «Con deseo he deseado…
Es la
inclinación amorosa del corazón de Cristo: es un corazón que arde, un alma en
ebullición, inclinada amorosamente hacia el objeto de su amor.
Así es
Cristo en este momento para cada uno de nosotros, pues a todos nos dice
ahora: «Con deseo he deseado comer
esta Pascua contigo antes de padecer».
Y con ese
amor del corazón, Cristo celebra la primera Santa Misa, instituyendo el
Sacramento del Amor.
San Lucas
lo relata así: «En un momento concreto
de la Cena, Jesús tomó un pan».
No era el
pan para mojar en la salsa, el pan para acompañar la comida.
Tomó pan
e hizo una oración de acción de gracias llamando de ese modo la atención de los
comensales hacia su gesto.
Terminada
la acción de gracias, partió el pan.
Después
de partirlo lo pasó a sus discípulos diciendo: «-Esto es mi
Cuerpo, que se da por vosotros».
¡Mi
Cuerpo!
Mi cuerpo
que se da.
Cristo se
da, se da sin medida, se entrega sin límites.
Pues
bien, la correspondencia a este dar es recibir.
No
recibir la Eucaristía, no recibir a Cristo, no recibir ese Cuerpo, no
recibirlo en la fe y en el amor, no recibirlo en el corazón y en los labios, es
ingratitud inmensa, desamor, indiferencia… ¡pecado!
Pero
¡cuidado!, recibirlo sin el debido discernimiento, comerlo sin distinguirlo del
alimento ordinario, como quien come una comida cualquiera, es comer la propia
condenación.
La
advertencia viene de san Pablo (1 Corintios 11, 27 ss.).
Hay que
tenerla en cuenta.
«-Haced esto, en
conmemoración mía.»
«Haced esto.»
Es un imperativo,
un mandato imperativo de Cristo.
Haced
esto, todo esto, que yo he hecho: coger el pan, dar gracias, partirlo,
repartirlo…
Haced
todo esto.
Y
hacedlo, es recordar.
Después
hizo lo mismo con el cáliz lleno de vino.
«Y dijo: -Este
cáliz es el Nuevo Testamento en mi Sangre que por vosotros es derramada.»
Hay aquí,
en el lenguaje del Señor, un tropo de dicción, una metonimia, por la cual se
toma el continente por el contenido.
Este
cáliz… esta Sangre…
Y esta
Sangre de Cristo es «derramada»
¡Derramada!
Leyendo
el Nuevo Testamento encontramos las dos cosas más preciosas que han sido
derramadas para la salvación de los hombres: la
Sangre de Cristo y el Espíritu Santo.
La
Sangre de Cristo derramada en la Cruz, la Sangre de la
Eucaristía.
Y también
el Espíritu Santo: «Dios
derramó el Espíritu Santo sobre nosotros» (Tito
3, 5-6).
«Derramó la gracia
del Espíritu Santo sobre los gentiles» (Hechos
10, 45).
En estos
dos derramamientos, en esta doble efusión, cobran sentido todas las
demás: «La sangre
inocente derramada en la tierra desde la sangre del justo Abel hasta la sangre
de Zacarías derramada entre el Santuario y el altar» (Mateo 23, 35), «la sangre de Esteban derramada por el odio
de los fariseos» (Hechos 22,
20), la sangre derramada hasta la última gota, cada día, por aquellos que
mueren -exprimidos como un limón- por amor de Dios.
Pablo Cardona
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