Para Jericó, quien quiera que sea y donde quiera que esté.
Por: José Carrillo, E. C. | Fuente: Catholic.net
Qué injusticia. ¿Cómo podía ser que él, recto y
trabajador, fuera acusado de negligente y ahora tuviera que sufrir un castigo
injustamente? Bajó de sus doloridos hombros la carga que llevaba y miró
al cielo profundamente azul, sin una sola nube. El sol caía a plomo sobre la
arena del desierto, con la fuerza de un martillo sobre un yunque.
La carga de Jericó, que consistía en una bolsa con tirantes y herrajes para su
transporte, debía pesar mucho, ya que al dejarla caer sobre la arena se hundió
profundamente. Maldito el deber y maldito el
talego, se dijo. ¡Cómo pesaban ambos!
El costal, al rozarle la espalda, le causaba excoriaciones en las que el sudor
ardía como ácido. Los tirantes cortaban la piel de los hombros y los herrajes
parecían las paredes de un horno para cocer panes. Un dolor sordo en todo el
cuerpo le hizo cobrar conciencia de lo cansado que estaba. Por experiencia, el
hombre supo que en la noche, con el frío, el dolor vendría sobre él como un
león hambriento y sería terrible. Porque para agravar su desgracia, había
perdido el manto y no tenía nada para cubrirse.
Forzando la mirada hacia el horizonte trató de distinguir su meta, pero sólo
vio arena y el calor que reverberaba a ras del suelo. La fantasmagórica silueta
de un animal cruzando un lago inexistente lo hizo estremecerse a pesar del
calor. Recordó que alguien le había dicho alguna vez que no pensara cuánto
faltaba por llegar, sino cuánto había avanzado. Se volvió hacia el otro lado,
tratando de ignorar el dolor de su cintura y cuello. Otro interminable mar de
arena se burló de él. Sólo se veían sus solitarias huellas, que parecían venir
de ninguna parte. Estaba en medio de la nada y hacia la nada se dirigía. Se
violentó para tratar de contener el llanto, pero la soledad y la desesperanza lo
ahogaron y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
A duras penas logró dominarse y, con un quejido de agonía, volvió a colocar el
talego sobre su dolorida espalda y comenzó a caminar otra vez, arrastrando los
pies.
Fue al llegar a la cima de una duna cuando divisó a lo lejos una silueta
recortada contra el azul del cielo. Al parecer se trataba de un hombre que
llevaba su misma dirección. Aunque no estaba de humor para ser amable con
nadie, pensó que la compañía no le vendría mal. De modo que hasta donde pudo,
apretó el paso.
Pronto se dio cuenta que el otro viajero iba mucho más despacio que él. Con el
sol y su carga sobre los hombros, Jericó se sentía al borde del agotamiento y
constantemente miraba al piso. Fue así que descubrió que las huellas del que le
precedía estaban salpicadas de sangre. Un chispazo de preocupación cruzó por su
cabeza, pero fue sofocado con celeridad. Después de todo, ¿qué podría hacer él? Tenía sus propios problemas, todos
graves.
Cuando llegó más cerca del viajero pudo distinguirlo mejor. Se trataba de un
hombre alto, delgado, de cabellos revueltos y cobrizos. Su único equipaje era
un pesado madero, que llevaba sobre los hombros. ¿Un
madero? ¿Para qué querría un madero, que seguro pesaba sus buenos 50 kilos, en
medio del desierto? Sólo que se tratase de un carpintero. O de un loco.
Al fin lo alcanzó, y entonces pudo ver el origen de las manchas de sangre que
salpicaban sus huellas. Al parecer, las sandalias habían llagado los pies del
viajero. Al emparejarse con él, lo saludó desganadamente.
—Shalom alejem .
—Alejem shalom —respondió el hombre alto, y
le sonrió con evidente camaradería.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos se detuvieron y bajaron sus
respectivas cargas. Luego se estudiaron con atención mutuamente. Cada uno veía
su fatiga reflejada en el rostro del otro. Sin embargo, el hombre de las llagas
tenía una mirada profunda y cargada de paz. Parecía contento de haber
encontrado a Jericó. Casi como si lo esperara.
El primer viajero observó entonces la túnica blanca de lino, el cabello largo y
la mirada franca. Comprendió que estaba ante un taumaturgo, un maestro de las
Sagradas Escrituras.
—Rabbuní —pronunció, inclinándose con
respeto.
El hombre alto sonrió con afecto y preguntó:
—¿Cómo te llamas, hermano?
—Jericó.
Si el nombre le pareció extraño para un judío, el taumaturgo no dio señas de
ello. En cambio, sacó su bolsa de agua y le ofreció un trago. Cuando hubo
saciado su sed, Jericó comprendió que ahora quedaba obligado a acompañar al
Maestro. Éste pareció leer sus pensamientos y lo tranquilizó.
—No te aflijas, Jericó. No es tu obligación venir
conmigo si no quieres. Pero pensé que tal vez podríamos ayudarnos y hacernos
compañía.
Cuando extendió la mano para recibir su bolsa de agua, Jericó vio otra llaga
sangrante en el antebrazo, justo arriba de la muñeca. Contuvo un
estremecimiento y exclamó compungido:
—¡Rabbuní, estás herido!
—No te angusties, hijo.
—No creo que puedas ayudarme tú a mí, Rabbuní
—dudó Jericó—, pero si quieres puedo llevar tu
carga mientras tú sanas de tus heridas. Debe doler una barbaridad. ¡Y mira tus
pies!
—Ciertamente, duele mucho —concedió el
viajero—; pero no tienes que agobiarte con tu carga
y con la mía.
—Puedo hacerlo, Maestro, en verdad
—respondió Jericó con más caridad que convencimiento.
—Recuerda que no estás obligado a venir conmigo, Jericó. Pero si deseas
acompañarme, podemos atar tu talego a mi madero y cargar éste sobre los hombros
de ambos. Así nos repartiremos la carga y gozaremos la mutua compañía.
Jericó lo pensó unos momentos y reconoció que el taumaturgo tenía razón.
—Está bien, Rabbuní, haremos como dices. Y… uh…
gracias.
Empezaron a caminar hombro con hombro, soportando ambas cargas sobre sus
doloridas espaldas. Contra lo que esperaba, Jericó se dio cuenta que su macuto
parecía pesar más por sí solo que atado al madero. Tal vez el Maestro era más
fuerte de lo que aparentaba.
—¿Por qué haces este viaje? —preguntó el
viajero.
Jericó, ensimismado en sus reflexiones, tardó un momento en contestar.
—Me culparon injustamente y apartándome de mis
obligaciones, amigos y familiares, me pusieron en este camino. Solo.
—Así que no tienes más remedio que caminarlo.
—Así es.
—Eso explica la amargura que inunda tu corazón.
Jericó se preguntó si el Maestro estaría leyendo su mente.
Apartó la idea.
—¿Y a ti qué te pasó en las manos, Rabbuní? —preguntó
por hacer charla.
—Un castigo.
—¿Hiciste algo malo? —se extrañó Jericó,
pensando que para merecer un castigo tan atroz, debía haber cometido una falta
muy grave. Por eso la respuesta lo desconcertó.
—No, yo no hice nada malo. Nunca lo he hecho.
—Entonces tu castigo fue injusto —respondió Jericó escandalizado.
—Fue necesario —aclaró el Maestro.
—¿Necesario? —se preguntó Jericó.
Un castigo injusto, pero necesario. ¿Qué significaba
eso? Confundido, sólo atinó a decir lo obvio.
—Debe doler mucho.
—No sabes cuánto —admitió el Maestro, y su
rostro se ensombreció—. Pero más me dolió ver el
sufrimiento de mi mamá. Y el abandono de 11 amigos muy queridos. Y la traición
de otro. Al final, sólo el más pequeño de ellos, el más querido, estaba ahí
para consolar a mi madrecita querida. Tiempo después mis otros amigos
regresaron, pero todos los días y a todas horas, otros amigos me abandonan, y
hay quienes me vuelven a lastimar así como estás viendo.
—¿Y se dicen tus amigos? —se indignó Jericó.
—No los juzgues, Jericó. ¿O tú habrías aceptado
sufrir el castigo junto a mí?
—Creo que no —respondió con tristeza el
hombre—, me habría faltado el valor.
—Y sin embargo, yo te seguiría queriendo igual. Y
te quiero, porque acompañarme y ayudarme a cargar este madero es una muestra de
valentía, Jericó, y una muestra de caridad muy grande.
—Perdón, Rabbuní, no
entiendo. ¿Qué es caridad?
—Amor. Simplemente amor. Pero del más grande, el de
quien da todo sin dudar. El de quien da la vida por sus amigos.
Jericó se mantuvo callado unos momentos. Había cosas que no le quedaban del
todo claras. Optó por cambiar de tema.
—Rabbuní, no entiendo. En lugar de que mi carga
haya aumentado de peso atándola a la tuya, ahora me pesa menos.
—Sí, es cierto. La caridad aligera cualquier carga.
Entonces Jericó comprendió que el más beneficiado de los dos al compartir la
carga había sido él mismo, y aquel hombre amable y generoso lo sabía cuando se
lo propuso. Y además, no había dudado en compartir su agua, su dolor y su
sangre por ayudarlo. De pronto, en medio de su dolor y desesperanza, Jericó
tuvo la certeza de que el Maestro había esperado encontrarse con él para poder
ayudarlo, a pesar de que Jericó ni siquiera lo conocía.
Sin poder contenerlas, gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y sordos sollozos
desgarraron su pecho. El llanto de odio que había contenido horas antes le
había llenado de amargura el corazón. El llanto de ahora le llenaba de paz. Le
purificaba.
Sin aviso, el Maestro dejó caer el madero y abrazó al hombre bañado en
lágrimas.
—Amigo Jericó —habló el taumaturgo—, a veces el amor es tan grande que resulta doloroso. Pero
es un dolor que purifica, como puedes sentirlo en este momento.
—Benditos sean mis enemigos —dijo el hombre
entre sollozos—, porque al condenarme me pusieron
en el camino en que te encontré, Rabbuní.
El Maestro separó ligeramente a Jericó de su pecho y le sonrió con calidez.
—¿Quieres ser mi amigo, Jericó?
El aludido sólo pudo afirmar con la cabeza. Aún tenía un nudo en la
garganta.
Los hombres se separaron y el taumaturgo desdobló su manto y lo colocó sobre
las espaldas de ambos. Luego, puso su brazo sobre los hombros de Jericó y lo
estrechó contra sí.
—Gracias, Jericó, porque has mitigado mis
sufrimientos al compartir los tuyos. Gracias también por dejarte amar y por
amarme a mí.
—Acércate, querido amigo —llamó el Rabbuní—, para
que te cubras bien con mi manto.
Luego de arrebujarse bien, Jericó ayudó al Maestro a alzar su carga, y
reiniciaron la marcha hombro con hombro. Ahora el cansancio se aliviaba con el
placer de la mutua compañía.
—¿Cuándo tendremos que separarnos, Rabbuní? ¿Cuál
es tu camino? —preguntó entonces Jericó.
—No me llames Rabbuní, porque ya no somos dos extraños.
Llámame Yeshua , como mis demás amigos. Y no nos separaremos, Jericó. Yo iré a
donde tú vayas, y estaré contigo todos los días hasta el final de los tiempos.
Y así, los dos
hombres se perdieron de vista en dirección al sol poniente.
José Carrillo, E. C.
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