"RECIBID EL ESPÍRITU SANTO; A QUIENES LES
PERDONÉIS LOS PECADOS, LES QUEDAN PERDONADOS. . ." (Jn 20,21)
Pentecostés,
cincuenta días después de la fiesta pascual, cincuenta días de espera que se
hacía cada vez más intensa a partir, sobre todo, del día de la Ascensión. Ha
sido un período de preparación al gran acontecimiento de la venida del
Paráclito. El día de Pentecostés, se rememora ese momento en que se inicia la
gran singladura de conducir a todos los hombres a la vida eterna, actualizar en
cada uno los méritos de la Redención.
En
efecto, con su venida, los apóstoles recuperan las fuerzas perdidas, renuevan
la ilusión y el entusiasmo, aumentan el valor y el coraje para dar testimonio
ante todo el mundo de su fe en Cristo Jesús. Hasta ese momento siguen con las
puertas atrancadas por miedo a los judíos. Desde que el Espíritu descendió
sobre ellos las puertas quedaron abiertas, cayó la mordaza del miedo y del
respeto humano. Ante toda Jerusalén primero, proclamaron que Jesús había muerto
por la salvación de todos, y también que había resucitado y había sido
glorificado, que sólo en Él estaba la redención del mundo entero. Fue el primer
atrevimiento que pronto suscitaría una persecución que hoy, después de veinte
siglos, todavía sigue en pie de guerra. Porque hemos de reconocer que las
insidias de los enemigos de Cristo y de su Iglesia no han cesado. Unas veces de
forma abierta y frontal, imponiendo el silencio con la violencia. Otras veces
el ataque es tangencial, solapado y ladino. La sonrisa maliciosa, la adulación
infame, la indiferencia que corroe, la corrupción de la familia, la degradación
del sexo, la orquestación a escala internacional de campanas contra el Papa.
Las
fuerzas del mal no descansan, los hijos de las tinieblas continúan con denuedo
su afán demoledor de cuanto anunció Jesucristo. Lo peor es que hay muchos
ingenuos que no lo quieren ver, que no saben descubrir detrás de lo que parece
inofensivo, los signos de los tiempos dicen a veces, la ofensiva feroz del que
como león rugiente merodea a la busca de quien devorar.
Pero Dios
puede más. El Espíritu no deja de latir sobre las aguas del mundo. La fuerza de
su viento sigue empujando la barca de Pedro, las velas multicolores de todos
los creyentes. De una parte, por la efusión y la potencia del Espíritu Santo,
los pecados nos son perdonados en el bautismo y en la penitencia. Por otra
parte, el Paráclito nos ilumina, nos consuela, nos transforma, nos lanza como
brasas encendidas en el mundo apagado y frío. Por eso, a pesar de todo, la
aventura de amar y redimir, como lo hizo Cristo, sigue siendo una realidad
palpitante y gozosa, una llamada urgente a todos los hombres, para que prendan
el fuego de Dios en el universo entero.
El
Espíritu Santo, que Dios había prometido a los profetas para cambiar el corazón
de los hombres, ha llegado. Ahora conocemos a fondo a Jesús y nuestra conducta
cambia. Ahora no sólo hablamos de Jesús sino que obramos como Jesús. Hemos sido
transformados, conocemos la voluntad de Dios y poseemos la fuerza para dar
testimonio del Evangelio. Tenemos una misión que cumplir en el mundo y contamos
con la fuerza suficiente para llevarla a cabo. El Espíritu Santo es el amor que
nos estrecha con el Padre, con Jesucristo y entre nosotros. Ya no caben
aislamientos, segregaciones, sino comunión en el amor. No divisiones, sino
unidad. San Agustín nos recuerda que «cada uno de
nosotros puede saber cuánto posee del Espíritu de Dios, según el amor que
siente por la Iglesia». Aún con lodo, nuestro poseer el Espíritu Santo
no es tanto una realidad acabada, cuanto una semilla en evolución que alcanzará
su plena madurez cuando seamos definitivamente transformados en Cristo.
El Señor
dijo a los discípulos: Id y y sed los maestros de todas las naciones;
bautizadlas en el nombre del Padre y del Hijo Y del Espíritu Santo. Con este
mandato les daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.
Dios
había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su
Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto
descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del
hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar
sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios,
realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua
condición a la nueva, creada en Cristo.
Y Lucas
nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió
sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los
hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto,
todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas al reducir el
Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de
todas las naciones.
Por esto
el Señor prometió que nos enviaría aquel Abogado que nos haría capaces de Dios.
Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa
compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que
somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin
esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no
recibe el agua, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido,
nunca hubiéramos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto.
Nuestros
cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la
incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.
El
Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de
inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de
temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Abogado
sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había
sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino,
para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quién nos
acusa, tengamos también un Abogado, pues que el Señor encomienda al Espíritu
Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de
ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los
dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y
la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos
ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.
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