Hablando por correo
con un apreciado sacerdote, le he hecho la siguiente pregunta:
“Fíjese,
padre, una cosa que pensé el otro día. Pensé que, me parece, que allá -en el
fondo del sufrimiento- donde uno, finalmente sufre, y sufre, y sufre sin ver
que nada ni nadie puede ayudar o rescatarle; allí donde uno -aparentemente
solo- no tiene otra opción que dar gracias a Dios, rendido, alabarle y
glorificarle continuamente y con todas las fuerzas que le quedan. Allí, en ese
lugar vacío, donde parece que no hay nada más que tu alma. Allí, uno, como que
escucha el mandato de ser feliz. Y sale de ahí, siéndolo y ya parece que nunca
se le quita. Es o no es así?”
La verdad, le hice la pregunta
más que por la respuesta para darle aviso de que voy por buen camino y
alegrarle. ¿Saben? A ese sacerdote, pienso,
le debe dar mucha felicidad escuchar estas cosas. Digo, les debe dar alegría
saber que hay almas que siguen a Dios, lo aman, adoran y glorifican en todo
momento. ¿Cierto? Es que, para qué más se
haría uno sacerdote y perseveraría en el servicio de Dios?
Eso, pienso, viene a ser como
un pedacito de gloria del tipo del que habla Bruno Moreno en su último post y del tipo de le compartí como
comentario cuando le conté que en mi parroquia sucede lo mismo pero, además,
cosas como la que observe apenas hace unos días cuando la viejecita más vieja,
gran servidora que ha adornado el presbiterio desde hace 20 años y
llevado la Santa Comunión a los enfermos durante 40, ha empezado a
comulgar de rodillas.
No extrañada realmente sino
por mera curiosidad, este domingo le pregunté: “¡Diay,
Doña Ana! ¿Qué fue eso? ¡Usted comulgado de rodillas! ¿Qué se le metió?”
Lo pregunté de ese modo porque
somos amigas y porque muchas veces hemos conversado sobre la necesidad de hacerlo
aunque ella nunca quiso profundizar en el tema debido a que respeta mucho lo
que ordenan los sacerdotes y como ellos nunca ordenan, piden o sugieren
comulgar de esa forma, ella, poco o nada habla de cosas que, aparentemente,
suenan a desobediencia o rebeldía.
El caso es que me respondió: “Mire, lo hago como acción de gracias por tantos años que
el Señor me ha permitido servirle en los enfermos. Como acción de gracias. Solo
por eso y no para que me vean” (Se ve que ha luchado con ese
asunto).
“¡Acción de
gracias!” ¿Haría falta alguna otra cosa para tirarse al suelo aun teniendo las
coyunturas oxidadas, los huesos viejos y cansados? Nada. Nada más hace falta más
que un corazón agradecido que alegre, reboza de gozo y paz.
Tal como a Doña Ana, a muchos
les toma años decidirse pero a la “santita", como
de cariño le decía mamá hablando de ella entre nosotras, al fin le llegó el
momento.
Este fue mi toque de gloria el
que, en el fondo, allá muy en el fondo del sufrimiento que sufro, lo escucho
como aquél mandato de ser feliz.
Sí, esos pequeños toques de
gloria, me mandan ser feliz.
¿Es o no es,
así?
Maricruz Tasies
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