DESESPERADA, ACUDIÓ A UNA MISA... Y ALLÍ EMPEZÓ SU CONVERSIÓN
Catalina Piccone ahora tiene una familia unida en
el Señor.
La educación de Catalina Piccone, natural de Lobos,
provincia de Buenos Aires en Argentina, fue de espaldas a Dios. De padres
ateos, no tuvo oportunidad de llenar, siendo joven, el vacío que siente todo
ser humano cuando ignora la pregunta por Dios. Esto le llevo a una búsqueda
estéril que le llevó a lo peor, pero que, afortunadamente,
acabó en lo mejor: en Dios.
Aunque sus padres no eran personas de fe católica, la abuela, "mujer muy de rezar el Rosario, devota de la
Virgen…", se encargó de
recordarles que al menos “porque era la costumbre familiar", debían
bautizarla.
LA
LUCECITA DE DIOS
Esta no sería la única
intervención de la anciana mujer, para compartir algo de Dios a sus nietos y
nieta. Hasta hoy Catalina se emociona recordándola. "Siempre con un rosario marrón en la mano. Ella me
llevaba desde pequeña los domingos a misa. Así es que, bueno, por ese lado
fue la lucecita de Dios en mi vida".
Los años venideros Catalina olvidaría esa "lucecita".
Seducida y empujada a "ejercer la
libertad de elegir" fue más allá y pasó límites. "Mis padres no creían en nada. Mamá trabajaba muchísimo y
la mayor parte del tiempo nos quedábamos al cuidado de una señora…",
cuenta Catalina a Portaluz.
"Crecí de adolescente rebelde, muy
liberal…", explica. "Desde muy
chica salí al boliche (discoteca), a bailar, beber alcohol. Con
18 años había vivido casi todo lo que experimentaban mis compañeras de la
secundaria y ya estaba aburrida”.
EL
PELIGRO DE CRECER AJENO A LAS REALIDADES ESPIRITUALES
Hoy, a sus 40 años de edad,
comparte su certeza sobre lo importante
que es cuidar en toda etapa de la vida el vínculo con Dios. "El
Demonio, desde que los niños son pequeños ya los quiere arrastrar", advierte
Catalina. "Lo veo ahora. Pero cuando uno va
viviendo, si estás alejado de Dios, muchas realidades espirituales no se
ven. Están, existen, pero uno no se da cuenta que estamos conviviendo
con eso".
Con 18 años la joven quedó embarazada. Aunque ya no estaba vinculada al padre
del niño, él, que tenía 17 años, le apoyó. Sus padres también la apoyaron y ella decidió que sería madre. Su
hijo tiene hoy 21 años.
UN
ABORTO Y EL ALMA DESGARRADA
Sin embargo, ocho meses después
de nacer el primer hijo, quedó nuevamente embarazada. "Al
principio decidimos tenerlo y estábamos felices", cuenta Catalina. "Después uno se va encontrando con gente y te van
diciendo: No, pero ¿cómo vas a hacer?, ¿cómo lo vas a mantener? Sentí
que no podía. Ya tenía un hijo de un papá, ¿iba a tener un hijo con otro
papá?".
Su madre era además un médico reconocido. "El
pueblo en el que vivía era pequeño, y me daba miedo el qué dirán. También me dije: Bueno, yo con este papá ¡qué bebé
voy a tener!, ¡qué voy a hacer!, como que no veía futuro”.
Una sentencia de muerte para aquél bebé fue la consecuencia. "Yo creo que estaría de 13 semanas más o
menos", recuerda Catalina con la voz quebrada por la emoción. "Estando sobre aquella camilla, mientras
abortaban a mi bebé, llorando yo decía: quiero a mi bebé; y ya no había nada que
hacer… Fue una herida muy profunda".
UN
GUIÑO A DIOS
Poco tiempo después, su madre
enfermó y falleció. Lo vivió, dice, como una gran prueba; y en medio del
dolor la semilla de fe sembrada por su abuela en la
infancia quiso abrirse paso en el alma de Catalina. "El día que falleció mi mamá dije: ¡Bueno parece que
Dios no está en la vida de uno! Pero luego, ese mismo día, agarré a mi
papá de las manos y empezamos a rezar. No rezábamos el rosario porque no
sabíamos, pero empezamos a rezar y rezar".
"Fue un atisbo, apenas un guiño a Dios", dice.
Siguió en la vida habitual. Retomó vínculo con un antiguo novio, Sebastián, que
hoy es su esposo y con quien son padres de tres hijos. Él regresaba de haber
finalizado en Brasil un matrimonio bajo ritos paganos espiritistas. Iniciaron convivencia, llegaron los hijos, vivían según lo decidieron,
pero Catalina iba perdiendo la paz.
Primero surgieron estados de angustia, luego crisis de pánico y oscilaciones
extremas del estado de ánimo. Tenía una bolsa de pastillas
recetadas por el psiquiatra. Por
momentos, recuerda, “sentía que podía hacer todo y
más”. Luego surgía siempre “esa
insatisfacción y la culpa por no poder disfrutar de todo lo que tenía”, comenta.
DE
LAS PASTILLAS AL REIKI
Dejó al psiquiatra con las drogas
que le recetaba y por los consejos de una amiga derivó en el Reiki. Entre imágenes de la Virgen y santos colgando de las paredes el chamán
realizaba un ritual que pretendía sanarla.
"Hacía unas oraciones, nos imponía las manos; y como él tenía teóricamente
un don especial hacía como un ruido", explica Catalina.
"Le salía como un ruido de adentro y entonces
nos decía que estábamos como muy cargados… Mencionaba los diferentes chakras
alterados", dice. "En mi caso,
según el chamán, era el Plexo Solar por esa angustia guardada, y pues tenía
mucho en la cabeza… Porque yo me enroscaba".
Lejos de sanar empeoró. Ella y su familia vivían un infierno. "Sentía que eso me hacía mal. Salía de ahí y estaba
peor. Llegó un punto en que yo parecía un demonio en persona porque me había
puesto mala… O sea, con
los de afuera todo bien pero llegaba a mi casa y me transformaba, tenía ataques
de ira".
"YO
ME VOY A LO DEL PADRE SANADOR"
"Estaba
confusa", dice. Atrapada por la ira y a
punto de agredir a sus hijos lograba reaccionar sintiendo entonces "una
culpa infinita". A
tal grado que comenzó a rondar en ella la idea de que sería mejor morir. "Y bueno, un día estaba tan desesperada que recordé
me habían hablado de un sacerdote, padre René Cari, del sector Empalme (en
Lobos), a unos poquitos kilómetros de mi casa. Muchas veces me habían invitado
y nunca fui".
"Esa vez me levanté decidida: yo
me voy a lo del padre sanador; y salí para allá…", comenta
Catalina.
Sebastián, su marido, decidió que él también iría con Catalina. Juntos
acudieron donde el padre René a la parroquia San Vicente Pallotti. El
sacerdote le ofrecería los ‘remedios’ espirituales que Cristo ha confiado a la
Iglesia. "Entré a la parroquia, aún
no había empezado la misa y empecé a llorar. No podía parar,
lloré toda la misa".
"Luego fue la procesión con el Santísimo y
cuando el padre me impuso las manos tuve un descanso en el espíritu y temblaba
muchísimo, no podía dominar mi cuerpo…", cuenta.
En días posteriores el sacerdote les atendió personalmente y oró por su
liberación. Luego, cuenta Catalina, ha vivido
un proceso de conversión, también su esposo, acudiendo con regularidad al
sacramento de la confesión, reaprendiendo el diálogo
íntimo con Dios en la oración personal y comunitaria.
En especial comenzó a nacer en ella, dice, necesidad de ir a
la Eucaristía:
"El único lugar donde su alma recibe
auténtica paz", testimonia Catalina.
LOS
FRUTOS EN LA FAMILIA
Uno de los frutos más queridos de
este reencuentro en Dios llegaría pronto. "Nos
casamos por lo civil el 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima y, bueno, por la
Iglesia el 14", cuenta Catalina. "Vivimos una
conversión muy grande a partir de ahí pues empezamos a ir juntos más seguido a
misa".
"Primero los miércoles a las misas de sanación
y los domingos; después agregamos los viernes, los martes y los jueves. Aprendimos
a rezar en familia y ya no podemos vivir sin la comunión diaria, es
parte de nuestras vidas. Recibir a Jesús es lo que nos da fortaleza", comenta.
El matrimonio es hoy miembro activo en la comunidad católica de Lobos.
Sebastián suele salir de misionero junto a padre René y Catalina
hace lo propio en la pastoral provida u otros servicios en la Iglesia. "Canto
en las misas de sanación y liberación, rezo el Rosario. Encontramos una familia
espiritual y es muy lindo ver crecer a nuestros hijos en la fe. El
camino de conversión no se termina nunca".
Artículo de
hemeroteca, publicado originalmente el 7 de mayo de 2018.
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