La historia es real y tuvo como protagonista a un caballero enamorado, como gran ausente a su novia y como escenario el Parque Kennedy de Miraflores.
Algunos
de nosotros lo hemos visto muchas veces, caminando en la misma esquina del
parque frente al Haití, con su clavel en el ojal, elegantemente vestido
esperando a la novia que nunca llegaría. Lo llamaban irrespetuosamente “el Loco del Parque”, aunque otros más
comprensivos le decían “el Novio del Parque”.
A esta
historia real se le agregaron algunos detalles imaginativos, para hacerle un
homenaje a uno de los tantos personajes anónimos que han adornado la historia
de Lima.
Manuel
retornó a la misma hora en la que lo hacía cada tarde. Le dio un beso a su
madre, colgó su saco en la percha y procedió a separar la ropa que se iba a
poner para su cita diaria de las 6 de la tarde. Buen hijo y soltero
empedernido, vestía siempre un impecable terno, un sombrero algo pasado de moda
y unos zapatos impecablemente lustrados que el mismo se preocupaba de dejar sin
mácula cada mañana y de no ensuciar innecesariamente durante el transcurso del
día.
En una
época en la que la ciudad entera se despanzurraba al ritmo del mambo y el
pueblo perdía la cabeza por tener una foto de Mara la
Salvaje, Anacaona y Betty di Roma, él permanecía inmutable a las
costumbres en boga y evitaba las fiestas estridentes, los trajes chirriantes y
cualquier manifestación mundana de modernidad o mal gusto.
Había
heredado de su padre la tenida clásica en el vestir, la pulcritud de gestos y
ademanes, la formalidad como un estilo de vida sereno e imperturbable. De su
madre tenía el gesto afable, la palabra justa y un romanticismo rayano con lo
espiritual que lo llevaba a perder la mirada cuando evocaba a la dulce
Milagros, enamorada de años, novia reciente y futura esposa con quien estaba a
punto de formar una nueva familia. Todos los días se veían a la misma hora, en
el mismo parque, en la misma banca.
Luego de
recibir la rosa especialmente escogida por Manuel en la florería de la calle
Berlín daban paseos interminables por el Malecón en busca de la mejor vista del
atardecer cuando la niebla invernal lo permitía, charlas animadas que mezclaban
recuentos del día transcurrido con impacientes planes para la etapa venidera.
Tomados
de la mano caminaban y soñaban, siendo mirados con cierta curiosidad y envidia
por los habituales parroquianos de la zona quienes ya sabían del impostergable
encuentro vespertino que se celebraba a diario: El
muchacho del terno y la flor con la chica de vestido plisado.
Aquella
tarde Manuel quería darle una sorpresa a Milagros. Por fin había conseguido una
fecha en la iglesia que coincidía con la disponibilidad del sacerdote, con la
hora deseada y con el periodo de vacaciones que le darían en el trabajo. Había
planeado llevar a pasear a Milagros y luego invitarla a comer a fin de
comunicarle en medio de la velada la buena noticia.
Para esto
sacó su mejor traje, un terno de lanilla inglesa, que solo usaba en ocasiones
especiales como intuía que iba a ser esta. Lo escobilló con dedicación y
esmero, le aliso algunos flecos, saco una camisa de lino y se engomino el
cabello como cada tarde, pasando el peine una y cien veces por cada hebra que
estaba siendo alisada, verificando que todo estuviese en su sitio, perfecto,
impecable, como Dios manda, es decir, como siempre.
Se
despidió con el mismo beso en la frente de su madre y enrumbó hacia la
florería. Escogió dos claveles color tornasol, le pareció que la ocasión
ameritaba una flor especial y de inusual belleza. Recorrió los mismos pasos que
lo llevarían al encuentro habitual, hasta podía responder, en caso de ser
preguntado, cuantos pasos lo separaban de la florería hasta la banca del parque
y el tiempo que demoraba en recorrerlos sin prisa pero sin pausa.
Llegó a
la hora acostumbrada, cuando una tenue neblina se desparramaba por todo el
lugar confirmando la plenitud de un invierno que prometía ser bastante crudo.
Sintió un poco de frío y se sentó a esperar a Milagros, al final, eso no le
importaba a Manuel, su amor estaba a prueba de estacionalidades, climas, malos
tiempos y eventuales retrasos. Poco a poco la niebla fría de la tarde dio lugar
a una pertinaz llovizna y a la oscuridad absoluta de la noche.
Milagros
no aparecía, era bastante inusual su retraso. A veces se demoraba 5 minutos, una
vez demoró diez por entretenerse comprando un presente para Manuel pero nunca
habían transcurrido más de 45 minutos sin saber nada de ella. En su organizada
y metódica rutina diaria ese lapso de tiempo era una eternidad, sobre todo si
ella no aparecía sin razón aparente.
Al cabo
de una hora decidió irla a buscar a su casa, una residencia solariega
miraflorina que no estaba muy lejos del parque. Tocó la puerta y nadie atendió
ni el timbre ni los golpes propinados a la vieja puerta de madera.
Completamente
mojado a causa de la llovizna, con los claveles estrujados en un bolsillo del
saco y presa de un nerviosismo que lo hacía mover nerviosamente la cabeza de un
lado a otro sintió una mano firme que lo sujetó del brazo derecho y una voz
gruesa que lo llamó por su nombre:
-“¡Manuel,
debes acompañarme! Milagritos ha tenido un accidente y está en la clínica”.
Se dejó
llevar por el familiar de Milagros, como si fuera un autómata, hacia una
clínica cercana. Nada de esto podía ser cierto, debía tratarse de un error,
pensaba dentro de sí. Fue conducido a una sala en donde estaban congregados los
padres y demás familiares de ella. Todos lloraban, se abrazaban y el seguía sin
entender nada.
Pudo
escuchar, antes de nublar su vista y su mente, a alguien que le decía que tenía
que ser fuerte, que todo había sido muy rápido, que Milagritos no había
sufrido, que se entregó inconsciente en los brazos del señor.
Las
tardes invernales discurrían apacibles en el parque miraflorino. Niños paseados
por comedidas nanas, ancianos conversando con la mirada extraviada en épocas
mejores, solo faltaba la pareja de novios que a fuerza de costumbre se habían
convertido en una suerte de postal de las tardes de ese parque y que por un
designio perverso habían desaparecido de un día para el otro.
Algunas
semanas después, alguien notó que Manuel comenzó a llegar diariamente a la
misma hora, a la misma banca, con la rosa en la mano y con la expresión
expectante de alguien que espera ansiosamente la llegada de una persona muy
querida. Se sentaba, impecablemente vestido, en la banca que había sabido ser
albergue de sus cuitas con Milagros y durante 45 minutos exactos murmullaban
palabras ininteligibles que nadie podía ni se atrevía a descifrar.
Su
expresión era apacible, no dejaba de saludar a los que lo miraban con
curiosidad ni de ser amable con las personas que lo reconocían y saludaban por
su nombre. Cuando el tiempo se había cumplido, dejaba la rosa en la banca, se
acomodaba el sombrero y desandaba sus pasos de regreso a casa, con la misma cadencia
y sin ningún apuro especial por apresurar su retorno. Así lo hizo por 30 años
más, según refieren los vecinos del lugar, en forma ininterrumpida.
Nadie se
atrevía a tocar la rosa que dejaba aunque ninguno supo explicar porque la banca
amanecía sin la flor a la mañana siguiente. En el último año se notaba que el
deterioro físico de aquella persona anciana era evidente, pero el seguía en
forma impertérrita fiel a la costumbre, al atuendo, a la hora y al ritual.
Algunos muchachos se burlaban de él, Manuel solo les respondía con una
comprensiva sonrisa, tan distante como lastimera.
Quedaban
ya pocos testigos de lo sucedido décadas atrás y casi nadie parecía conocer a
aquel anciano de sienes plateadas, mirada triste y ternos raídos que aparecía
cada tarde llevando una rosa, farfullando frases inaudibles y cargando sobre
sus hombros el peso de una nostalgia dolorosa e inacabable en la cual aquel
hombre había encontrado una excusa para aferrarse a esta vida.
Una tarde
Manuel faltó a la cita y los muchachos se preguntaron en forma displicente que
habría pasado con el loco del parque. Al día siguiente tampoco apareció y nunca
se supo nada más de él.
Nadie se llegó a enterar que había dejado de ir a la cita diaria del parque para acudir a ese llamado que lo reclamaba y que había estado esperando en forma casi silente y resignada durante más de tres décadas: La oportunidad de darle el encuentro finalmente – y para siempre - a Milagros.
Pepe Ladd, 18 de Julio del 2020.
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