–¿Tan importante es
el Espíritu Santo en la vida cristiana?
–Más.
Por obra del Espíritu Santo es la Encarnación del
Verbo divino
en la entrañas benditas de la Virgen María. Así lo confesamos en el Credo. Y en
la Encarnación es donde se inicia la plenitud de la salvación, la renovación
total de la humanidad, en una segunda Creación. Por obra del Espíritu Santo.
* * *
Por obra del Espíritu Santo volvemos a nacer los hombres, esta vez como hijos de Dios, «nacidos del agua
y el Espíritu» (Jn 3,5). La santificación de los hombres realizada por
Cristo, en la comunicación del Espíritu Santo, no va a ser solamente un nuevo camino moral al que se invita a un
hombre que es meramente hombre. Es mucho más que eso. La santificación
instaurada por la fe en Cristo consiste primariamente en una elevación ontológica:
Los
cristianos somos realmente «hombres nuevos», «nuevas criaturas» (Ef 2,15; 2 Cor 5,17), «hombres celestiales» (1 Cor 15,45-46), «nacidos de
Dios», «nacidos de lo alto», «nacidos del Espíritu»
(Jn 1,13; 3,3-8). Es el nacimiento lo que da la naturaleza. Y nosotros,
que nacimos una vez de otros hombres, y de ellos recibimos la naturaleza humana, después en Cristo y en
la Iglesia, por el agua y el Espíritu, nacimos una segunda vez del Padre
divino, y de él recibimos una participación en la
naturaleza divina (1 Pe 1,4).
La santificación obrada por la
gracia de Cristo no produce, pues, en el hombre un cambio
accidental (como el hombre que
por un golpe de fortuna se enriquece, pero sigue siendo el mismo), no es algo
que afecte sólo al obrar (el bebedor
que se hace sobrio), sino que es ante todo, por obra del Espíritu Santo, una
transformación ontológica, que afecta al mismo ser del hombre, a su naturaleza.
El
hombre viejo, el de la primera Creación, el del primer Adán, fue creado al comienzo
del mundo: «formó Yahvé Dios al hombre del polvo de
la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue el hombre ser
animado» (Gén 2,7); es el terrenal, el que fracasó por el pecado. Y el hombre nuevo, el de la segunda Creación,
el que viene del segundo Adán, es en la plenitud de los tiempos, por obra del
Espíritu Santo hombre espiritual, gracias a nuestro Señor y Salvador
Jesucristo, que repite aquella escena primera del Génesis: «Sopló sobre ellos y les dijo: “recibid el Espíritu
Santo”» (Jn 20,22).
Si Cristo en su obra de salvación no hubiera llegado a la comunicación
del Espíritu Santo en Pentecostés, de nada nos hubiera servido su Encarnación, su predicación del
Evangelio, su muerte en la Cruz, su Resurrección y Ascensión al cielo.
Seguiríamos siendo hombres terrenales, adámicos, pecadores. Es la comunicación
del Espíritu Santo que Cristo hace desde el Padre lo que nos hace nacer de
nuevo como hijos de Dios, como nuevas criaturas.
Dios «nos
ha salvado en la fuente de la regeneración, renovándonos por el Espíritu Santo,
que abundantemente derramó sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador» (Tit
3,5).
* * *
Por obra del Espíritu Santo nace la Iglesia. Claramente lo sabemos,
gracias al relato de San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos juntos
en un lugar, se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento
impetuoso… y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2). Ahora es
cuando se cumple plenamente la obra de Cristo, Salvador del mundo. La
Encarnación del Hijo divino, el Evangelio, la muerte en la Cruz, la
Resurrección, la Ascensión, hacen posible Pentecostés, cuando por obra del
Espíritu Santo, nace la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo.
El Espíritu Santo es el alma que vivifica, unifica y mueve a la Iglesia. Y hace su obra por íntimos
movimientos de su gracia y también por la mediación de gracias externas.
1. Por el
impulso suave y eficaz de su gracia interior el Espíritu Santo mueve el Cuerpo de Cristo y
cada uno de sus miembros. Él produce día a día la fidelidad y fecundidad de los
matrimonios. Él causa por su gracia la castidad de las vírgenes, la fortaleza
de los mártires, la sabiduría de los doctores, la solicitud caritativa de los
pastores, la fidelidad perseverante de los religiosos. Y Él es quien, en fin,
produce la santidad de los santos, a quienes concede muchas veces hacer obras
grandes, extraordinarias, como las de Cristo, y «aún
mayores» (Jn 14,12).
2. Pero
también es el Espíritu quien, por gracias externas, que a su vez implican y
estimulan gracias internas, mueve a la Iglesia por los profetas y pastores que
la conducen. En la Iglesia hay una gran diversidad de dones y carismas, de
funciones y ministerios, pero «todas estas cosas las hace el único y mismo
Espíritu» (1Cor 12,11). Aquel Espíritu, que antiguamente «habló por los profetas», es el que ilumina hoy en
la Iglesia a los «apóstoles y profetas» (Ef
2,20). «Imponiéndoles Pablo las manos, descendió
sobre ellos el Espíritu Santo, y hablaban lenguas y profetizaban» (Hch
19,6-7; cf. 11,27-28; 13,1; 15,32; 21,4.9.11).
Es el Espíritu Santo quien elige, consagra y envía tanto a los profetas como a los
pastores de la Iglesia, es decir,
a aquellos que han de enseñar y conducir al pueblo cristiano (cf.
Bernabé y Saulo, Hch 11,24;13,1-4; Timoteo, 1Tim 1,18; 4,14). Igualmente, los
misioneros van «enviados por el Espíritu Santo» a
un sitio o a otro (Hch 13,4; etc.), o al contrario, por el Espíritu Santo son
disuadidos de ciertas misiones (16,6). Es Él quien «ha
constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios» (20,28). Y Él es
también quien, por medio de los Concilios, orienta y rige a la Iglesia desde
sus comienzos, como se vio en Jerusalén al principio: «el
Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido»
(15,28)…
* * *
Por obra del Espíritu Santo se realiza la Eucaristía, el gran Mysterium fidei que actualiza el sacrificio pascual
de Cristo en la Cruz. En la invocación del Espíritu Santo (epiclesis) que en todas las Plegarias
eucarísticas precede a la Consagración, se contempla la transubstanciación como
obrada por el Espíritu Santo. Por obra del Espíritu Santo es la Encarnación del
Hijo, y por obra del Espíritu Santo se hace presente Cristo en el pan y el vino
consagrados:
«Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el
mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti [el pan y el vino], de
manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro» (Pleg.
euc. III). Y como la Eucaristía, todos los
sacramentos santifican por obra
del Espíritu Santo.
* * *
Por obra del Espíritu Santo se produce la vida cristiana en todos sus
aspectos. El
Espíritu Santo es así el principio vital de una nueva humanidad. En efecto, Jesucristo, «el Señor, es Espíritu» (2Cor 3,17), y unido al
Padre y al Espíritu Santo es para los hombres «Espíritu vivificante» (1Cor
15,45). Él habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18;
cf, Gál 4,6). Por tanto, todas las
dimensiones de la vida cristiana han de ser atribuidas a la acción del Espíritu
Santo que procede del Padre y del Hijo. En
San Pablo se afirma todo esto con especial claridad:
–Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos en
el Hijo, es decir, Él es quien produce en nosotros la adopción filial divina
(Rm 8,14-17).
–Es el Espíritu Santo, el
Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm
8,14; 1Cor 12,6).
–Es el Espíritu Santo –el
agua, el fuego– quien nos purifica del pecado (Tit 3,5-7; cf. Mt 3,11; Jn
3,5-9).
–Es él quien enciende en
nosotros la lucidez de la fe (1Cor 2,10-16). «Nadie
puede decir “Jesús es el Señor” sino en el Espíritu Santo» (12,3).
–El levanta nuestros corazones
a la esperanza (Rm 15,13).
–Si nosotros podemos amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó, eso es porque «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones
por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
–El Espíritu Santo es quien
llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 1 Tes 1,6).
–El nos da fuerza apostólica para
testimoniar a Cristo y fecundidad espiritual: «Recibiréis
la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la
tierra» (Hch 1,8). Por eso la fuerza para evangelizar «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu
Santo» (1,5).
–El es quien nos concede ser libres del mundo que
nos rodea (2Cor 3,17).
–El hace posible en nosotros la oración, pues viene en ayuda de nuestra
total impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef
5,18-19).
En suma, según San Pablo, toda
la «espiritualidad» cristiana es la vida
sobrenatural que el Espíritu Santo, inhabitando en los hombres, produce en
nosotros. Y por eso afirma el Apóstol: «vosotros no
vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu
de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; cf. 10-16; Gál 5,25; 6,8).
* * *
Pidamos siempre a Dios el Espíritu Santo, pues es el Don del Padre y del
Hijo, el Don supremo del que proceden para nosotros todos los dones y gracias. Pidiendo el Espíritu Santo,
estamos pidiendo todos los dones naturales y sobrenaturales que Dios ha de
comunicarnos.
Pidamos también los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan el
ejercicio de las virtudes, facilitando en todas nuestras acciones su prontitud
y seguridad en la verdad y el bien. Es entonces cuando nuestras acciones vienen
a ser realizadas ya al modo divino, con la máxima facilidad, perfección
y mérito. Pero los dones del Espíritu Santo no pueden ser adquiridos: son dones
que han de ser pedidos una y otra
vez con toda confianza al Padre celestial, por Jesucristo nuestro Señor, pues
como Él dice, «si vosotros, siendo malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto
más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»
(Lc 11,13).
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por
dentro con Espíritu firme» (Sal
50,12).
José María Iraburu, sacerdote
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