El sábado por la
mañana fui a una parroquia cercana a confesarme. Mientras esperaba, vi a
un grupo que rezaba el rosario, claramente con la costumbre de hacerlo a
aquella hora, en la que normalmente no hay nadie en la iglesia.
Más que un grupo se trataba de
un grupito. Apenas eran media docena de viejecillas y un anciano tan encorvado
que parecía estar en continua adoración. Sentados en los últimos bancos de la
Iglesia, repetían palabras que debían de haber dicho innumerables veces,
gastadas suavemente como el brocal de un pozo por el roce persistente de la
cuerda. En el templo vacío y silencioso, daba la impresión de que estaban solos
en el mundo, sin necesidad ni deseo alguno de tener espectadores a los que dar
buen ejemplo, sin fines prácticos, sin preocupaciones ecológicas, políticas o
filantrópicas. Un acto de pura adoración, solo para Dios, de la mano de nuestra
Señora.
Quizá fuera un efecto de la
luz, pero me pareció que aquellos rostros arrugados y sus cabellos encanecidos
brillaban más que el sol, como tocados por la gloria del Altísimo. Por un
instante, solo por un instante, creí ver sentado entre ellos a su Señor, el de
las manos traspasadas, mirándolos con un cariño inmenso.
Pensé: “Ten piedad de mí, Señor, porque he visto gigantes que sostienen el
cielo con sus brazos". Y me sentí pequeño, inútil y bueno para nada
ante aquellos cristianos de fe que habían encontrado el secreto del universo,
que únicamente está en la alabanza y la adoración.
Entonces me tocó confesarme y
pasé a ocuparme de otros misterios, pero se me quedó en el corazón la imagen de
aquellos rostros tocados por la gloria invisible del Eterno.
Bendito sea Dios
en sus ángeles y en sus santos.
Bruno M
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