No entiendo por qué,
si yo quiero dedicarme a Dios, tengo que sufrir este castigo
Por: P. Miguel A. fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
PREGUNTA:
Padre, creo estar perdiendo
por completo la fe; después de tratar de vivir entregada a las cosas de Dios y
de la Iglesia, he empezado a tener terribles tentaciones contra la castidad, y
a veces incluso contra la fe. Las he tratado de combatir con razonamientos y
con oraciones; es algo que me molesta y me quita la alegría. A veces creo que
ya terminó, pero al poco tiempo la tentación vuelve a presentarse. No
entiendo por qué, si yo quiero dedicarme a Dios, tengo que sufrir este castigo.
Si me puede dar algún consejo mejor.
RESPUESTA:
Estimada:
Muchas almas sufren y se quejan interiormente porque son tentadas. Esto
sucede porque no conocen plenamente el sentido y la finalidad de las
tentaciones en los designios de Dios. Tal vez olvidan –o nunca han leído– lo
que dice el Eclesiástico: Hijo mío, si te das al servicio de Dios, prepara tu
alma a la tentación (Eclo 2,1). La tentación es, ciertamente, una instigación
al pecado; proviene del enemigo de nuestra naturaleza –el diablo– para destruir
la obra de Dios. Pero tiene una importantísima misión en los planes de Dios,
quien siempre da vuelta los planes del diablo, usando sus insidias para nuestro
bien.
Para su tranquilidad, le recordaré los principios fundamentales de este
misterio de la “tentación” en la vida del
cristiano.
DIOS NO TIENTA A
NADIE
La primera verdad que hay que sostener con fuerza es que Dios no
tienta a nadie. Nadie diga en la tentación –dice Santiago–: Soy tentado por Dios. Porque Dios ni puede ser tentado al
mal ni tentar a nadie (St 1,13). Pero si bien Dios no es autor de la tentación,
puede, en cambio, permitirla por los frutos que de ella se siguen. Así la
permitió en Cristo y en los santos. Por eso no es extraño que a veces se diga
que Dios tienta; pero debe entenderse en el sentido de que Dios permite las
tentaciones.
La tentación, como todas las demás cosas, es una “creatura”, en el sentido que le da San Ignacio. Y por eso vale
también para ella, aquello del principio y fundamento: “Y
todas las cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que
le ayuden a conseguir el fin para el que es criado”. Por eso es que Dios
las permite para que alcancemos nuestro fin que es Dios mismo. De ahí que la
Escritura llame bienaventurados a los que son tentados: Tened, hermanos míos, por sumo gozo veros rodeados por diversas
tentaciones (St 1,2); y también:
Bienaventurado el varón que soporta la tentación (St 1,12).
Los santos, iluminados con el don de sabiduría, ven cuán preciosa es la
tentación, porque al asaltarnos ésta, Dios está junto a nosotros con sus
gracias especiales, ya que durante las tentaciones Dios cuida de nosotros con
especial amor y solicitud. Por eso los santos miran las tentaciones como
especiales signos de la predilección divina.
DIOS NO ABANDONA EN
LA TENTACIÓN
La segunda verdad es que Dios está en las tentaciones más cerca de
nosotros de cuanto lo está en los momentos de consuelo. Siempre junto a la
tentación está la gracia. Como dice San Pablo: Fiel es Dios que no permite que
seáis tentados por encima de vuestras fuerzas (1Co 10,13). El demonio, dice
Santo Tomás, tienta en la medida que Dios le permite. Dios conoce las
tentaciones y nuestras fuerzas. Por eso regula su violencia, calcula sus
efectos y las permite en proporción de nuestras fuerzas. Cuanto más fuerte es
la tentación mayor es el auxilio de Dios. Y no es infrecuente que un período de
tentaciones extraordinarias lo sea también de gracias especiales.
EL PROVECHO DE LA
TENTACIÓN
De aquí que las tentaciones bien llevadas nos reporten muchos bienes. Es
más, podemos decir que con mucha frecuencia las tentaciones son uno de los
caminos de perfección por donde Dios lleva a sus elegidos. ¿Qué bienes se sacan de ellas?
(1) Ante todo, nos prueban, por tanto, nos ayudan a conocernos. San Doroteo
de Gaza citaba a un padre del desierto que decía: “el
verdadero monje se da a conocer en las tentaciones”. Nos hacen conocernos
porque nos hacen pulsar nuestra propia debilidad y miseria; nos hacen tomar el
pulso a nuestros límites; y también nos hacen tantear la gracia divina. En las
tentaciones, especialmente las muy fuertes, somos conscientes de que Dios
actúa, porque de lo contrario ¿cómo seríamos
capaces de vencer tales obstáculos?
(2) Son también útiles para inspirarnos tedio del mundo.
(3) Nos ayudan a expiar nuestras culpas, pues son indudablemente un
sufrimiento y todo sufrimiento nos viene bien para purgar los pecados cometidos
en nuestra vida.
(4) Además, acrecientan nuestros méritos, por lo que pueden ser
consideradas, sin temor a equivocarnos, como la materia prima de la que se
fabricará nuestra gloria futura en el cielo.
(5) Nos enseñan a ser humildes (así como los consuelos, mal llevados, pueden
llevarnos a engreírnos).
(6) Arraigan más hondamente las virtudes que tenemos, porque en medio de las
tentaciones los actos de las virtudes que nos vemos obligados a repetir una y
otra vez se enraízan en el alma e incluso toman un tinte heroico.
(7) Nos hacen ser más vigilantes porque la tentación no siempre avisa cuando
va a venir, ni la fuerza que tendrá cuando arrecie.
(8) Nos ayudan a ser compasivos con los tentados. Dice San Juan de Ávila: “el que no es tentado no se puede doler ni compadecer del
tentado… De aquí viene que, cuando alguno tentado va a ti, te espantas y le
riñes y te muestras áspero, porque no sabes qué cosa es ser tentado, y el que
lo es consuela y anima y esfuerza al que va a él, porque se duele y conoce la
necesidad que de su consuelo tiene” [1].
NUESTRA ACTITUD ANTE
LA TENTACIÓN
Pero para que las tentaciones sean de provecho y no se vuelvan contra
nosotros, no solamente no debemos consentir (eso es más que evidente) sino que
debemos saber afrontarlas. En esto hay un texto muy hermoso de San Doroteo de
Gaza: “Frecuentemente nos hacemos la siguiente
pregunta: si en las adversidades el sufrimiento nos conduce a pecar, ¿cómo
podremos decir que son para nuestro bien? Pues pecamos, en ese caso, cuando nos
falta resignación y no queremos soportar lo más mínimo ni sufrir nada que nos
contraríe. Porque en efecto, Dios no permite que seamos tentados más allá de
nuestras fuerzas, tal como dice el Apóstol: Dios es fiel y no permite que seáis
tentados más allá de lo que podáis soportar (1Co 10,13). Somos nosotros los que
no tenemos paciencia, y no queremos sufrir un poco ni soportar lo que se nos
manda con humildad. De esta manera las tentaciones nos quebrantan y cuanto más
nos esforzamos por escapar de ellas, más nos abaten, nos descorazonan, sin por
eso poder librarnos de las mismas.
Los que nadan en el mar y conocen el arte de la natación, se sumergen
cuando les llega la ola, y la pasan por debajo, hasta que se aleja. Después
siguen nadando sin dificultad. Si quisieran enfrentar la ola, los chocaría y
los llevaría a buena distancia. Al volver a nadar les viene otra ola y si se
resisten nuevamente, otra vez serán llevados lejos y sólo lograrán fatigarse
sin avanzar. En cambio sí se sumergen bajo la ola, si se agachan por debajo de
ella, la ola pasar sin arrastrarlos; podrán seguir nadando cuanto quieran y
lograr la meta que quieren alcanzar. Lo mismo sucede con las tentaciones.
Soportadas con humildad y paciencia, pasan sin hacer daño. Pero si insistimos en
afligirnos, en alterarnos, en acusar a todo el mundo, sufrimos nosotros mismos,
la tentación se transforma en insoportable, y finalmente no sólo no nos resulta
de provecho, sino que nos hace daño.
Las tentaciones son muy provechosas para quien las soporta sin
atormentarse. Incluso si es una pasión la que nos aflige, no debemos
perturbarnos por ello. Si nos perturbamos se debe a nuestra ignorancia y a
nuestro orgullo, lo cual es debido al desconocimiento del estado de nuestra
alma, y al querer huir del sufrimiento” [2].
San Juan de Ávila escribía a una monja estas admirables palabras: “¿Has visto a los alfareros encender algún horno? ¿Has
visto aquel humo tan áspero y tan negro, aquel ardor de fuego y aquella
semejanza de infierno que allí pasa? ¿Quién creyera que los vasos que allí
dentro están no habían de salir hechos ceniza del fuego o, a lo menos, negros
como noche del humo? Y pasada aquella furia, apagado el fuego, al tiempo que
deshornan, verás sacar los vasos blancos de barro duros como piedra; y los que
primero estaban negros, salen más blancos que la nieve y tan hermosos que se
pueden poner en la mesa del rey. Vasos de barro nos llama San Pablo… Cocinarnos
quiere, hermana; tenga paciencia; metida está en el horno de la tribulación…
Procure no salir quebrada… Solamente se quiebran los que en el horno de la
tribulación pierden la paciencia. No desmaye, por más que atice el demonio;
confíe en Dios” [3].
______________________________________________
[1] San Juan de Ávila, Sermón del Dom. I de
Cuaresma.
[2] San Doroteo de Gaza, Conferencias, XIII
Conferencia.
[3] San Juan de Ávila, Epístola 21.
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