¿Existen documentos
históricos que certifiquen que la Virgen María es Asunta? ¿Son fiables? ¿Qué
nos dice la Tradición de la Iglesia?...
Por: Reina del Cielo | Fuente: Reina del Cielo
Presentamos dos documentos históricos reseñados por el Padre Cardoso en
su publicación «La Asunción de María Santísima».
1. El primero es la carta de Dionisio el Egipcio o el Místico (no Dionisio el Areopagita, discípulo de San Pablo) a Tito, Obispo de Creta, que data de fines del Siglo III a mediados del Siglo IV, y publicada por primera vez en alemán por el Dr. Weter de la Facultad de Tubinga en 1887. Dice el Padre Cardoso que el Dr. Nirschl, que la ha estudiado, fija como fecha el año 363, declarándola absolutamente auténtica.
Este documento histórico es importantísimo para conocer cuál era la tradición en Jerusalén acerca de la Asunción de María, pues es lo más próximo que se conoce a la tradición de los mismos testigos presenciales del hecho, es decir, los Apóstoles. Dice así:
"Debes saber, ¡oh noble Tito!, según tus sentimientos fraternales, que al tiempo en que María debía pasar de este mundo al otro, es a saber a la Jerusalén Celestial, para no volver jamás, conforme a los deseos y vivas aspiraciones del hombre interior, y entrar en las tiendas de la Jerusalén superior, entonces, según el aviso recibido de las alturas de la gran luz, en conformidad con la santa voluntad del orden divino, las turbas de los santos Apóstoles se juntaron en un abrir y cerrar de ojos, de todos los puntos en que tenían la misión de predicar el Evangelio. Súbitamente se encontraron reunidos alrededor del cuerpo todo glorioso y virginal. Allí figuraron como doce rayos luminosos del Colegio Apostólico. Y mientras los fieles permanecían alrededor, Ella se despidió de todos, la augusta (Virgen) que, arrastrada por el ardor de sus deseos, elevó a la vez que sus plegarias, sus manos todas santas y puras hacia Dios, dirigiendo sus miradas, acompañadas de vehementes suspiros y aspiraciones a la luz, hacia Aquél que nació de su seno, Nuestro Señor, su Hijo. Ella entregó su alma toda santa, semejante a las esencias de buen olor y la encomendó en las manos del Señor. Así es como, adornada de gracias, fue elevada a la región de los Ángeles, y enviada a la vida inmutable del mundo sobrenatural.
Al punto, en medio de gemidos mezclados de llantos y lágrimas, en medio de la alegría inefable y llena de esperanza que se apoderó de los Apóstoles y de todos los fieles presentes, se dispuso piadosamente, tal y como convenía hacerlo con la difunta, el cuerpo que en vida fue elevado sobre toda ley de la naturaleza, el cuerpo que recibió a Dios, el cuerpo espiritualizado, y se le adornó con flores en medio de cantos instructivos y de discursos brillantes y piadosos, como las circunstancias lo exigían. Los Apóstoles inflamados enteramente en amor de Dios, y en cierto modo, arrebatados en éxtasis, lo cargaron cuidadosamente sobre sus brazos, como a la Madre de la Luz, según la orden de las alturas del Salvador de todos. Lo depositaron en el lugar destinado para la sepultura, en el lugar llamado Getsemaní.
Durante tres días seguidos, ellos oyeron sobre aquel lugar los aires armoniosos de la salmodia, ejecutada por voces angélicas, que extasiaban a los que las escuchaban; después nada más.
Eso supuesto para confirmación de lo que había sucedido, ocurrió que faltaba uno de los santos Apóstoles al tiempo de su reunión. Este llegó más tarde y obligó a los Apóstoles que le enseñasen de una manera palpable y al descubierto el precioso tesoro, es decir, el mismo cuerpo que encerró al Señor. Ellos se vieron, por consiguiente, obligados a satisfacer el ardiente deseo de su hermano. Pero cuando abrieron el sepulcro que había contenido el cuerpo sagrado, lo encontraron vacío y sin los restos mortales. Aunque tristes y desconsolados, pudieron comprender que, después de terminados los cantos celestiales, había sido arrebatado el santo cuerpo por las potestades etéreas, después de estar preparado sobrenaturalmente para la mansión celestial de la luz y de la gloria oculto a este mundo visible y carnal, en Jesucristo Nuestro Señor, a quien sea gloria y honor por los siglos de los siglos. Amén."
2. El segundo
documento es de San Juan Damasceno, Doctor de la Iglesia. Es un sermón por él predicado en la Basílica de
la Asunción en Jerusalén, por el año 754, ante varios Obispos y muchos
Sacerdotes y fieles:
"Ahí tenéis con qué palabras nos habla este glorioso sepulcro. Que tales cosas hayan sucedido así, lo sabemos por la «Historia Eutiquiana», que en su Libro II, capítulo 40, escribe:
"Dijimos anteriormente cómo Santa Pulqueria edificó muchas Iglesias en la ciudad de Constantinopla. Una de éstas fue la de las Blanquernas, en los primeros años del Imperio de Marciano. Habiendo, pues, construído el venerable templo en honor de la benditísima y siempre Virgen María, Madre de Dios... buscaban diligentemente los Emperadores llevar allí el sagrado cuerpo de la que había llevado en su seno al Todopoderoso, y llamando a Juvenal, Arzobispo de Constantinopla, le pidieron las sagradas reliquias".
Juvenal contestó en estos términos: "Aunque nada nos dicen las Sagradas Escrituras de lo que ocurrió en la muerte de la Madre de Dios, sin embargo nos consta por la antigua y verídica narración que los Apóstoles, esparcidos por el mundo por la salud de los pueblos, se reunieron milagrosamente en Jerusalén, para asistir a la muerte de la Santísima Virgen."
La Historia Eutiquiana nos dice luego, que los Apóstoles, después de la sepultura de la Virgen, oyeron durante tres días los coros angélicos; después nada más. Ahora bien, como Santo Tomás llegó tarde, abrieron la tumba y debieron comprobar que no estaba allí el sagrado cuerpo. Repuestos de su estupor, no acertaron los Apóstoles a inferir otra cosa, sino que Aquél que le plugo nacer de María, conservándola en su inviolable virginidad, se complació también en preservar su cuerpo virginal de la corrupción y en admitirlo en el Cielo antes de la resurrección general´
Oído este relato, Marciano y Pulqueria pidieron a Juvenal que les enviase el ataúd y los lienzos de la gloriosa y santísima Madre de Dios, todo cuidadosamente sellado. Y, habiéndolos recibido, los depositaron en la dicha Iglesia de la Madre de Dios en las Blanquernas. Y es así como sucedió todo esto.
Nos dice el Padre Cardoso que esta «Historia Eutiquiana», de la que tomó San Juan Damasceno el relato, se cree por los Padres Bolandistas, que data de San Eutiquio, contemporáneo y amigo de San Juvenal, el cual ocupó la sede de Jerusalén del año 418 al 458. El relato de San Juvenal es considerado como absolutamente histórico y nos dice que la Iglesia Católica lo ha incluido en el Breviario (Liturgia de las Horas).
Por otra parte, no cabe la menor duda de que el ataúd y mortaja de María fueron, desde la segunda mitad del Siglo V, objeto de veneración para los fieles en la Basílica de los Blanquernos en Constantinopla.
¿QUÉ NOS DICE LA BIBLIA?
Sabemos, por supuesto, que la Asunción de la Santísima Virgen no aparece relatada, ni mencionada en la Sagrada Escritura. ¿Por qué, entonces, titular así un capítulo?
"Ahí tenéis con qué palabras nos habla este glorioso sepulcro. Que tales cosas hayan sucedido así, lo sabemos por la «Historia Eutiquiana», que en su Libro II, capítulo 40, escribe:
"Dijimos anteriormente cómo Santa Pulqueria edificó muchas Iglesias en la ciudad de Constantinopla. Una de éstas fue la de las Blanquernas, en los primeros años del Imperio de Marciano. Habiendo, pues, construído el venerable templo en honor de la benditísima y siempre Virgen María, Madre de Dios... buscaban diligentemente los Emperadores llevar allí el sagrado cuerpo de la que había llevado en su seno al Todopoderoso, y llamando a Juvenal, Arzobispo de Constantinopla, le pidieron las sagradas reliquias".
Juvenal contestó en estos términos: "Aunque nada nos dicen las Sagradas Escrituras de lo que ocurrió en la muerte de la Madre de Dios, sin embargo nos consta por la antigua y verídica narración que los Apóstoles, esparcidos por el mundo por la salud de los pueblos, se reunieron milagrosamente en Jerusalén, para asistir a la muerte de la Santísima Virgen."
La Historia Eutiquiana nos dice luego, que los Apóstoles, después de la sepultura de la Virgen, oyeron durante tres días los coros angélicos; después nada más. Ahora bien, como Santo Tomás llegó tarde, abrieron la tumba y debieron comprobar que no estaba allí el sagrado cuerpo. Repuestos de su estupor, no acertaron los Apóstoles a inferir otra cosa, sino que Aquél que le plugo nacer de María, conservándola en su inviolable virginidad, se complació también en preservar su cuerpo virginal de la corrupción y en admitirlo en el Cielo antes de la resurrección general´
Oído este relato, Marciano y Pulqueria pidieron a Juvenal que les enviase el ataúd y los lienzos de la gloriosa y santísima Madre de Dios, todo cuidadosamente sellado. Y, habiéndolos recibido, los depositaron en la dicha Iglesia de la Madre de Dios en las Blanquernas. Y es así como sucedió todo esto.
Nos dice el Padre Cardoso que esta «Historia Eutiquiana», de la que tomó San Juan Damasceno el relato, se cree por los Padres Bolandistas, que data de San Eutiquio, contemporáneo y amigo de San Juvenal, el cual ocupó la sede de Jerusalén del año 418 al 458. El relato de San Juvenal es considerado como absolutamente histórico y nos dice que la Iglesia Católica lo ha incluido en el Breviario (Liturgia de las Horas).
Por otra parte, no cabe la menor duda de que el ataúd y mortaja de María fueron, desde la segunda mitad del Siglo V, objeto de veneración para los fieles en la Basílica de los Blanquernos en Constantinopla.
¿QUÉ NOS DICE LA BIBLIA?
Sabemos, por supuesto, que la Asunción de la Santísima Virgen no aparece relatada, ni mencionada en la Sagrada Escritura. ¿Por qué, entonces, titular así un capítulo?
Veamos lo que nos dice el Padre Joaquín Cardoso, s.j. en su estudio sobre la Asunción: "Son muchos los Teólogos -y de gran renombre, por cierto- que han afirmado y creen haberlo probado que, implícitamente, sí se encuentra, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento la revelación de este hecho ... Pues, si no hay una revelación explícita en la Sagrada Escritura acerca del hecho de la Asunción de María, tampoco hay ni la más mínima afirmación o advertencia en contrario, y por consiguiente, si la razón humana, discurriendo sobre alguna otra verdad cierta y claramente revelada, deduce legítimamente este privilegio de Nuestra Señora, tendremos necesariamente que admitirlo como revelado en la misma Sagrada Escritura de modo implícito."
Existe, por cierto, un precedente autorizado por la Iglesia, de una verdad considerada como revelada implícitamente. Se trata del misterio de la Inmaculada Concepción, el cual el Papa Pío XI declaró como dogma, a finales del siglo XIX y reconoció esta verdad como revelada implícitamente al comienzo de la Escritura, en Génesis 3, 15, cuando Dios anunció que la Mujer y su Descendencia aplastarían la cabeza de la serpiente infernal. Y esto no hubiera podido suceder si María no hubiera estado libre de pecado original, pues de no haber sido así, hubiera estado sujeta al yugo del demonio.
Esto mismo hizo el Papa Pío XII en la definición del Dogma de la Asunción. La Asunción de la Virgen María al Cielo, que ha sido aceptada como verdad desde los tiempos más remotos de la Iglesia, es un hecho también contenido, al menos implícitamente en la Sagrada Escritura.
Los Teólogos y Santos Padres y Doctores de la Iglesia han visto como citas en que queda implícita la Asunción de la Virgen María, las mismas en que vieron a la Inmaculada Concepción, porque en ellas se revelan los incomparables privilegios de esa hija predilecta del Padre, escogida para ser Madre de Dios. Así quedaron estrechamente unidas ambas verdades: la Inmaculada Concepción y la Asunción.
He aquí algunas de las citas y de los respectivos razonamientos teológicos como nos los presenta el Padre Cardoso:
"Llena de
gracia" (Lc. 1, 26-29): Dios le había
concedido todas las gracias, no sólo la gracia santificante, sino todas las
gracias de que era capaz una criatura predestinada para ser Madre de Dios.
Gracia muy grande es el de haber sido preservada del pecado original, pero
también gracia el pasar por la muerte, no como castigo del pecado que no tuvo,
sino por lo ya expuesto en capítulos anteriores y, como hemos dicho también,
sin sufrir la corrupción del sepulcro. Si María no hubiera tenido esta gracia,
no podría haber sido llamada llena (plena) de gracia. Esta deducción queda
además confirmada por Santa Isabel, quien «llena del Espíritu Santo, exclamó: «Bendita entre todas las mujeres» (Lc. 1, 41-42).
"Pondré
enemistad entre tí y la Mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te
aplastará la cabeza" (Gen. 1, 15), es, por supuesto, el texto clave.
Además, Cristo vino para «aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo» (Hb. 2, 14). «La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado» (1 Cor. 15, 55)
Todos hemos de resucitar. Pero ¿cuál será la parte de María en la victoria sobre la muerte? La mayor, la más cercana a Cristo, porque el texto del Génesis une indisolublemente al Hijo con su Madre en el triunfo contra el Demonio. Así pues, ni el pecado, por ser Inmaculada desde su Concepción, ni la concupiscencia, por ser ésta consecuencia del pecado original que no tuvo, ni la muerte tendrán ningún poder sobre María.
La Santísima Virgen murió, sin duda, como su Divino Hijo, pero su muerte, como la de Él, no fue una muerte que la llevó a la descomposición del cuerpo, sino que resucitó como su Hijo, inmediatamente, porque la muerte que corrompe es consecuencia del pecado. "No permitirás a tu siervo conocer la corrupción" (Salmo 15): San Pablo relaciona esta incorrupción con la carne de Cristo. Y San Agustín nos dice que la carne de Cristo es la misma que la de María. Implícitamente, entonces, la carne de María, que es la misma que la del Salvador, no experimentó la corrupción. Así el privilegio de la resurrección y consiguiente Asunción de María al Cielo se debe al haber sido predestinada para ser la Madre de Dios-hecho-Hombre.
El Concilio Vaticano II, tratando ese tema en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, también relaciona el privilegio de la Inmaculada Concepción con el de la Asunción: precisamente porque fue «preservada libre de pecado original» (LG 59), María no podía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Pero oigamos también a San Juan Pablo II tratar el punto de la Asunción
de María en la Sagrada Escritura:
En su Catequesis del 2 de julio de 1997 nos dice: "El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo."
SU ASUNCIÓN EN LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA
Así tituló el Osservatore Romano la Catequesis del Papa Juan Pablo II del día Miércoles 9 de julio de 1997. Y en esa fuente tan importante y tan reciente, como son las palabras del Papa en ésta y en la Catequesis de la semana inmediatamente anterior (2-julio-97) nos apoyaremos casi exclusivamente para este Capítulo.
La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido, nos recuerda el Papa.
Además, la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual al afirmar la llegada de María a la gloria celeste, ha querido también reconocer y proclamar la glorificación de su cuerpo.
Nos dice el Papa que el primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados «Transitus Mariae» , cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II y III. Nos informa el Papa que se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de la fe del pueblo de Dios.
Algunos testimonios se encuentran en San Ambrosio, San Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+733) pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al Cielo, estas palabras: «Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre inseparable de tu Hijo».
Nos dice el Papa que la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. Un indicio interesante de esta convicción se encuentra en un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: «Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada... Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu Madre y la lleves contigo, dichosa, al Cielo».
¿Por qué cita el Papa un libro apócrifo? Los apócrifos no tienen autoridad divina. Pero pueden tener autoridad humana, agregando, así, un testimonio que apoya la unanimidad a favor de la Asunción. San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo Divino en el Cielo: «Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a Él. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?»
En otro texto el mismo San Germán sostiene que «era necesario que la Madre de la Vida compartiera la Morada de la Vida». Así integra la dimensión salvífica de la maternidad divina con la relación entre Madre e Hijo.
San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: «Era necesario que aquélla que había visto a su Hijo en la Cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor... contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre».
Nos dice el Padre Cardoso que ya en los escritos del Siglo IV los historiadores eclesiásticos se refieren a la Asunción de María como de tradición antiquísima, que a causa de su unanimidad, no puede venir sino de los mismos Apóstoles y, por consiguiente, como de revelación divina, pues la revelación en que se funda la religión cristiana terminó, según enseña la Iglesia, con la muerte de San Juan.
Continúa diciéndonos que del Siglo V en adelante, no encontró un solo escritor eclesiástico, ni una sola comunidad cristiana que no creyera en la Asunción de María.
En el Siglo VII el Papa Sergio I promovió procesiones a la Basílica Santa María la Mayor el día de la Asunción, como expresión de la creencia popular en esta verdad tan gozosa.
Posteriormente se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición y de la Asunción de María.
La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con gran rapidez y, a partir del Siglo XIV, se generalizó.
El Papa Juan XXII en 1324 afirmaba que «la Santa Madre Iglesia piadosamente cree y evidentemente supone que la bienaventurada Virgen fue asunta en alma y cuerpo».
En la primera mitad de nuestro siglo, en víspera de la declaración del Dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.
Así, en Mayo de 1946, con la Encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los Obispos y, a través de ellos, a los Sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la Asunción corporal de María como Dogma de Fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo 6 respuestas de entre 1.181 manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.
Citando ese dato, la Bula Munificentissimus Deus afirma: «El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la Asunción corporal de la Santísima Virgen María al Cielo... es una verdad revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia».
El Concilio Vaticano II, recordando en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue «preservada libre de pecado original» (LG 59). María no podía permanecer como los demás hombre en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Y continuando con la Tradición Eclesiástica hasta nuestros días, tenemos toda la enseñanza del Papa Juan Pablo II que recogemos en este estudio. Como dato curioso el Padre Cardoso anota uno adicional que es sumamente revelador y que él agrega a la unanimidad en la Tradición: el hecho de que no hayan reliquias del cuerpo virginal de María. Nos dice que ni siquiera los fabricantes de falsas reliquias -que los ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia- se atrevieron jamás a fabricar una del cuerpo de María, pues sabían que, dada la creencia universal de la Asunción, no hubieran sido recibidas como auténticas en ninguna parte del mundo cristiano.
En su Catequesis del 2 de julio de 1997 nos dice: "El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo."
SU ASUNCIÓN EN LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA
Así tituló el Osservatore Romano la Catequesis del Papa Juan Pablo II del día Miércoles 9 de julio de 1997. Y en esa fuente tan importante y tan reciente, como son las palabras del Papa en ésta y en la Catequesis de la semana inmediatamente anterior (2-julio-97) nos apoyaremos casi exclusivamente para este Capítulo.
La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido, nos recuerda el Papa.
Además, la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual al afirmar la llegada de María a la gloria celeste, ha querido también reconocer y proclamar la glorificación de su cuerpo.
Nos dice el Papa que el primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados «Transitus Mariae» , cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II y III. Nos informa el Papa que se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de la fe del pueblo de Dios.
Algunos testimonios se encuentran en San Ambrosio, San Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+733) pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al Cielo, estas palabras: «Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre inseparable de tu Hijo».
Nos dice el Papa que la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. Un indicio interesante de esta convicción se encuentra en un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: «Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada... Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu Madre y la lleves contigo, dichosa, al Cielo».
¿Por qué cita el Papa un libro apócrifo? Los apócrifos no tienen autoridad divina. Pero pueden tener autoridad humana, agregando, así, un testimonio que apoya la unanimidad a favor de la Asunción. San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo Divino en el Cielo: «Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a Él. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?»
En otro texto el mismo San Germán sostiene que «era necesario que la Madre de la Vida compartiera la Morada de la Vida». Así integra la dimensión salvífica de la maternidad divina con la relación entre Madre e Hijo.
San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: «Era necesario que aquélla que había visto a su Hijo en la Cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor... contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre».
Nos dice el Padre Cardoso que ya en los escritos del Siglo IV los historiadores eclesiásticos se refieren a la Asunción de María como de tradición antiquísima, que a causa de su unanimidad, no puede venir sino de los mismos Apóstoles y, por consiguiente, como de revelación divina, pues la revelación en que se funda la religión cristiana terminó, según enseña la Iglesia, con la muerte de San Juan.
Continúa diciéndonos que del Siglo V en adelante, no encontró un solo escritor eclesiástico, ni una sola comunidad cristiana que no creyera en la Asunción de María.
En el Siglo VII el Papa Sergio I promovió procesiones a la Basílica Santa María la Mayor el día de la Asunción, como expresión de la creencia popular en esta verdad tan gozosa.
Posteriormente se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición y de la Asunción de María.
La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con gran rapidez y, a partir del Siglo XIV, se generalizó.
El Papa Juan XXII en 1324 afirmaba que «la Santa Madre Iglesia piadosamente cree y evidentemente supone que la bienaventurada Virgen fue asunta en alma y cuerpo».
En la primera mitad de nuestro siglo, en víspera de la declaración del Dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.
Así, en Mayo de 1946, con la Encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los Obispos y, a través de ellos, a los Sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la Asunción corporal de María como Dogma de Fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo 6 respuestas de entre 1.181 manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.
Citando ese dato, la Bula Munificentissimus Deus afirma: «El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la Asunción corporal de la Santísima Virgen María al Cielo... es una verdad revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia».
El Concilio Vaticano II, recordando en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue «preservada libre de pecado original» (LG 59). María no podía permanecer como los demás hombre en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Y continuando con la Tradición Eclesiástica hasta nuestros días, tenemos toda la enseñanza del Papa Juan Pablo II que recogemos en este estudio. Como dato curioso el Padre Cardoso anota uno adicional que es sumamente revelador y que él agrega a la unanimidad en la Tradición: el hecho de que no hayan reliquias del cuerpo virginal de María. Nos dice que ni siquiera los fabricantes de falsas reliquias -que los ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia- se atrevieron jamás a fabricar una del cuerpo de María, pues sabían que, dada la creencia universal de la Asunción, no hubieran sido recibidas como auténticas en ninguna parte del mundo cristiano.
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