EL GRANO TIENE QUE MORIR PARA FRUCTIFICAR. UNA LECCIÓN QUE A VECES NOS CUENTA ASIMILAR EN NUESTRA VIDA ESPIRITUAL.
V Domingo de
Cuaresma (Ciclo B)
Juan 12, 20-33
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere,
queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”. No se trata de la única
enseñanza que Jesús saca
de la vida de los campesinos.
El Evangelio está lleno de parábolas, imágenes e ideas que proceden de la agricultura, que era en su tiempo (y aún lo es para distintos
pueblos) la profesión que ocupa a un mayor número de personas. Él habla del
sembrador, del trabajo de los campos, de la siega, de trigo, vino, aceite, de
la higuera, de la viña, de la vendimia...
Pero Jesús no se detenía naturalmente en el plano agrícola. La imagen del grano
de trigo le sirve para transmitirnos una enseñanza
sublime que arroja
luz, antes que nada, en su caso personal, y después también en el de sus
discípulos.
El grano de trigo es, ante todo, Jesús mismo. Como un grano de trigo, Él cayó
en tierra en su pasión y muerte, ha reaparecido y ha dado fruto con su
resurrección. El “mucho fruto” que Él ha dado
es la Iglesia que ha nacido de su muerte, su cuerpo místico.
Potencialmente, el “fruto” es toda la humanidad -no sólo nosotros,
los bautizados-, porque Él murió por todos,
todos han sido redimidos por Él, también quien aún no lo sabe. El pasaje
evangélico concluye con estas significativas palabras de Jesús: “Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos
hacia mí”.
Pero la historia del pequeño grano de trigo ayuda también, en otro versículo, a
entendernos a nosotros mismos y el sentido de nuestra existencia. Después de
haber hablado de trigo, Jesús añade: “El que ama su
vida la pierde; y el que odia [otro evangelista dice pierde]
su vida en este mundo la guardará para una vida eterna” (Mt 16, 25).
Caer en tierra y morir no es, por lo tanto, sólo el camino para dar fruto, sino
también para “salvar la propia vida”, esto
es, ¡para seguir viviendo! ¿Qué ocurre con el grano
de trigo que rechaza caer en tierra? O viene algún pájaro y lo picotea,
o se seca o enmohece en un rincón húmedo, o bien es molido en harina, comido y
ahí termina todo. En cualquier caso, el grano, como tal, no ha continuado. Si
en cambio es sembrado, reaparecerá y conocerá una
nueva vida, como en esta estación
vemos que ha sucedido con los granos de trigo sembrados en otoño.
En el plano humano y espiritual ello significa que si el hombre no pasa a
través de la transformación que viene por la fe y el bautismo, si no acepta la cruz, sino que se queda agarrado a su natural modo de
ser y a su egoísmo, todo acabará con él, su vida se encamina a un agotamiento.
Juventud, vejez, muerte. Si en cambio cree y acepta la cruz en unión con
Cristo, entonces se le abre el horizonte de eternidad.
Hay situaciones, ya en esta vida, sobre las cuales la parábola del grano de
trigo arroja una luz tranquilizadora. Tienes un proyecto que te importa
muchísimo; por él has trabajado, se había convertido en el principal objetivo
en la vida, y he aquí que en poco tiempo lo ves como caído en tierra y muerto.
Ha fracasado; o tal vez se te ha privado de él y se ha confiado a otro que
recoge sus frutos. Acuérdate del grano de trigo y espera. Nuestros mejores proyectos y afectos (a
veces el propio matrimonio de los esposos) deben pasar por esta fase de
aparente oscuridad y de gélido invierno para renacer
purificados y llenos de frutos. Si resisten a la prueba,
son como el acero después de que ha sido sumergido en agua helada y ha salido
“templado”. Como siempre, constatamos que el Evangelio no está lejos, sino muy
cerca de nuestra vida. También cuando nos habla con la historia de un pequeño
grano de trigo.
Al final, estos granos de trigo que caen en tierra y mueren seremos nosotros
mismos, nuestros cuerpos confiados a la tierra. Pero la palabra de Jesús nos
asegura que también para nosotros habrá una nueva primavera. Resurgiremos de la muerte, y esta vez para no morir más.
Tomado de Homilética.
Por: Raniero
Cantalamessa
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