"Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»" (Mt 23, 1-12).
En el Evangelio los títulos
de Cristo son como caras de un prisma, cada una de las
cuales refleja un particular «color», esto es, un aspecto de su realidad
íntima. Este domingo nos encontramos con el importante título de Maestro:
«Uno solo es vuestro Maestro, el Cristo». Entre
los artistas y ciertas categorías de profesionales el nombre del maestro en
cuya escuela uno se haya formado es una de las cosas de las que se está más
orgulloso y se pone en la cumbre de las propias referencias. Pero la relación
maestro-discípulo era aún más importante en tiempos de Jesús, cuando no había
libros y toda la sabiduría se transmitía por vía oral.
En un punto Jesús se distancia sin embargo de lo que ocurría en su tiempo entre
el maestro y los discípulos. Éstos se pagaban, por así decirlo, los estudios
sirviendo al maestro, haciendo por él pequeños encargos y prestándole los
servicios que un joven puede hacer a un anciano, entre los que estaba lavarle
los pies. Con Jesús sucede al revés: es Él quien
sirve a los discípulos y les lava los pies. Jesús no es verdaderamente de la
categoría de los maestros que «dicen y no hacen». Él no dijo a sus discípulos que
hicieran nada que no hubiera hecho Él mismo. Es lo contrario
a los maestros amonestados en el pasaje del Evangelio del día, quienes «atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la
gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas». No es una de esas
señales viarias que indican la dirección en la que andar, sin moverse un
centímetro. Por ello Jesús puede decir con toda verdad: «Aprended de mí».
¿Pero qué quiere decir que Jesús es el único
maestro? No quiere decir que este título no deba utilizarse de ahora en
adelante por ningún otro, que nadie tiene derecho de hacerse llamar maestro.
Quiere decir que ninguno tiene derecho de hacerse llamar Maestro con mayúsculas, como si fuera el propietario último de la verdad y enseñara en nombre
propio la verdad sobre Dios. Jesús es
la suprema y definitiva revelación de Dios a los hombres que
contiene en sí todas las revelaciones parciales que se han tenido antes o después
de Él. No se ha limitado a revelarnos quién es Dios, también nos ha dicho qué
quiere Dios, cuál es su voluntad en nosotros. Esto hay que recordarlo al hombre
de hoy tentado de relativismo ético. Juan Pablo II lo hizo con la encíclica El esplendor de la verdad [Veritatis splendor, 6 de agosto de
1993] y su sucesor Benedicto XVI no se cansaba
de insistir en ello. No se trata de excluir un sano pluralismo de perspectivas
sobre las cuestiones aún abiertas o sobre los problemas nuevos que se presentan
a la humanidad, sino de combatir esa forma de relativismo
absoluto que niega la posibilidad de verdades ciertas y definitivas.
Contra este relativismo el magisterio de la Iglesia reafirma que existe una verdad absoluta porque existe Dios, que es el medidor de la verdad. Esta verdad
esencial, ciertamente a identificar siempre con mayor esmero, está impresa en
la conciencia. Pero ya que la conciencia se ha empañado
por el pecado, por las costumbres y los ejemplos contrarios, he aquí el papel de Cristo, que ha venido a
revelar de forma clara esta verdad de Dios; he aquí el papel de la Iglesia y de
su magisterio, que explica tal verdad de Cristo y la aplica a las cambiantes
situaciones de la vida.
Un fruto personal de la reflexión de hoy sobre el Evangelio sería redescubrir qué honor, qué privilegio inaudito, qué «título de
recomendación» es, ante Dios, ser discípulos de Jesús de Nazaret. Poner
también nosotros eso en la cumbre de todas nuestras «referencias».
Que viéndonos u oyéndonos cualquiera pueda decir de nosotros lo que la
mujer dijo a Pedro en el atrio del
Sanedrín: «También tú eres uno de sus discípulos.
Tu misma habla [mejor, si se puede añadir: tu actuación] te descubre»
[Cf. Mt 26,73].
Tomado de Homilética.
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