¿Cómo debemos entender este misterio del pecado original los cristianos?
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
Pregunta:
Un conocido me preguntó sobre el pecado original y yo me
referí al relato tal cual se encuentra en el libro del Génesis en la Sagrada
Biblia, pero él me respondió que la interpretación no debía ser literal porque
el pecado original habría sido que Adán y Eva tuvieron sexo y que además no era
muy claro que ese pecado se transmitía a los hijos, y que esta enseñanza no la
comparte ningún otro pueblo. Realmente no supe qué responder. Le agradeceré a
su caridad si me podría explicar qué es lo que realmente es seguro sobre este
tema en la Biblia y cómo debemos entender este misterio del pecado original los
cristianos.
Respuesta:
Estimado:
Si hay algo que llama poderosamente la atención en la
historia de los pueblos y de las religiones es precisamente el hecho de que
casi todas las mitologías de los pueblos de la tierra presentan tres ideas
fundamentales que se repiten constantemente: la idea de un estado feliz de la
humanidad primitiva; la idea de una catástrofe originada en un pecado; y la
idea de una subsiguiente degradación de toda la naturaleza humana. Esto se
repite en relatos tan dispares culturalmente como los mitos helénicos de
Prometeo, Pandora, Deucalión, Pirra, la rebelión de los Titanes y la Atlántida.
Aparece también en la mítica historia japonesa de los semidioses Izanayi e
Izanami, en los mitos fueguinos de la creación del mundo por “Peheipe”, el Gran Espíritu y los análogos de los pieles rojas
californianos. El mismo substrato puede reencontrarse en las religiones
pesimistas indias y chinas.
Esto junto con la nostalgia que todas las civilizaciones
tienen respecto de un Paraíso Perdido (cuya búsqueda ha sido el motor de la
humanidad, de sus revoluciones y utopías) y lo inexplicable del mal físico y
moral, explican por qué es ésta una de las ideas más firmes y repetidas a lo
largo de la historia de la humanidad. No sé de dónde saca su amigo que esto no
se encuentra en otros pueblos.
En el libro del Génesis hay dos relatos complementarios; el
primero está en Gen 2,8-17; el segundo en Gen 3,1-24. Es evidente que el autor
sagrado usa aquí muchas imágenes, razón por la cual algunos teólogos han
querido ver en todo este relato una simple imagen o figura y no el relato de un
hecho verdadero. No hay que negar que el género propio de este pasaje bíblico
ha ofrecido dificultades desde tiempos remotos. Filón no aceptaba su total
historicidad, y lo siguieron algunos escritores católicos como Orígenes; San
Agustín distinguía en su época varios modos diversos de interpretación. Sin
embargo podemos establecer por lo menos lo siguiente[1]: (a) es una historia de un género especial, distinto por el
ejemplo al del libro de los Reyes; esto se deduce de las mismas expresiones
sobre Dios, sobre la serpiente, sobre el árbol de la vida y sobre el árbol de
la ciencia del bien y del mal; los antropomorfismos que contiene respecto de
Dios son evidentemente claros; (b) pero no se trata de una alegoría, sino del relato de un hecho
real presentado en algunos de sus aspectos bajo un género metafórico, a
partir del cual se colige el hecho real. Su historicidad se deduce de la
seriedad del carácter mismo del libro del Génesis que es una obra de historia
religiosa y por tanto nada nos autoriza a pensar que su comienzo sea un simple
cuento. Además, es evidente que para el Autor del Libro del Génesis, este
relato es la clave que aclara el misterio de toda la historia humana siguiente.
El autor inspirado, en este relato persigue un fin muy
preciso: tras haber explicado la creación del hombre, explica el porqué del
estado actual a través de la caída moral de la primera pareja humana.
¿CUÁLES
SON LOS ELEMENTOS ESENCIALES QUE ENCONTRAMOS EN ESTE RELATO?
(a)
Estado de inocencia y de
inmortalidad. El primer hombre y la primera mujer son presentados, según señala
J.M. Lagrange, como niños en cuanto no han experimentado la concupiscencia,
y al mismo tiempo como sumamente maduros respecto de la seguridad de su
inteligencia[2]. Para poder entender el misterio del pecado original haría
falta entender la perfección de Adán. El Génesis indica su carácter con tres
rasgos solamente, pero de un esplendor inconcebible: la inmortalidad corporal
(si coméis de este fruto moriréis), el dominio soberano del instinto animal
(estaban desnudos y no se sonrojaban) y una ciencia especial que daba imperio
sobre el mismo reino animal (trajo Dios las bestias a Adán para que las
denominara). El hombre paradisíaco era inmortal, y lo era en virtud de su
íntima unión cognoscitiva con el Creador, es decir, en cuanto era un
contemplativo de Dios. El relato pone también en relieve la familiaridad del
hombre para con Dios, como la libertad que tiene el hijo con su padre. La
felicidad de esta inocencia en la amistad de Dios estaba destinada a ser
duradera, por cuanto el hecho de que la amenaza de muerte sea formulada (Gn
2,17), recordada (3,17) y sancionada (3,24) indican que el hombre estaba
gratificado con el privilegio de la inmortalidad. Pero este estado de
inocencia e inmortalidad se encontraba condicionado por una prueba.
(b)
La prueba. Al hombre se le
puso una condición: someterse al precepto divino que prohibía el comer del
árbol de la ciencia del bien y del mal, con la consecuente renuncia a tal
conocimiento. El pecado descrito por el texto no es un pecado de gula ni un
pecado sexual. El relato es particularmente claro: y la mujer vio que el árbol
era bueno para comer y un deleite para los ojos y apetecible para lograr
sabiduría (3,6). El texto quiere decir más de lo que simplemente dice. No hay
fruto que esté dotado de tal atributo que nos haga sabios. Esas dos
expresiones: “árbol de la ciencia del bien y del mal” y su capacidad de “dar sabiduría”, nos muestran a las claras que el pecado de Adán y Eva es un
pecado “gnóstico”,
es decir, de conocimiento,
de soberbia intelectual. Todo el diálogo de la tentación hace referencia al
plano espiritual del hombre: Eva ve que el fruto era deseable para adquirir
inteligencia. La promesa de la serpiente es el conocimiento: vuestros ojos se
abrirán. El resultado del pecado es un conocimiento: conocieron que estaban
desnudos. El hombre será tentado precisamente en su apetito de conocer, por la
serpiente, el animal misterioso que se conduce como una potencia hostil al
hombre y a Dios, consumada en el arte del engaño del que hace víctima a la
mujer (3,2-5).
(c)
Esencia de la tentación.
Para entender la naturaleza de la tentación y del pecado de los primeros padres
es necesario comprender el sentido de la “ciencia del bien y del mal” que les
es prohibida por Dios y que ellos buscan adquirir incentivados por Satanás[3].
Ante todo, es un fenómeno del orden del conocimiento y no relacionado ni con la
gula ni con la lujuria. Eva quiere en el fruto la sabiduría; la sabiduría
suprema es la visión de Dios, la posesión de Dios por medio del conocimiento y
del amor; Eva no busca un conocimiento natural, ya que sabía que todo
conocimiento natural está reservado al ejercicio natural de la inteligencia
humana; pretende entonces una sabiduría sobrenatural. Es lo que parece indicar
la serpiente pues le dice que ese conocimiento los haría semejantes a Dios. Por
tanto, lo que Eva y luego Adán buscan en ese fruto es la posesión mística de
Dios pero a través de sus fuerzas naturales; no ya como don de Dios sino como
adquisición personal. También asimilarse a la sabiduría creadora de Dios:
creadora del bien y del mal; es decir, el poder de determinar lo que está bien
y lo que está mal, de legislar y de crear la moral[4]. Por tanto, el pecado
cometido, en cuanto a su materia implica la profanación de lo sagrado: del
conocimiento sagrado y del derecho sagrado y del poder sagrado de Dios. Y por
eso, el castigo es la muerte, que en la Escritura era el castigo propio de los
profanadores. Hay que tener en cuenta también que el estado de perfección
espiritual de Eva es puesto de manifiesto en su inocencia frente a lo que será
el objeto de su tentación: ella no tiene inclinaciones desordenadas hacia ese
objeto (el acto que le dará sabiduría) por eso debe ser movida desde afuera por
una fuerza hostil a Dios. En este relato aparece tanto el carácter maléfico y personal
de la serpiente –personificación del diablo– cuanto el hecho de que Eva (y
Adán) son rectos por la gracia que ha perfeccionado su naturaleza.
(d) La caída y sus consecuencias. Fruto del pecado es la apertura
de los ojos, pero no para un conocimiento superior fuente de nueva felicidad,
como había prometido la serpiente, sino para hacerles experimentar el dolor de
lo que han perdido. El darse cuenta de su desnudez, significa también
quedar desnudos respecto de la inocencia: están desnudos de un modo distinto a
como lo estaban antes del pecado, porque la nueva desnudez, incluye una
privación espiritual. Dios castiga a la mujer en su íntima cualidad de esposa
(sujeción al marido, que aquí incluye un sentido degradante) y de madre (parir
con dolor); el hombre es punido en su señorío sobre la creación, que le
producirá fatiga y contrariedad para domeñar; a ambos finalmente se los
castiga con la muerte, que adquiere un carácter penal y con la pérdida del
Paraíso como lugar propio.
De este relato se pueden sacar las siguientes conclusiones
teológicas: (a)
En el origen el hombre tenía
una vida dichosa de inocencia y familiaridad con Dios, destinado a una vida
inmortal; (b) Tentado por una potencia malvada, hostil al hombre y enemiga
de Dios, aquel transgrede un precepto divino; (c) tras su caída se despierta un sentimiento de pudor,
vergüenza, arrepentimiento por la caída, y se origina una vida de sufrimiento,
dificultades y finalmente, de muerte; (d) la potencia tentadora seguirá acechando al hombre, pero Dios
promete la victoria de la Descendencia de la mujer (Jesucristo, como aclara más
tarde san Pablo) sobre el maligno (la serpiente).
Si bien hay que reconocer que no se menciona aquí el concepto
de una culpabilidad original trasmitida a los descendientes de la primera
pareja (explícitamente revelada en el Nuevo Testamento), sin embargo, es clara
la idea de un cambio adquirido por la raza humana en su relación con Dios a
partir de este momento. La expulsión del Paraíso pesa sobre todo el género
humano y no solo sobre Adán y Eva.
Se trata asimismo de un verdadero pecado, que produce, por
tanto, un detrimento en el hombre que lo comete. El hombre sabía distinguir
entre el bien y el mal, de lo contrario no podría haber sido sometido a una
prueba moral. En la tentación por tanto el hombre quiere adquirir un
conocimiento a través de una especie de experiencia del bien y del mal moral.
Pero conocer el mal experimentalmente es poseerlo en cierta forma en uno mismo.
Por tanto, la prohibición divina era una prueba, pero una prueba para el bien
del hombre.
Este pecado, o el acto prohibido, no fue un acto carnal,
porque previo al pecado la amistad con Dios garantizaba el estado de
inocencia. Se trata por tanto de un acto del espíritu: es un pecado de soberbia
y al mismo tiempo de desobediencia a Dios.
Hay que reconocer que la revelación plena del pecado original
(en cuanto pecado cometido por quien es principio de todo el género humano y
que se transmite a su descendencia) se encuentra en el Nuevo Testamento, en
particular en San Pablo (cf. Ro 5,12-21).
San Pablo, intentando demostrar que todos los hombres se
encuentran en pecado, por tanto, todos necesitan ser salvados por Cristo,
indica el motivo de esta universal pecaminosidad: todos han pecado en Adán, y
de Adán el pecado se ha derivado a todos los hombres, incluso los que no han
llegado al uso de razón (que es condición para pecar, o sea, para obrar
humanamente).
El razonamiento de San Pablo puede resumirse en dos tesis: 1º Por un solo hombre, Adán, el pecado entró en el mundo y con
el pecado la muerte, y tanto el pecado como la muerte infectaron a todos los
hombres. ¿Por qué? Porque “todos pecaron”. ¿Cómo se prueba esto? A partir de la universalidad de la
muerte y de la relación de la misma con el pecado. 2º Por un solo hombre, Cristo, viene también a todos los
hombres la gracia y la vida (espiritual y eterna).
Una fuerza particular del argumento está en la relación que
San Pablo establece entre el pecado y la muerte: por Adán entró el pecado y por
el pecado la muerte. De aquí va a deducir dos consecuencias: allí donde se
constate la presencia de la muerte hay que deducir que ha habido pecado; y
además no puede tratarse de una relación solo respecto de los pecados hechos
con uso de razón (pecados personales) ya que muchos son afectados por la muerte
antes de llegar a este estado. Este modo de razonar supone, evidentemente, que
la muerte no es algo natural al hombre o al menos que no es algo que, en el
plan de Dios, hubiese debido afectar al hombre, sino que existe porque el
hombre ha pecado[5].
A todos, pues, alcanzó la muerte “porque todos pecaron”. La universalidad de la muerte es un dato de experiencia:
afecta a todos los hombres. Por tanto, de la universalidad del castigo ha de
deducirse la universalidad de la culpa por la que el castigo es asignado.
Ahora bien, sigue san Pablo, todos pecaron, pero ¿de qué
pecados hablamos? ¿De los pecados que cada uno realiza con plena conciencia?
¿De las transgresiones de la ley que cada uno comete a sabiendas? No puede ser,
porque: (a) la muerte ha afectado a los que vivieron antes de que Dios
promulgara la Ley (por medio de Moisés) que amenazaba precisamente con la
muerte, por lo tanto los que pecaron anteriormente a Moisés se los castigaría
con un castigo del cual no habían sido advertidos (lo cual sería injusto); (b) ha afectado y afecta a los que no llegan a realizar actos
conscientes (niños). ¿De qué pecado se trata? El único pecado que,
anteriormente a la ley de Moisés, fue amenazado con la muerte fue el pecado de
Adán y Eva.
De algún modo misterioso este pecado pasa de Adán a todos los
otros hombres. De modo contrario no podría explicarse que se encuentre en
aquellos que no han “imitado” a Adán (niños y justos). Esta necesidad de que el pecado “pase” plantea al mismo tiempo la necesidad de la existencia de un
nexo entre Adán y todos los demás hombres. Este nexo no es otra cosa que la “descendencia” que todos los hombres tienen respecto del primer hombre. Este
pecado, por tanto, no se comete personalmente (salvo Adán), sino que se
contrae. Por eso el Salmista dice: He aquí que en la culpa nací, en pecado me
concibió mi madre (Salmo 50,10).
Y sin embargo, si bien este pecado es “recibido”, también en cierto modo es “nuestro”, ya que San Pablo afirma claramente que todos mueren (castigo
del pecado original) porque todos pecaron. Será la teología la que tendrá que
delimitar en qué sentido este pecado que recibimos en el momento de nuestra
concepción es “nuestro”. Precisamente la teología ahondando estos datos explica que
este pecado es un hábito entitativo que consiste formalmente en la privación de
la justicia original (el estado de gracia y dones preternaturales en que Dios
constituyó a nuestros primeros padres) y materialmente en la concupiscencia[6].
Podemos decirlo con las palabras de San Alberto Magno: “Lo material en el pecado original es la fealdad de la
concupiscencia o corrupción del vicio…; lo formal en cambio es la carencia de
la justicia debida. La naturaleza perdió la justicia, que le era propia y en la
cual había sido creada, para todos aquellos en quienes se exige, como dice
Anselmo; por tanto, según puede colegirse de las palabras de Anselmo, puede
definirse así: el pecado original es ‘la inclinación a todo mal con la carencia
de la justicia debida’. Esta definición pertenece a algunos antiguos Doctores,
pero ha sido extraída de Anselmo. En cuanto dice: ‘inclinación a todo mal’,
quiere decir inclinación a la conversión al bien conmutable y no conversión,
porque lo que es original no tiene la conversión sino en potencia… La aversión,
en cambio, la tiene en acto y esto se expresa al decir ‘carencia de la
justicia’. Si se dijera que es ‘sólo carencia’ de la justicia, se estaría
expresando sólo la pena de daño; pero en cuanto se añade ‘debida’, se indica la
razón de la culpa…”[7].
Entre el pecado original de Adán y el nuestro existen, sin
embargo, algunas diferencias. El pecado de Adán consistió en un acto y en un
estado consecuente al mismo. En cambio el pecado original en nosotros no
consiste en un acto, sino tan sólo en un estado: los descendientes de Adán “no se dice que pecasen en
él como si realmente realizasen algún acto, sino en cuanto que pertenecen a su
misma naturaleza que se corrompió con el pecado”[8]. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: “El pecado original es
llamado ‘pecado’ de manera análoga: es un pecado ‘contraído’, ‘no cometido’, un
estado y no un acto”[9].
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Bibliografía:
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 386 y ss.
A. Gaudel, Péché originel, Dictionaire de Théologie Catholique,
XII, 1, col. 275-606 ;
H. Rondet, Le peché originel dans la tradition patristique et
théologique, Fayard, Paris 1967 ;
Alberto García Vieyra, El paraíso o el problema de lo
sobrenatural, Ed. San Jerónimo, Santa Fe, 1980.
[1] La Comisión Bíblica el 30 de junio de 1909, ante una
consulta realizada sobre el carácter de los relatos contenidos en los tres
primeros capítulos del Génesis aclaró (cf. DS 3512-3519): 1º Los tres primeros
capítulos del Génesis contienen relatos sobre sucesos reales y no mitos ni
puras alegorías o símbolos de verdades religiosas, ni leyendas. 2º Cuando se
trata de hechos que atañen a los fundamentos de la religión cristiana, hay que
aceptar el sentido literal e histórico. Así, por ejemplo, la creación de todas
las cosas por Dios al principio de los tiempos y la creación especial del
hombre. 3º No es necesario entender en sentido propio todas y cada una de las
palabras y frases, especialmente aquellas que los Santos Padres y los teólogos
han interpretado diversamente. 4º Hay que tener en cuenta que el hagiógrafo no
pretendió exponer con rigor científico el orden en que fueron realizadas las
cosas, sino que para esto se sirvió de un modo de expresión popular acomodado
al lenguaje de su tiempo.
[2] J.M. Lagrange, L’innocence et le péché, en: Revue
biblique, 1897.
[3] Cf. Alberto García Vieyra, El paraíso o el problema de lo
sobrenatural, Ed. San Jerónimo, Santa Fe, 1980, pp. 42-45.
[4] Por eso Santo Tomás escribe: “El primer hombre pecó
principalmente apeteciendo la semejanza de Dios en cuanto a la ciencia del bien
y del mal, como la serpiente se lo sugirió, vale decir, que por la virtud de su
propia naturaleza determinara qué es lo bueno y qué lo malo” (II-II, 163,
2).
[5] Dijimos antes que así se presenta en el relato del
Génesis: Dios “amenaza” con la muerte sólo si el hombre come del árbol
prohibido; y luego al declarar la pena de Adán pone la muerte que sufrirán en
relación con la transgresión cometida. Con más claridad aún lo dice el libro de
la Sabiduría: Dios creó al hombre para la inmortalidad, y lo hizo imagen de su
propia eternidad; pero, por envidia del diablo, la muerte entró en el mundo, y
la experimentan los que son herencia del diablo (Sab 2, 23-24).
[6] Cf. S.Th., I-II, 82, 3. “Concupiscencia” no quiere decir
aquí tendencia a un objeto ilícito, ni a la delectación carnal, sino la
tendencia de las potencias inferiores hacia su objeto propio –que puede ser
lícito y no necesariamente malo– pero de un modo desordenado (cf. S.Th., I-II,
82, 3 ad 1), o sea, actuando al margen de la voluntad y la razón.
[7] San Alberto Magno, II Sent., d. 30, art. 3.
[8] Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, IV,52.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 404. El texto del
Magisterio más importante es el Decreto del Concilio de Trento Sesión V, del 17
de junio de 1546. DS. 1510/787 a 1516/792. Lo resumió de modo admirable Pablo
VI en el Credo del Pueblo de Dios, Profesión de Fe pronunciada el 30 de
junio de 1968.
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