En la noche del 2 de enero de 1885, un anciano se presentó en casa de un sacerdote para pedirle que fuera a ver a una mujer agonizante. El sacerdote siguió al desconocido.
La noche era muy fría, pero el anciano parecía no darse cuenta de ello. Iba adelante y decía al sacerdote para tranquilizarlo, pues la zona era de mala fama:
-
Yo lo esperaré a la puerta.
La puerta
donde se detuvo era una de las más miserables del barrio... Al llegar junto a
la moribunda, la moribunda estaba diciendo entre gemidos:
- ¡Un sacerdote! ¡Un sacerdote! ¡Me voy a morir sin sacerdote!
-
Hija mía, yo soy sacerdote. Un anciano me llamó para que viniera.
La
enferma le confesó los pecados de su larga vida de pecadora y el sacerdote le
preguntó si había observado alguna práctica de devoción en su vida.
- Ninguna, respondió, salvo una oración que recitaba todos los días a
san José para obtener la buena muerte.
El
sacerdote, después de confesarla, le dio la comunión y la unción de los
enfermos, y ella quedó muy reconfortada. Cuando el sacerdote llegó a la puerta,
no encontró a nadie.
Pero,
reflexionando sobre el acontecimiento de esa noche y sobre el misterio
consolador que había ejercido, sintió nacer en su corazón la convicción de que
el caritativo anciano no era otro que el glorioso y misericordioso san José,
patrono de la buena muerte.
(Milagros de San José,
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