La falta de arrepentimiento nos mantiene sometidos bajo el pecado, estancados, sin posibilidad de progreso ni felicidad, pues el pecado trae tristeza, conflicto, destrucción y muerte a nuestra vida
Por: Maleni Grider | Fuente: ACC
Agencia de Contenido Católico
Hay pecados de omisión y pecados de comisión. Los primeros son aquellos en los que no hacemos lo que
sabemos que debemos hacer, es decir, cuando no hacemos lo bueno, sabiendo que
Dios quiere que lo hagamos. Un ejemplo claro de esto lo vemos en la parábola de
Mateo 25:31-46, donde los cabritos son separados de las ovejas porque no dieron
de beber, comer o vestir a los necesitados ni los visitaron cuando estaban
enfermos o en la cárcel. Otros pecados de omisión pueden ser: no asistir a la Iglesia, no orar, no leer la Palabra de
Dios, no cuidar de nuestra familia, no cumplir con nuestras obligaciones
ciudadanas, no cuidar nuestro cuerpo, etcétera.
Los segundos son aquellos en los que violamos la ley deliberadamente, como mentir, robar, engañar a nuestro cónyuge, dañar a otras personas, alcoholizarnos, usar drogas, acciones sexuales ilícitas, etcétera. En ambos casos, justificar nuestro pecado es no reconocerlo, y si no lo reconocemos no llegamos al arrepentimiento.
La falta de arrepentimiento nos
mantiene sometidos bajo el pecado, estancados, sin posibilidad de progreso ni
felicidad, pues el pecado trae tristeza, conflicto, destrucción y muerte a
nuestra vida. Si no nos arrepentimos, no podemos ser perdonados. El verdadero
arrepentimiento usualmente trae dolor, y en ocasiones es muy doloroso.
Por otra parte, todo pecado trae
culpa a nuestra vida, a través de la conciencia. Hoy en día muchas corrientes
afirman que la culpa es destructiva y no debemos sentirnos culpables ni
arrepentirnos de nada de lo que hayamos hecho, sino “sólo
aprender de nuestros errores”. La Biblia enseña otra cosa. Ésta llama
pecado a todo lo que no agrada a Dios y nos daña, o daña a otros.
La culpa es la consecuencia
inmediata del pecado, y no podemos librarnos de ella sino hasta arrepentirnos y
confesar nuestro pecado. Entonces podemos alcanzar perdón, redención, y la
oportunidad de transformar nuestra vida para empezar a hacer las decisiones
correctas. La culpa es el foco rojo, el indicador de que algo no anda bien y de
que debemos detenernos a reflexionar.
La culpa puede ser destructiva,
sí, pero sólo si no nos arrepentimos y continuamos con el mismo comportamiento,
o si no somos capaces de reconocer el error a cabalidad y no intentamos mejorar
fervientemente y con un corazón sincero. La culpa puede ser destructiva sólo si
no recibimos el perdón, ya sea porque no queremos perdonarnos a nosotros
mismos, o porque no creemos que Dios pueda perdonarnos.
Tanto el
pecado de omisión como el pecado de comisión son igual de graves. Ambos nos
separan de Dios y nos conducen a la muerte espiritual. El progreso espiritual y
la liberación sólo vienen cuando hay arrepentimiento. La felicidad huye cuando
vivimos en pecado. La felicidad proviene de la santidad, de acuerdo a la
Palabra de Dios. Por eso Cristo nos dijo: “Sean
ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo”.
(Mateo 5:48.)
El apóstol Pablo habla claramente de su doble tendencia: por un lado, para hacer lo que no quiere, pues sabe que no es lo que debe hacer –pecado de comisión–, y por otro, para no hacer lo que quiere y debe hacer –pecado de omisión–, sino lo que no quiere. (Romanos 17:14-20.)
De igual manera,
nosotros nos debatimos entre lo que debemos y no debemos hacer. Nuestros deseos
nos impulsan hacia el pecado de manera constante. La culpa y la frustración
siguen al pecado. El arrepentimiento es la clave para liberarnos del mismo, y
el perdón es lo único que puede otorgarnos la libertad, pues es la Ley la que
nos condena, pero es la gracia de Dios la que nos redime.
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